En el corazón de Tepito, donde el miedo reina y los negocios cierran al caer la noche, una mujer de 47 años transformó su puesto de tamales en la herramienta de venganza más silenciosa que el barrio haya conocido.
Rosa García no disparó balas ni blandió cuchillos.
Utilizó masa de maíz, salsa verde y una sustancia tan letal que bastaban 2 mg para detener un corazón.
Durante cinco meses, 12 hombres de la Unión Tepito cayeron uno tras otro, y nadie sospechó que la venganza llegaba envuelta en hojas de maíz.
Cuando las autoridades finalmente descubrieron la verdad, México entero se preguntó lo mismo.
¿Era Rosa una asesina serial o la única justicia que Tepito conocería jamás?
Rosa María García Méndez llegó a la Ciudad de México con 19 años, una maleta de cartón y la receta de tamales de su abuela oaxaqueña guardada en la memoria.
Eso fue en 1992, cuando Tepito aún permitía que la gente honesta se ganara la vida sin pagar tributo a nadie.
Tres décadas después, esa misma mujer seguía levantándose a las 4 de la mañana para preparar la masa, pero el barrio ya no era el mismo, tampoco ella.
Los vecinos de Eje Uno Norte la conocían como doña Rosita, la tamalera que nunca fallaba.
Su puesto se instalaba puntual a las 6:30 frente a un edificio de departamentos desgastados, justo en la esquina con Tenochtitlán.
Vendía entre 180 y 200 tamales cada día: rajas con queso, mole con pollo, verdes con carne de puerco.
A 15 pesos la pieza, hacía cuentas mentales mientras envolvía las hojas de maíz.
2800 pesos diarios y tenía suerte, menos los 500 que pagaba cada viernes por derecho de piso.
Rosa había aprendido a sobrevivir en Tepito con tres reglas simples: pagar a tiempo, no hacer preguntas y mantener la cabeza baja.
Durante 28 años cumplió esas reglas sin falta, preparando sus tamales en un departamento de dos recámaras en la calle Toltecas, cuarto piso de un edificio sin elevador.
Las paredes conservaban fotos de sus dos hijos cuando eran niños, antes de que ambos decidieran probar suerte en Querétaro.
En esas fotografías también aparecía Armando, su esposo, el mecánico de manos siempre manchadas de aceite, que la acompañó durante 29 años.
Pero en septiembre de 2020, cuando las autoridades finalmente tocaron a su puerta, ya no había fotos familiares en las paredes, solo quedaba un cuaderno escondido en la alacena con 12 nombres cuidadosamente tachados con tinta roja.
Lo que nadie sabía es que Rosa García había estudiado tres semestres de enfermería en la UNAM entre 1992 y 1993.
Tuvo que abandonar la carrera cuando quedó embarazada de su primer hijo.
Pero hay cosas que una mente disciplinada no olvida.
En una clase de farmacología básica, una profesora mencionó las toxinas vegetales.
Habló del risino, una planta ornamental de semillas letales.
Explicó cómo la risina, una proteína extraída de esas semillas, podía detener la síntesis de proteínas en las células humanas.
Dosis letal, entre 1 y 2 mg por kilogramo de peso corporal.
Síntomas: náuseas, vómito, diarrea hemorrágica, falla multiorgánica, muerte en 24 a 48 horas.
Rosa tomó apuntes ese día.
Los guardó en una carpeta que sobrevivió tres mudanzas y casi 30 años de olvido.
En Tepito, la gente no pregunta de dónde vienes ni qué estudiaste.
Solo importa si pagas tu renta, si puedes defenderte y si sabes cuándo cerrar la boca.
Rosa García cumplía con los tres requisitos.
Vendía tamales, saludaba a los godines que cruzaban el barrio rumbo a sus oficinas, bromeaba con los albañiles que desayunaban en su puesto antes de subirse a las obras.
Era invisible de la manera correcta, ni demasiado amigable, ni demasiado distante.
Nadie habría apostado un solo peso a que esa mujer, de manos arrugadas y delantal manchado de masa, terminaría en los encabezados nacionales.
Nadie imaginó que sus tamales, esos mismos que habían alimentado a tres generaciones de tepiteños, se convertirían en el arma más silenciosa que el barrio Bravo había visto jamás.
Pero todo eso vendría después.
