El empleado que preparó el cuerpo de Carlo Acutis contó lo que sintió al vestirlo por última vez 🥚

El Empleado que Preparó el Cuerpo de Carlo Acutis: Una Historia de Transformación y Fe

 

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Mi nombre es Giovanni Rinaldi y hoy tengo 67 años.

Sin embargo, la historia que quiero contar comenzó una mañana de otoño en 2006.

En aquel entonces, llevaba más de 30 años trabajando en la misma funeraria en Monza, un edificio discreto y gris cerca del hospital San Gerardo.

Mi trabajo era simple y directo: preparar los cuerpos, lavarlos, vestirlos y arreglarlos.

Era una rutina, un conjunto de movimientos que mis manos conocían de memoria.

Las tragedias que pasaban por mi mesa eran solo eso: casos, fichas con nombres y causas de muerte.

Construí un muro alrededor de mi corazón, una barrera necesaria para no enloquecer.

La fe, Dios, la vida después de la muerte eran conceptos ajenos a mi mundo.

 

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Yo era eficiente, silencioso y, sobre todo, indiferente.

La muerte era solo el fin de una máquina, y mi trabajo era arreglar esa máquina para su última exhibición.

La mañana del 13 de octubre de 2006 no comenzó diferente a ninguna otra.

El aire de Monza estaba húmedo y frío, con el olor a hojas mojadas que anuncia el fin del año.

Llegué alrededor de las 7:30, como siempre, y el silencio de la funeraria me acogió.

Era un silencio lleno del zumbido constante de las cámaras de refrigeración, un sonido que se había convertido en la banda sonora de mi vida profesional.

Me cambié de zapatos, me puse mi delantal de material impermeable y me lavé las manos con jabón antiséptico.

Todo era un ritual mecánico.

Cuando el teléfono sonó a las 7:40, era del San Gerardo.

La voz del otro lado era protocolaria, sin emoción, como la mía.

Tenía un óbito para recoger.

 

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Tomé mi portapapeles y anoté los detalles.

Nombre: Carlo Acutis.

Edad: 15 años.

Causa de la muerte: leucemia promielocítica aguda.

Para mí, eran solo datos, información para rellenar formularios.

Un muchacho de 15 años, cáncer.

Era triste, claro, pero la tristeza era una emoción que archivaba antes de que pudiera formarse.

Colgué el teléfono y me dirigí a la sala de recepción.

Era solo un día más, un nombre más, un cuerpo más que necesitaba mi atención profesional y desapegada.

La sala de preparación era mi santuario de indiferencia, una habitación fría y revestida de azulejos blancos.

El olor a productos de limpieza y desinfectante era familiar.

Yo ya ni siquiera lo sentía.

Preparé mis instrumentos con precisión, esponjas, fluidos, pinzas, todo en su orden exacto.

La puerta se abrió y el cuerpo del muchacho, envuelto en un sudario blanco, fue colocado sobre la mesa.

Era un procedimiento estándar.

Agradecí a los camilleros que salieron en silencio y cerré la puerta.

Me quedé solo en la sala, como siempre preferí.

Miré el sudario.

Era de un tamaño menor de lo habitual, lo que siempre traía una punzada de incomodidad.

Rápidamente, mi mente profesional tomó el control.

 

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Era hora de empezar el trabajo.

Me puse mis guantes de látex y empecé a tirar de la cremallera del sudario.

El sonido que hizo fue el mismo de siempre, un ruido áspero y lento.

Pero mientras la cremallera bajaba y el plástico blanco se abría, sentí algo diferente en el aire.

Una quietud extraña, una suspensión.

Cuando el sudario se abrió por completo, vi su rostro y mi mundo se detuvo.

El rostro de Carlo Acutis no era la máscara de la muerte que yo conocía.

Había una luz que parecía emanar de dentro de él.

Su expresión era de una paz que jamás había presenciado.

No era la serenidad vacía de un cuerpo que dejó de luchar.

Era una paz plena, casi activa.

Mis manos comenzaron a temblar y sentí un sudor frío escurrirse por mi frente.

 

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Miré frenéticamente a mi alrededor, buscando un testigo, alguien que pudiera confirmar que no me estaba volviendo loco.

Pero estaba solo.

El único sonido era el zumbido eléctrico de los refrigeradores.

Yo, Giovanni Rinaldi, el hombre que miraba la muerte a los ojos todos los días, estaba con miedo.

No era miedo del cuerpo, sino miedo de lo que estaba sintiendo.

Era un miedo a lo inexplicable.

Mientras intentaba retomar el control, me di cuenta de que algo había cambiado en mí.

La muerte ya no era solo el fin.

Era un misterio, una transición.

Cuando finalmente cerré el sudario, sentí una punzada de tristeza.

Era como si estuviera sellando un secreto entre mí y aquel niño.

El resto de mi turno pasó como un borrón.

Mis colegas notaron un cambio en mí, pero no preguntaron.

La experiencia con Carlo me había transformado de maneras que no podía explicar.

Después de mi jubilación, el recuerdo de aquel día se hizo aún más nítido.

 

 

Comencé a frecuentar la parroquia de nuestro barrio, donde sentí que podía ofrecer consuelo a quienes lo necesitaban.

Mi vida se dividió en dos partes: antes y después de Carlo Acutis.

Y aunque el tiempo ha pasado, su luz sigue brillando en mi corazón.

Hoy, miro hacia atrás y veo que aquel niño me enseñó sobre la vida, la muerte y la esperanza.

La historia de Giovanni Rinaldi es un recordatorio de que incluso en los lugares más oscuros, la luz puede encontrar su camino.

Es un testimonio de cómo un encuentro puede cambiar una vida para siempre.

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