Cincuenta años después de la Marcha Verde, los últimos soldados españoles recuerdan con emoción y tristeza la retirada del Sáhara Occidental y el sentimiento de abandono que marcó aquel momento histórico.

Han pasado cincuenta años desde que España abandonó el Sáhara Occidental, su entonces 53ª provincia, y aún hoy los recuerdos siguen vivos en la mente de quienes protagonizaron aquel episodio.
La llamada Marcha Verde, organizada por Marruecos en noviembre de 1975, no solo marcó el fin de una era colonial, sino también el inicio de una herida que todavía no ha cicatrizado del todo.
Para muchos de los soldados españoles que sirvieron en aquel territorio inhóspito y desértico, aquel noviembre quedó grabado como un mes de incertidumbre, silencio y despedidas que dolieron más que cualquier batalla.
“Ni en mil vidas podría olvidar cómo nos fuimos de allí”, confiesa con voz temblorosa Antonio Martín, hoy un hombre de 74 años que entonces era un joven cabo destinado en El Aaiún. Su mirada, aunque cansada, se ilumina al recordar los días previos a la retirada.
“Sabíamos que algo grande se avecinaba, pero nadie nos decía nada. Solo órdenes de esperar, de mantener la calma, de no entrar en provocaciones. Mientras tanto, veíamos cómo miles de personas cruzaban la frontera agitando banderas y rezando”.
La Marcha Verde fue una operación tan política como simbólica. Decenas de miles de civiles marroquíes, convocados por el rey Hassan II, marcharon hacia el Sáhara con la intención de ocupar el territorio y forzar la salida española.
En Madrid, Franco agonizaba. El país entero vivía un momento de transición incierta, y el gobierno de entonces optó por evitar el enfrentamiento.
“Nos prohibieron responder, aunque nos lanzaran piedras o nos insultaran. Teníamos que mantener la calma porque una bala disparada podía cambiar la historia”, recuerda Martín con un suspiro.

Los últimos días fueron un caos silencioso. Las tropas españolas recibieron la orden de replegarse hacia la costa mientras se preparaban los acuerdos de Madrid, que entregaron la administración del Sáhara a Marruecos y Mauritania.
“Recogimos nuestras cosas con un nudo en la garganta. Muchos saharauis que habían trabajado con nosotros lloraban. Sabían que se quedaban solos, que su suerte estaba echada”,
relata con tristeza Luis Ortega, otro exmilitar que formó parte de la guarnición de Villa Cisneros.
“Nunca olvidaré cómo nos despedimos de ellos. Nos abrazaban, nos pedían que no nos fuéramos. Fue terrible”.
La sensación de abandono fue compartida por todos. Muchos soldados no entendían cómo, después de años de presencia española y de promesas de un referéndum de autodeterminación, el territorio se entregaba sin resistencia.
“Era una orden imposible de digerir. Nos habíamos criado con la idea de que el Sáhara era España, que aquellos hombres y mujeres eran tan españoles como nosotros.
Y de repente, en cuestión de días, todo se vino abajo”, comenta Ortega mientras sostiene una vieja fotografía en blanco y negro donde se le ve de uniforme, bajo un sol cegador y con la arena del desierto a su alrededor.
El último convoy militar salió de El Aaiún el 12 de diciembre de 1975. El viento arrastraba la arena sobre los vehículos mientras el horizonte se teñía de un color rojizo.
“El silencio era absoluto. Solo se escuchaba el motor de los camiones y algún sollozo. Sentíamos que dejábamos algo nuestro allí, como si una parte de España se quedara enterrada bajo aquellas dunas”,
recuerda emocionado Manuel Ramírez, uno de los últimos soldados en embarcar rumbo a Canarias.
“No sabíamos si estábamos haciendo lo correcto o no. Solo cumplíamos órdenes. Pero fue un adiós muy amargo”.

A medio siglo de distancia, aquellos protagonistas contemplan con mezcla de nostalgia y desencanto lo que quedó del Sáhara.
El conflicto, lejos de resolverse, sigue congelado en una larga disputa entre Marruecos y el Frente Polisario, mientras la población saharaui vive dividida entre los campamentos de refugiados y el territorio ocupado.
“Nos prometieron que todo se arreglaría pronto, que habría una solución justa. Pero aquí estamos, cincuenta años después, viendo cómo el tiempo ha pasado sin justicia ni paz”, lamenta Ramírez.
El testimonio de estos veteranos es también una mirada hacia una España que cambiaba de piel.
Mientras ellos se retiraban del Sáhara, en Madrid el general Franco agonizaba y el país se preparaba para la Transición. “Nadie hablaba del Sáhara cuando volvimos. Éramos los soldados de una guerra que nunca fue guerra.
Nos mandaron a casa sin explicaciones, sin homenajes, sin reconocimientos”, dice Martín con amargura. “Ni siquiera nos dieron tiempo a entender lo que habíamos vivido. Nos dijeron que calláramos, que lo olvidáramos. Pero yo no puedo”.
En los años posteriores, algunos de ellos mantuvieron contacto con antiguos saharauis que habían servido junto al ejército español. Muchos acabaron en los campamentos de Tinduf, en Argelia.
“Nos escribíamos cartas cuando se podía. Ellos me contaban que seguían soñando con volver a su tierra. Yo solo podía responderles que lo sentía, que nosotros también les echábamos de menos”, recuerda Ortega con los ojos vidriosos.
“A veces pienso que les fallamos, aunque no tuviéramos otra opción”.

El desierto, dicen, no perdona el olvido. Las imágenes del polvo levantado por los camiones españoles al partir se quedaron grabadas en sus memorias como una herida abierta. “He soñado muchas noches con aquel atardecer.
Veía cómo el sol caía sobre el campamento, y yo sabía que era la última vez que vería ese cielo”, confiesa Ramírez. “El Sáhara no era solo arena. Era una parte de nuestras vidas. Y nos lo arrancaron de golpe”.
Hoy, cinco décadas después, España sigue ligada al Sáhara por una cadena invisible de historia, promesas incumplidas y memorias compartidas. Los viejos soldados, ya ancianos, saben que su tiempo se agota, pero insisten en que lo vivido no puede borrarse.
“Ojalá algún día alguien escuche nuestra historia sin miedo, sin política, solo como lo que fue: el final de una lealtad, el principio de un olvido”, dice Martín mientras aprieta el bastón con fuerza.
Quizá por eso, cada aniversario de la Marcha Verde, vuelve el mismo sentimiento. No es nostalgia, dicen, sino una mezcla de orgullo y tristeza.
Orgullo por haber servido, tristeza por cómo terminó todo. “Nos fuimos con la cabeza alta, pero con el corazón roto. Y eso, ni en mil vidas, se olvida”.
