“Se Apagó el 10: James y una Despedida que Partió el Alma de un País Entero 💔🕊️”
Barranquilla siempre fue su casa.
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El lugar donde la Selección se hacía fuerte.
Donde cada gol tenía eco de gloria.
Y donde él —James, el 10, el niño prodigio de 2014— fue rey sin corona.
Pero este último partido fue distinto.
Desde que pisó el Metropolitano, algo se notaba en el aire.
La manera en que saludó.
Las pausas en su mirada.
Los abrazos más largos de lo habitual.
Era como si supiera que esta vez era la última.
Los hinchas, muchos sin saberlo del todo, también lo sintieron.

Lo aplaudieron con una mezcla de orgullo y nostalgia.
Porque James no es solo un jugador para Colombia.
Es un símbolo nacional, el protagonista del Mundial más recordado, el goleador de un país, el que nos hizo soñar con ser campeones del mundo.
Y ahora, con 33 años, su ciclo se cierra sin gloria… pero con respeto.
Durante el partido, jugó bien.
No brillante, pero bien.
Hizo lo que siempre hizo: pedir la pelota, buscar el pase imposible, levantar la cabeza con esa clase suya que nadie pudo imitar.
Pero algo estaba apagado.
No en su técnica, sino en su alma.
Cada toque parecía una despedida.
Cada pase, una carta de amor no enviada.
Al minuto 75, el técnico levantó el cartel de cambio.
El número 10 apareció en rojo.
James bajó la cabeza.
Caminó lento, muy lento, como si cada paso fuera una batalla interna.
Y al llegar al borde del campo, algo se rompió.
La tribuna entera se puso de pie.
No solo aplaudían: lloraban.
Muchos no sabían que ese momento era el adiós.
Otros, lo intuían, y por eso gritaban su nombre con una furia desesperada.
James no pudo contenerse.
Se llevó la mano al pecho.
Alzó el brazo.
Y mientras caminaba al banquillo, una lágrima rodó sin permiso.
Fue una lágrima distinta: no de tristeza común, sino de despedida inevitable.
Ya no era el chico que asombró al mundo en Brasil 2014.
Ya no era el llamado a liderar la Selección en cada ciclo.
Era un veterano marcado por lesiones, dudas, decisiones mal tomadas, y una generación que viene empujando desde abajo.
En el banquillo, sus compañeros lo abrazaron uno por uno.
Pero fue David Ospina, su cómplice de mil batallas, quien lo abrazó más fuerte, más largo.
Como quien ya ha visto caer a uno de los suyos.
Los demás lo respetaron.
No hubo muchas palabras.

Solo silencio.En rueda de prensa, el técnico fue evasivo.
No confirmó nada, pero tampoco negó.
“James sigue siendo parte del equipo, pero estamos en un proceso de renovación”.
Todos sabemos lo que eso significa.
James lo sabe.No necesita que se lo digan.
Esa noche, su nombre fue tendencia en todo el país.
Los videos del cambio, del aplauso, de la lágrima, inundaron las redes.
Los fans compartían sus momentos favoritos: el golazo a Uruguay, su celebración con los brazos abiertos, su sonrisa tímida al hablar de Colombia.
Pero sobre todo, compartían un sentimiento común: la sensación de pérdida.
Como cuando se va alguien de la familia.

Porque James no es un futbolista más.
Es parte de nuestra historia.
De nuestras emociones.
Nos hizo llorar, gritar, ilusionarnos.
Y ahora, nos hizo llorar otra vez…pero de otra manera.
Dicen que el fútbol no tiene memoria.
Que los ídolos pasan.
Que lo importante es el presente.
Pero esta vez, el país entero se detuvo.
Porque despedir a James no es solo cambiar un número en la camiseta.
Es cerrar un capítulo gigante.
Es aceptar que el tiempo pasó.
¿Volverá? Tal vez.
Tal vez en un partido de homenaje.
Tal vez con minutos sueltos en eliminatorias.
Pero la historia principal ya está escrita.
Y terminó en Barranquilla.
Con un aplauso, una lágrima, y un silencio que gritó más fuerte que el gol más hermoso.