El Tribunal Europeo de Derechos Humanos avala la actuación de la justicia española y desestima las denuncias de los líderes del ‘procés’, debilitando el relato de represión defendido por el independentismo.

Durante años, el independentismo catalán cultivó una idea poderosa: que la justicia española había actuado movida por la represión y que tarde o temprano Europa pondría las cosas en su sitio.
Estrasburgo, decían, era el refugio de la verdad y el contrapeso moral que desharía los errores de Madrid. Pero la sentencia conocida esta semana ha hecho estallar esa narrativa como un globo demasiado inflado.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha dictaminado que España no violó los derechos políticos ni las libertades fundamentales de los líderes independentistas encarcelados tras el referéndum del 1 de octubre de 2017.
Un revés judicial que, más allá del plano jurídico, tiene un profundo calado político y simbólico.
La resolución llega en un momento especialmente delicado: justo cuando la Ley de Amnistía sigue generando tensiones dentro y fuera del
país, y cuando el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se prepara para emitir sus primeras conclusiones sobre su compatibilidad con el Derecho comunitario.
En este tablero tan tenso, el fallo de Estrasburgo ha supuesto un auténtico golpe de realidad para quienes habían depositado en Europa la esperanza de una reparación histórica.

“Respetamos la sentencia, pero no la compartimos”, afirmó Jordi Turull desde el Parlament, con gesto sereno pero evidente decepción. “Sigo convencido de que nuestro encarcelamiento fue político, no judicial.
No lo olvido, ni lo aceptaré como normalidad democrática”. Las palabras del exconseller resumen el sentimiento general de un movimiento que se ha visto obligado a reajustar su discurso.
Porque el TEDH no solo ha desestimado los recursos de Turull, Oriol Junqueras y Jordi Sànchez, sino que lo ha hecho avalando la actuación del Tribunal Supremo español y reconociendo la proporcionalidad de las medidas adoptadas en 2017.
Para el independentismo, que había construido buena parte de su legitimidad internacional sobre la promesa de una “corrección europea”, la noticia ha caído como un jarro de agua fría.
“Estrasburgo nos ha cerrado una puerta que creíamos abierta”, admitía con resignación una dirigente de Esquerra Republicana tras conocer el fallo. “Pero eso no significa que abandonemos la lucha. Europa es más grande que un tribunal”.

La sentencia no solo frena el discurso victimista que había sostenido el relato independentista, sino que también refuerza la posición del Estado español ante la comunidad internacional.
El TEDH, en su fallo, considera que la prisión preventiva de los líderes del ‘procés’ no vulneró su derecho a participar en la vida política, ni supuso una restricción arbitraria de la libertad de expresión.
Al contrario, el tribunal europeo entiende que el contexto de 2017 —marcado por una tensión institucional extrema y un desafío directo al orden constitucional— justificaba la adopción de medidas excepcionales para preservar el orden público y la integridad del Estado.
El fallo, que en otro tiempo habría pasado por una mera resolución técnica, se ha convertido en un terremoto político.
Los mismos dirigentes que durante años denunciaron una “persecución judicial” ahora deben enfrentarse a un pronunciamiento europeo que avala las decisiones de la justicia española.
“Si no me hubiera presentado al debate de investidura, probablemente todo habría sido distinto”, reflexionó Turull ante los periodistas, en una mezcla de autocrítica y reafirmación.
“Pero volvería a hacerlo. Porque lo que hicimos fue un acto político, y el derecho a decidir nunca se negocia”.
Mientras tanto, el Gobierno español ha recibido la sentencia con discreta satisfacción. En La Moncloa, se interpreta como un respaldo implícito al funcionamiento de las instituciones judiciales y una señal de confianza en el Estado de derecho.
Sin embargo, las reacciones públicas han sido prudentes, conscientes de que cualquier gesto de euforia podría ser utilizado por el independentismo para reactivar su narrativa de confrontación.