Primero tendría que llegar el jueves 17 de octubre de 2019, el día en que tres hombres en motocicletas llegarían al taller mecánico de la calle Matamoros y vaciarían dos cargadores de AK-47 contra el hombre equivocado.
Primero tendría que morir Armando.
Armando Soto no era un héroe ni un santo.
Era un mecánico de 53 años que olía permanentemente a aceite quemado y que cobraba más barato que los talleres formales porque trabajaba solo, sin empleados ni permisos del SAT.
Tenía un taller de 4 por 6 metros en la calle Matamoros, cinco cuadras al norte del puesto de Rosa.
Arreglaba transmisiones, cambiaba balatas, soldaba escapes, ganaba lo suficiente para pagar la renta del departamento y ahorrar de a poco para el sueño que compartía con Rosa.
Abrir un local formal de tamales en la colonia Morelos con mesas de verdad y un letrero que dijera “Tamales Rosita”.
Se habían conocido en 1991 en el Tianguis de la Lagunilla, cuando Rosa apenas llevaba meses en la ciudad y Armando reparaba radiadores en un puesto ambulante.
Él le compró tres tamales y regresó al día siguiente por otros tres.
A la tercera semana ya no compraba tamales, solo buscaba excusas para quedarse conversando.
Se casaron seis meses después en el registro civil de Cuauhtémoc, sin fiesta ni vestido blanco, porque ninguno de los dos tenía familia en la ciudad ni dinero para gastar en ceremonias.
Construyeron su vida con las manos: Rosa preparando tamales desde antes del amanecer, Armando desarmando motores hasta que la luz natural llegaba.
Tuvieron dos hijos varones que crecieron entre el vapor de las ollas y el olor a gasolina.
Cuando los muchachos cumplieron 25 y 28 años, ambos decidieron irse a Querétaro buscando trabajos que no los obligaran a pagar derecho de piso.
Rosa lloró en silencio, pero no los detuvo.
Sabía que Tepito ya no era lugar para construir futuros.
Lo que sí le dolió fue que sus hijos se fueran sin conocer el negocio que ella y Armando planeaban abrir.
“Cuando tengamos el local, van a venir a visitarnos”, le decía Armando cada vez que contaban los billetes ahorrados.
“Van a traer a los nietos y les vamos a dar tamales gratis.”
Rosa sonreía y doblaba los billetes dentro de una lata de galletas que escondían detrás de la estufa.
Cada mediodía sin falta, Armando caminaba las cinco cuadras desde su taller hasta el puesto de Rosa.
Llegaba con las manos limpias, se las lavaba con jabón Sote antes de salir y Rosa ya le tenía apartado un tamal de rajas con queso, siempre el más grande de la olla.
Se sentaba en la banqueta, comía despacio, tomaba café negro de un vaso térmico que traía de casa.
A veces no hablaban, solo compartían esos 15 minutos de rutina que los mantenía unidos después de casi 30 años juntos.
El 16 de octubre de 2019, un miércoles, Armando llegó al puesto con una propuesta.
“El domingo vamos a Oaxaca”, le dijo mientras desenvolvía su tamal.
“Ya compré los boletos de autobús. Vamos a visitar tu pueblo para el Día de Muertos.”
Rosa se limpió las manos en el delantal y lo miró sin entender.
“¿De dónde sacaste para los boletos?”, preguntó.
Armando sonrió. “Arreglé tres coches esta semana. Todos pagaron en efectivo.”
Fue la última conversación tranquila que tuvieron.
Al día siguiente, jueves 17 de octubre, Armando regresó al taller después de comer con Rosa.
Eran la 1:15 de la tarde. Tres hombres en dos motocicletas Italica 150 llegaron por la calle Matamoros a toda velocidad.
El que iba en la segunda moto llevaba un rifle de asalto AK-47 colgado del hombro.
No preguntaron nombres, no verificaron nada, simplemente abrieron fuego.
Nueve disparos, siete impactos. Armando Soto cayó entre un gato hidráulico y una caja de herramientas.
Murió antes de tocar el suelo.
Los vecinos escucharon los disparos, pero nadie salió a la calle hasta que las motocicletas desaparecieron.
Alguien llamó al 911.
Una patrulla de la Secretaría de Seguridad Ciudadana llegó 20 minutos después.
