Una docuserie de Netflix bucea en el archivo personal y repasa las vicisitudes del mejor cantautor que ha dado México.

Alberto Aguilera Valadez, más conocido como Juan Gabriel, acumulaba cientos de vídeos, audios, fotografías y películas caseras. Su archivo permaneció resguardado durante décadas y ahora forma parte de Juan Gabriel. Debo, puedo y quiero, una serie documental de Netflix, dirigida por María José Cuevas, que rinde homenaje a la figura del mejor cantautor que ha dado México y también ayuda a descubrir quién era el hombre detrás de la estrella. «Dicen por ahí que es mejor no conocer a tus ídolos», ha comentado la cineasta. «Y lo entiendo, porque yo solo tenía el concepto del icono que es Juan Gabriel. De repente, adentrándome en el archivo, me di cuenta de que también tenía mal humor, de que también se desesperaba y gritaba, era humano. Ver la humanidad de un ídolo es como poner un espejo frente a todos nosotros. Por eso, este reto no fue solamente mío, sino de todo el equipo, de toda la producción».
Nacido en 1950 en el Estado mexicano de Michoacán, el Divo de Juárez tuvo una infancia algo dickensiana. Huérfano de padre a los dos meses y abandonado por su madre, que trabajaba como sirvienta, con cinco años lo metieron en un correccional donde nadie iba a visitarlo nunca. «Había en mí mucha soledad», confesaría él. «Y la soledad la hice mi amiga. Cogía un cuaderno y mi lápiz y me ponía a escribir, las canciones querían nacer. Duré allí siete años, sin salir ni siquiera un día afuera, a la calle». En cierto momento se escapó del lugar aprovechando que le dejaron salir a tirar la basura y, tras comprobar que la situación laboral de su progenitora no había cambiado, pensó en buscar un trabajo para «llegar a ser alguien para poder darle a mi mamá lo que ella necesita. Era la necesidad de salir de la pobreza, y tenía que trabajar y superarme».
A los 13 años empezó a cantar por las calles, las mismas en las que alguna que otra vez se vio durmiendo, y en ciertos locales nocturnos de Ciudad Juárez. Alguien le recomendó trasladarse a Ciudad de México, y allá que fue, «a puro ride», para intentar ganar el pan con la música. Como ahí todavía estaba tieso, durante una temporada compaginó esa faceta con la de artesano, vendedor de burritos y mesero. Entonces hacía algunos shows versionando algunos temas de moda como Downtown, de Petula Clark o Capri c’est fini. Y un día se atrevió a llamar a la puerta de la discográfica RCA, donde el productor musical Enrique Okamura, tras escucharlo, le ofreció la posibilidad de hacer los coros en una grabación de Angélica María, leyenda de las telenovelas mexicanas.

