Una activista española de la Flotilla Global Sumud ha sido encarcelada en Israel tras morder a una médica en la prisión de Ketziot, donde estaba detenida antes de ser deportada.

Todo comenzó como una travesía por la paz. Un grupo de activistas europeos, entre ellos varias caras conocidas del panorama político español, zarpó hacia Gaza con el propósito declarado de entregar ayuda humanitaria y denunciar el bloqueo israelí.
Pero lo que debía ser un símbolo de solidaridad internacional ha terminado convertido en un episodio digno de una crónica policial:
una activista española, de unos cincuenta años, ha sido encarcelada en Israel tras morder a una trabajadora médica dentro de la prisión de Ketziot, en pleno desierto del Néguev.
El suceso, tan absurdo como escandaloso, ha sacudido los titulares y ha reabierto el debate sobre la autenticidad del activismo que rodea a la llamada Flotilla Global Sumud, el grupo al que también pertenece Ada Colau, la exalcaldesa de Barcelona, y la polémica Hanan Alcalde, apodada “Barbie Gaza”.
La protagonista del incidente —cuya identidad no ha sido revelada oficialmente— se encontraba detenida desde la semana pasada tras ser interceptada junto a otros militantes rumbo a Gaza, cuando, según la policía israelí, agredió con una mordida en la mano izquierda a una médica de la prisión.
El ataque ocurrió la noche del domingo. La activista iba a ser deportada esa misma jornada, pero, en un momento de tensión durante un control médico previo al traslado, se abalanzó sobre la funcionaria sanitaria y le hincó los dientes, provocándole lesiones leves.
“¡No me toques!”, habría gritado, según testigos.
La médica trató de apartarse, pero la española, visiblemente alterada, tuvo que ser reducida por los guardias antes de ser conducida a una celda de aislamiento.
A las pocas horas, la Policía israelí confirmaba la prórroga de su detención hasta el miércoles, mientras la víctima era atendida en un centro sanitario cercano.
El caso, más allá de la agresión en sí, ha detonado una nueva guerra mediática entre quienes acusan a Israel de abusos y quienes ven en este tipo de incidentes la verdadera cara de los llamados “activistas por la paz”.

El Ministerio de Exteriores israelí ha sido contundente.
En un comunicado, el portavoz declaró que “el comportamiento violento de esta ciudadana española demuestra lo que realmente son muchos de estos autodenominados defensores de los derechos humanos: agitadores disfrazados de pacifistas”.
La frase, replicada en los informativos israelíes, no tardó en viralizarse.
Para muchos, la escena de una activista mordiendo a una médica es la metáfora perfecta del colapso moral de un movimiento que parece más centrado en provocar titulares que en salvar vidas.
Desde el entorno de la flotilla, en cambio, reina el silencio. Ada Colau ha evitado pronunciarse, mientras que Hanan Alcalde, la “Barbie Gaza”, ha compartido en redes sociales un escueto mensaje: “No nos callarán”.
Sin embargo, ni siquiera entre los simpatizantes del movimiento hay unanimidad. Algunos justifican la reacción de la española alegando “estrés psicológico y trato degradante”, mientras otros temen que este episodio destruya la poca credibilidad que aún conservaban.
Lo cierto es que el relato heroico de la flotilla ya venía tambaleándose desde su partida. Según el informe oficial de la Armada israelí, los barcos fueron interceptados a unas 70 millas de la costa de Gaza sin rastro de una verdadera carga humanitaria.
Apenas unas cajas con leche maternizada, algo de material simbólico y una gran cantidad de cámaras, micrófonos y militantes decididos a grabar su propio “acto de resistencia”.
Israel ha descrito la travesía como una “provocación perfectamente calculada”, diseñada para captar atención mediática y alimentar la narrativa de opresión.
En este contexto, la mordida de Ketziot ha sido interpretada como la confirmación de todo lo que Israel venía denunciando: que la flotilla no era una misión solidaria, sino un teatro político con actores dispuestos a cualquier exceso.
La imagen de la activista esposada, siendo llevada a interrogatorio en Segev Shalom, ha recorrido los noticiarios con un peso simbólico devastador.

Mientras tanto, en España, el debate político ha estallado. Los partidos de izquierda han optado por la cautela, insistiendo en la necesidad de “investigar el trato recibido por los activistas”, aunque sin defender directamente la agresión.
En la derecha, las reacciones han sido mucho más duras. “Esto no es ayuda humanitaria, es un circo ideológico”, escribió un diputado madrileño en redes sociales.
Otro añadía con sarcasmo: “De pacifismo, solo tienen el eslogan. Han pasado de abrazar pancartas a morder médicos”.
Las redes, como siempre, han hecho el resto. En cuestión de horas, los hashtags #MordiscoSolidario y #FlotillaDeCirco se convirtieron en tendencia.
Entre los comentarios, proliferan los memes: fotos de vampiros con chalecos humanitarios, imágenes de colmillos acompañadas por la bandera de la flotilla, y montajes en los que la activista aparece convertida en una especie de caricatura furiosa con el lema “Paz con los dientes”.
Pero más allá del humor, el episodio plantea una pregunta incómoda: ¿dónde termina el activismo y empieza la radicalización?
En la era de las redes sociales, donde cada gesto puede convertirse en viral, el límite entre la protesta legítima y la provocación calculada parece desdibujarse peligrosamente.
Israel, por su parte, no parece dispuesto a ofrecer concesiones. El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, ha reiterado que “quien apoya al terrorismo merece las condiciones de un terrorista”.
Sus palabras, duras pero inequívocas, dejan claro que la actitud hacia los detenidos de la flotilla será firme. “No estamos hablando de víctimas, sino de agitadores profesionales”, ha dicho.

La activista española, que soñaba con volver a su país como símbolo de resistencia, se enfrenta ahora a un panorama muy distinto: una posible acusación por agresión, la deportación bajo vigilancia y la pérdida total de credibilidad ante la opinión pública.
Lo que debía ser una misión altruista ha acabado como una historia de frustración, nervios desbordados y un mordisco que pasará a la historia del activismo como uno de sus capítulos más bochornosos.
Y quizá lo más trágico de todo sea el daño que este tipo de incidentes provoca en las causas que dicen defender.
Cada vez que un activista convierte una protesta en espectáculo o una reivindicación en agresión, los verdaderos esfuerzos por la paz y la ayuda humanitaria se ven manchados por la sombra del sensacionalismo.
En los pasillos del tribunal de Beersheba, donde se decidirá su futuro inmediato, la activista guarda silencio.
Dicen que no ha querido declarar, que se muestra nerviosa y abatida. Nadie sabe si comprende la magnitud de lo ocurrido. Afuera, los fotógrafos esperan el momento de su salida, mientras los titulares ya la han condenado como la mujer que mordió la solidaridad.
El episodio quedará como una lección amarga en la historia reciente del activismo europeo: cuando la causa se convierte en espectáculo, la línea entre la justicia y el ridículo se borra en un solo instante… o con un solo mordisco.