Para entonces, un vecino ya había avisado a Rosa.
Ella llegó corriendo sin cerrar el puesto, sin recoger nada.
Encontró la calle acordonada con cinta amarilla y el cuerpo de Armando cubierto con una lona naranja.
Un policía le impidió acercarse.
Rosa forcejeó, gritó, intentó levantar la lona.
Finalmente la dejaron pasar.
Se arrodilló junto al cuerpo y tomó la mano de Armando por debajo de la lona.
Todavía estaba tibia, pero ya no había pulso.
No lloró, no gritó, solo se quedó ahí, de rodilla sobre el concreto manchado, apretando esa mano que ya no la apretaba de vuelta.
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La carpeta de investigación FGQ C UI CD B847 10 2019 se abrió esa misma tarde en la fiscalía de Cuautémoc.
Un agente del Ministerio Público tomó declaración a Rosa en una sala sin ventanas que olía a café frío y papel viejo.
Le preguntó si Armando tenía enemigos, si debía dinero, si estaba metido en algo turbio.
Rosa respondió que no a todo.
Su esposo arreglaba coches nada más.
No se metía con nadie.
Pagaba su derecho de piso, como todos en Tepito, y se iba a su casa antes de que oscureciera.
El agente tecleó en una computadora sin mirarla a los ojos.
Le explicó que el dictamen del Semefo confirmaría la causa de muerte, pero que eso era lo de menos.
Lo difícil era encontrar testigos.
En Tepito nadie ve nada, señora, usted sabe cómo es.
Rosa preguntó si iban a revisar cámaras de seguridad.
El agente soltó una risa seca.
Cámaras. Aquí no hay cámaras.
Y si las hay, nunca sirven.
Le dijeron que regresara en 72 horas para firmar papeles, que llevara acta de defunción, identificación, comprobante de domicilio, que tuviera paciencia porque estos casos tardaban.
Rosa salió de la fiscalía con un papel membretado que no decía nada útil y con la certeza de que nadie iba a mover un dedo por Armando.
El velorio se realizó en la funeraria Galloso, Tepito, sobre Eje Uno Norte, a dos cuadras del puesto de tamales.
Rosa pagó el paquete más barato.
Ataúd de madera prensada, sala de velación por 24 horas, traslado al crematorio.
Sus dos hijos llegaron desde Querétaro en autobús.
Abrazaron a su madre en silencio porque no había palabras que sirvieran.
Solo 12 personas asistieron al velorio.
Los vecinos tenían miedo.
En Tepito, acercarse a las víctimas de ejecuciones es una forma de firmar tu propia sentencia.
La gente mandaba condolencias por WhatsApp, pero no cruzaba la puerta de la funeraria.
Rosa lo entendió.
No guardó rencor.
Así funcionaban las cosas.
Sus hijos le suplicaron que se fuera con ellos a Querétaro.
Ya no tienes nada que hacer aquí, mamá.
Vente con nosotros.
Allá puedes vender tamales sin pagar piso.
Rosa negó con la cabeza.
Esta es mi casa.
Aquí conocí a su padre.
Aquí vivimos 30 años.
No me voy a ir porque unos desgraciados me quieran correr.
Los muchachos regresaron a Querétaro sin convencerla.
Rosa cerró el puesto durante cinco días.
Se quedó en el departamento mirando las paredes, sin prender la televisión, sin cocinar, sin llorar.
Solo pensaba.
Pensaba en los nueve disparos, en las siete balas que atravesaron el cuerpo de Armando, en cómo los sicarios se habían subido a sus motos y se habían ido como si nada, porque en Tepito matar a alguien era tan fácil como comprar tortillas.
El quinto día volvió a la fiscalía.
El mismo agente del Ministerio Público la recibió con fastidio, apenas disimulado.
Le informó que la investigación no había avanzado, no había testigos, no había evidencias.
Las motocicletas no tenían placas registradas.
Los casquillos levantados en la escena no coincidían con ninguna base de datos.
Señora, aquí todos son iguales.
No hay forma de saber quién fue.
Estos casos se quedan en el aire.
Rosa apretó los puños sobre su regazo.
Preguntó si no iban a hacer nada.
El agente se recargó en su silla y suspiró.
Mire, si quiere justicia, mejor rece.
Aquí no llega la ley y si alguien le dice que sí, le está mintiendo.