Pero a los 20 años fue acusado de robo por una chica que lo había invitado a una fiesta en su casa y esto le llevó a pasar un año y medio encerrado en la temida cárcel Lecumberri. «Alberto ya había estado en el tribunal tres veces antes, cuando era menor de edad», cuenta en la docuserie el periodista y gestor cultural Alejandro Brito. «A los 17 años, por robar dinero de un bolso. A los 16, acusado también por robar unos perfumes en Ciudad Juárez. Y ese mismo fue detenido en la calle solamente por su amaneramiento y, según esto, por obstruir la labor de inspección. Si tú ves su declaración, se puede ver la difícil y solitaria infancia que tuvo, sin ninguna orientación ni apoyo familiar, ya que no tenía un hogar bien integrado. A los trece años se vio en la necesidad de trabajar de mozo en casa de un sacerdote que abusó sexualmente de él».
Mientras estaba en Lecumberri, Juan Gabriel cruzó sus pasos con los de la cantante Queta Jiménez, cuñada del director del penal. que después de escucharlo cantar, se hizo amiga del artista. No solo utilizó su influencia para que pudiera quedar en libertad, sino que además lo llevó a RCA para que le dieran la oportunidad de grabar un disco con algunas de las tropecientas canciones que tenía compuestas. Así, desde verano del 71, en que logró su primer éxito con el tema No tengo dinero, Juan Gabriel empezó a sonar en las radios y a aparecer en Televisa. Más pronto que tarde se convirtió en una estrella de la música popular y empezó a ayudar a su gente.
Aunque su madre disfrutó poco tiempo de su éxito, ya que falleció en 1974, y siempre mantuvo una compleja relación con sus hermanos, algunos de los cuales, según distintas fuentes, aborrecían su estilo de vida y su forma de presentarse ante el público (y solo se mantuvieron a su lado por interés). «Creo que Juan Gabriel rompe con el estereotipo del cantante ranchero», apunta Brito. «Rompe con este hombre mujeriego, siempre con las piernas bien abiertas, el macho mexicano por antonomasia, y lo hace muy a su manera. Juan Gabriel mete la ambigüedad. Y lo más sorprendente es que a la gente le gustaban esas provocaciones y la gente empezó a celebrarlas».
A lo largo de su carrera, Juan Gabriel escribió 1.800 canciones, vendió más de 150 millones de discos y hasta ofreció el primer concierto de música popular en el Palacio de Bellas Artes, allá por el 90. Sus recitales eran acontecimientos masivos y montones de artistas se pirraban por cantar sus temas. A Rocío Dúrcal, cuya voz adoraba desde siempre, la animó a grabar una canción mexicana a finales de los setenta. Como el tema en cuestión arrasó comercialmente, se inició una larga y fructífera relación entre ambos, hasta el punto de que Rocío se afianzó como la española más mexicana. Hasta que un día la estrecha amistad que habían forjado se enfrió. Ninguno de los protagonistas explicó nunca qué pasó exactamente, aunque la hija de ella, Shaila Dúrcal, dijo que su madre se enfadó porque en una ocasión Juan Gabriel pidió a alguien de su equipo que fuese a «espiar» el vestuario de la diva y luego «se mandó hacer una capa igual. Sentía una fascinación tal que quería ser como ella. Entonces, él luego comenzó a cantar las canciones que habían sido escritas por él, pero que había hecho famosas mi madre. Empezó a obsesionarse un poquito en ese sentido».
A Shaila también le dolió que el mexicano no se preocupara por la salud de su madre cuando esta fue diagnosticada con el cáncer que finalmente le costó la vida. Dejó incluso de llamarla cuando venía a nuestro país para visitar a Isabel Pantoja. Esta quiso vincularse con Juan Gabriel a finales de los ochenta, tras enviudar de Paquirri y regresar a la música con Marinero de luces, un disco conceptual compuesto por Perales que la catapultó a la cima musical. Y aquel le compuso y produjo Desde Andalucía, con el que se dio a conocer en el mercado latinoamericano. A partir de ahí profesaron adoración mutuamente, y la sevillana, madrina de uno de los hijos reconocidos del divo, se alojó más de una vez en casa de su amigo. La prensa especuló varias veces con un posible romance entre ellos, y la propia Isabel dijo en Supervivientes que Juan Gabriel le pidió matrimonio. «Quería que fuera su esposa, conociéndonos los dos, respetándonos los dos. Le dije que no, cantando. Él lo entendió perfectamente«.

Aunque algún allegado al mexicano que habló con él sobre el tema desmiente la versión de la tonadillera, y tampoco es que el cuento case con las conocidas preferencias sexuales de aquel (que aun así llegó a formar una familia con su amiga Laura Salas, madre de cuatro de sus retoños). Lo que no huele a embuste es que Juan Gabriel e Isabel seguían siendo buenos amigos cuando ella fue juzgada y condenada por blanqueo a dos años de prisión. No en vano, aquella viajó hasta México en verano de 2013 para participar en la gala del 40º aniversario en la música de su adorado y preparar otro disco con canciones suyas. Disco cuya publicación se fue posponiendo por los problemas legales de la cantante y que no vio la luz hasta otoño de 2016, al poco de que ella quedara en libertad y él falleciera como consecuencia de un infarto.
Se publicó en la prensa española que Agustín Pantoja, hermano, ex cantante y desde hace tiempo mano derecha de Isabel, se desplazó hasta México para acudir al funeral del divo, con el que también llegó a tener una amistad muy estrecha. «Vivieron juntos y Agustín le ayudó mucho con los niños. Cuidó de sus hijos y Juan Gabriel siempre le ha estado agradecido», comentó el que fuera secretario y amigo del mexicano, Joaquín Muñoz. A raíz de su partida, empezó a circular que nuestro protagonista había dejado una herencia que incluía al menos 30 inmuebles en México y Estados Unidos, y que también contaba con un piso, en el barrio madrileño de Chueca, que podía ir a parar a manos de la intérprete de Así fue. Claro que al cabo de un tiempo se aclaró que esa vivienda seguía a nombre de su hijo adoptivo Iván Aguilera, nombrado heredero universal.