Desde Junts per Catalunya, el tono fue distinto. Turull, pese a su respeto formal por la resolución, insistió en que el TEDH ha “adornado con lenguaje jurídico lo que fue una decisión política”.
Y añadió: “No tengo ninguna duda de que si en aquel momento no hubiera intentado ser investido president, las cosas habrían ido por otro camino.
Pero el Gobierno español ya había decidido que ninguno de nosotros seguiría en política”. Sus palabras resonaron en los pasillos del Parlament como una mezcla de desafío y nostalgia.
Esquerra Republicana, por su parte, prefirió mantener un perfil más institucional. En un comunicado, recordó que la batalla jurídica internacional “sigue abierta” y que la defensa de los derechos políticos de los independentistas “no termina en Estrasburgo”.
ERC subrayó que otros organismos, como el Comité de Derechos Humanos de la ONU, sí han reconocido en ocasiones la existencia de vulneraciones. “Seguimos defendiendo nuestros derechos en todos los frentes posibles”, concluye el texto.
La sentencia llega, además, apenas unos meses después de otro revés: el informe de la Comisión Europea remitido al TJUE en junio, que cuestionaba el verdadero propósito de la Ley de Amnistía impulsada por el Gobierno de Pedro Sánchez.
Según ese documento, la norma “no parece responder a un objetivo de interés general reconocido por la Unión Europea”, una observación que ya hizo saltar las alarmas tanto en Bruselas como en Madrid.
Ahora, con el fallo de Estrasburgo en la mano, la percepción europea sobre el conflicto catalán se inclina definitivamente hacia la tesis de que el problema fue, ante todo, político, pero resuelto dentro de los márgenes del Estado de derecho.

Este cambio de perspectiva no es menor. Durante años, los líderes del ‘procés’ invocaron el apoyo de la comunidad internacional para legitimar su causa. En mítines, entrevistas y conferencias, se repetía la idea de que “Europa nos dará la razón”.
Hoy, esa frase se ha convertido en un eco incómodo. “Europa nos ha dado una lección”, reconocía off the record un asesor del entorno independentista. “Nos ha demostrado que no todo lo que creemos justo tiene encaje jurídico”.
El fallo del TEDH también tiene implicaciones internas. En Cataluña, reabre el debate sobre la estrategia del independentismo y la necesidad de redefinir su hoja de ruta.
Los sectores más pragmáticos, especialmente dentro de ERC, defienden que ha llegado el momento de apostar por la vía política, fortaleciendo el autogobierno y negociando dentro del marco institucional.
Otros, en cambio, insisten en mantener viva la confrontación y rechazan cualquier interpretación que implique “rendición”.
“Nosotros persistiremos”, repitió Turull. “Porque la historia no se detiene en una sentencia”. Su tono era desafiante, pero la escena tenía un aire de derrota contenida.
Quizás por primera vez desde 2017, los líderes del movimiento se enfrentan a la evidencia de que Europa no será el árbitro benevolente que esperaban.
Para muchos ciudadanos, tanto en Cataluña como en el resto de España, la resolución de Estrasburgo supone un cierre simbólico de un ciclo.
No porque resuelva todas las heridas del ‘procés’, sino porque devuelve el conflicto a su lugar natural: el terreno de la política, no el de los tribunales.
La idea de que el independentismo encontraría justicia fuera de España se desvanece ante una realidad más compleja, en la que los argumentos jurídicos se imponen al discurso emocional.

A medida que se acerca el 13 de noviembre —fecha en la que el Abogado General del TJUE hará públicas sus conclusiones sobre la Ley de Amnistía—, las miradas vuelven a dirigirse a Europa.
Pero esta vez con menos esperanza y más cautela. Estrasburgo ha hablado, y su voz ha sido clara: España actuó dentro de la legalidad y del respeto a los derechos fundamentales.
Quizás el mayor impacto de esta sentencia no sea jurídico, sino psicológico. Porque obliga al independentismo a reexaminar sus certezas y al resto de España a reflexionar sobre su madurez democrática.
En el fondo, lo que Estrasburgo ha recordado a todos es que la justicia europea no está al servicio de causas políticas, sino de principios universales. Y esa, para bien o para mal, es una lección que resuena mucho más allá del procés.
El eco de esa lección se escucha hoy en los pasillos del Parlament, en los cafés de Barcelona y en los despachos de Bruselas. “Europa no nos ha dado la razón”, confiesa con un suspiro un militante de Junts, “pero quizá nos ha dado una oportunidad para repensarnos”.
Una oportunidad, al fin y al cabo, para salir del bucle del agravio y volver a hablar de política, no de mártires ni de enemigos. Porque, como bien saben los jueces de Estrasburgo, el derecho a disentir no se juzga: se ejerce.