Rosa salió de la fiscalía con los ojos secos y la mandíbula apretada.
Caminó de regreso a Tepito sin prisa, esquivando baches y vendedores ambulantes.
Pasó frente al taller de Armando.
La cortina metálica estaba cerrada con candado.
El concreto todavía tenía manchas oscuras que nadie había lavado.
Alguien había dejado una veladora apagada junto a la puerta.
Diez días después del crimen, Rosa reabrió su puesto de tamales.
Llegó a las 6:30 de la mañana.
Como siempre, montó su estructura de metal, encendió el anafre, destapó la olla.
El vapor subió hacia el cielo gris de Tepito.
Los primeros clientes llegaron a las 7.
Albañiles con hambre, godines con prisa.
Compraron sus tamales, pagaron sus 15 pesos, se fueron.
A las 11 de la mañana llegó el chino, el cobrador de La Unión Tepito.
Era un tipo flaco de 29 años, con tatuajes en los brazos y una gorra de los Dodgers.
Se acercó al puesto con las manos en los bolsillos.
“Lamento lo de tu viejo, Rosita”, dijo sin mirarla a los ojos.
“Pero el negocio sigue, ya sabes.”
Rosa sacó 500 pesos de la caja de metal donde guardaba las monedas y se los entregó.
El chino contó los billetes, los dobló y los metió en su bolsillo trasero.
Luego señaló los tamales.
“Dame tres de rajas, tengo hambre.”
Rosa envolvió tres tamales en servilletas y se los dio.
El chino pagó con un billete de 100 pesos.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó.
Mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prestaban cambio cuando faltaban monedas.
Doña Licha había estado en el velorio de Armando.
Fue una de las 12 personas que se atrevió a cruzar la puerta.
Rosa la visitó al mediodía cuando el sol pegaba duro y los clientes escaseaban.
Compró un vaso de jugo de naranja que no tenía intención de beber.
Se quedó parada junto al puesto, removiendo el hielo con un popote.
“Licha, necesito saber quiénes fueron”, dijo en voz baja.
Doña Licha dejó de cortar naranjas y miró alrededor antes de responder.
“Rosa, mejor no preguntes, no te va a servir de nada.”
“Dime quiénes fueron.”
Doña Licha suspiró, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
“Fueron los chilangos, gente del Betito, sicarios nuevos. Andan cobrando plazas para el cartel.
Se confundieron de persona. Tu Armando no tenía nada que ver, pero su taller está en zona caliente.
Creyeron que trabajaba para la competencia.”
Rosa apretó el vaso de plástico hasta deformarlo.
“¿Cómo se llaman?”
“¿En serio? No. ¿Cómo se llaman?”
Doña Licha cerró los ojos un momento, luego dijo tres apodos.
“El flaco, el cholo, el Kevin se juntan en el billar de la Peralbillo en la calle Violeta.”
Pero escúchame bien, son gente pesada. Si preguntas de más, te van a…”
Rosa no la dejó terminar.
Le agradeció, dejó el jugo sin tocar y se fue.
Esa misma tarde caminó hasta un cibercafé en la Lagunilla.
Pagó 20 pesos por media hora de internet.
Se sentó frente a una computadora vieja que tardaba un siglo en cargar cada página.
Buscó en Google “risina toxina vegetal.”
Leyó artículos de Wikipedia, foros de jardinería, blogs de biología.
Imprimió cuatro páginas con información básica sobre la extracción de resina a partir de semillas de risino.
Pagó 3 pesos por cada impresión.
Dobló las hojas y las guardó en su bolsa.
Al día siguiente fue al mercado de Sonora en la colonia Merced.
Entró entre puestos de hierbas, veladoras y amuletos hasta encontrar un local que vendía semillas para jardinería.
Preguntó por semillas de risino.
El vendedor, un señor de unos 60 años con delantal verde, le mostró dos bolsas de 1 kg cada una.
“Son para plantas ornamentales, señora. Crecen bien en maceta, pero hay que tener cuidado porque son tóxicas.”
“Tóxicas. ¿Cómo?”
“Las semillas son venenosas. Si un niño se las come, se puede morir. Pero si solo las siembra, no pasa nada.”
Rosa compró las dos bolsas, pagó 180 pesos.
El vendedor las metió en una bolsa de plástico negro y se las entregó.
“Cuídelas del sol y la humedad”, le dijo.
Rosa asintió y se fue.
Durante las siguientes tres semanas, Rosa trabajó de noche en su cocina.
Cerraba las ventanas, corría las cortinas, ponía un trapo húmedo debajo de la puerta para que no saliera el olor.
Usaba guantes de látex que compraba en la farmacia del ahorro.
Seguía las instrucciones que había impreso, improvisando lo que no entendía.
Molía las semillas en un mortero de piedra hasta convertirlas en pasta.
Las mezclaba con agua, las dejaba reposar, filtraba el líquido con una manta de cielo, repetía el proceso varias veces hasta obtener un polvo blanquecino que guardaba en un frasco de vidrio pequeño.
No sabía si estaba haciendo las cosas bien.
No tenía forma de medir la pureza ni la concentración, pero recordaba lo que su profesora había dicho 30 años atrás.
La risina inhibía la síntesis de proteínas. Bastaban 2 mg por kilo de peso para matar a un adulto.
Para probar si funcionaba, Rosa mezcló una pizca del polvo con carne cruda.
Dejó la carne en la azotea del edificio, escondida detrás de un tinaco.
A la mañana siguiente encontró dos ratas muertas junto al plato.
No las tocó, las dejó ahí y regresó a su departamento.
Sabía que funcionaba.
Entonces sacó un cuaderno viejo de la escuela de sus hijos, arrancó las hojas usadas y empezó a escribir en las limpias.
Primero anotó los tres nombres que doña Licha le había dado: el flaco, el cholo, el Kevin.
Luego agregó otros nombres que conocía de memoria.
El chino, el cobrador que le había comprado tamales el día que reabrió el puesto.
El [__], el nuevo cobrador que había empezado a visitarla esa semana, más agresivo que el anterior.
Anotó direcciones aproximadas, horarios, rutinas, dónde comían, dónde dormían, con quién andaban.
Información que había reunido en años de vender tamales en Tepito, escuchando conversaciones, viendo quién entraba y salía de las vecindades.
También escribió su código, una regla que no iba a romper: solo los que estaban en la lista, solo los que cobraban derecho de piso o los que habían matado a Armando, nadie más.
Los clientes normales seguirían comiendo sus tamales sin peligro.
Ella no era una asesina indiscriminada, era alguien cobrando una deuda.
Para marcar los tamales especiales, Rosa compró hilo rojo en una mercería.
Cada tamal envenenado llevaría un pedazo de hilo atado en la punta de la hoja de maíz.
Un detalle invisible para cualquiera que no supiera qué buscar.
Rosa guardó el cuaderno en la alacena, detrás de las latas de frijoles.
Guardó el frasco con risina en el mismo lugar.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir.
Por primera vez en semanas durmió toda la noche.
El sábado 9 de noviembre de 2019, el chino llegó al puesto de Rosa a las 8:30 de la mañana.
Llevaba la misma gorra de los Dodgers y una sudadera gris con las mangas remangadas.
Traía prisa. “Dame dos de rajas, Rosita. Hoy vengo con hambre.”
Rosa ya tenía todo listo.
Había preparado tres tamales especiales esa madrugada con una dosis de 15 mg de risina mezclada en la masa.
Cada uno llevaba un pedazo de hilo rojo atado en la punta de la hoja, invisible entre los pliegues.
“Quédate con el cambio”, dijo mientras desenvolvía uno y le daba una mordida.
“Masticó despacio, satisfecho. Siguen igual de buenos, Rosita, no los haces diferentes.”
Se rió de su propio chiste y se alejó caminando, todavía comiendo.
Rosa lo vio irse, lo vio masticar su comida, lo vio reírse y en ese momento supo exactamente qué tenía que hacer.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó sentada en la mesa de la cocina con una taza de café que no se tomó, mirando el lugar donde Armando solía sentarse a cenar.
La silla estaba vacía, la seguiría estando por el resto de su vida.
Pero Rosa ya no pensaba en el vacío, pensaba en los hombres que lo habían creado.
Al día siguiente buscó a doña Licha, una vendedora de jugos de 68 años que tenía su puesto a tres cuadras de distancia.
Las dos se conocían desde hacía 20 años.
Compartían proveedores, se cuidaban los puestos cuando una tenía que ir al baño, se prest