El grupo islamista se compromete a entregar a los secuestrados, tanto vivos como muertos, y a un gobierno independiente de tecnócratas palestinos, pero pide consensuar los detalles del acuerdo y no habla de su desarme

En un movimiento que nadie vio venir, Hamás ha sorprendido al mundo aceptando la propuesta de Donald Trump para liberar a los rehenes israelíes y poner fin a la devastadora guerra en Gaza.
Lo que parecía imposible —un acuerdo entre el grupo islamista y el expresidente estadounidense— podría convertirse en el punto de inflexión más impactante del conflicto en la última década.
Pero detrás de los comunicados y las promesas hay un mar de dudas, negociaciones secretas y un tablero político que se sacude con cada palabra.
Trump, siempre amante del espectáculo y del protagonismo internacional, habría presentado un plan “directo y pragmático” que busca detener los bombardeos, garantizar la entrega de los rehenes —vivos o muertos— y abrir la puerta a un gobierno palestino de tecnócratas independientes.
Según la versión difundida, Hamás habría aceptado la propuesta “en principio”, aunque exige ajustar los detalles y, sobre todo, evita pronunciar la palabra que todos esperaban escuchar: **desarme**.
La noticia cayó como una bomba diplomática. En cuestión de horas, las cancillerías del mundo se vieron obligadas a reaccionar ante un escenario impensable.
Desde Jerusalén hasta Washington, las preguntas se multiplican: ¿ha cambiado realmente Hamás? ¿Qué papel juega Trump en esta aparente “paz histórica”? Y lo más inquietante: ¿es esto el principio del fin del conflicto o simplemente un capítulo más de una larga partida política?

En el corazón del anuncio hay una mezcla de esperanza y sospecha. “Queremos un nuevo comienzo, un futuro sin guerra”, habría dicho un portavoz del grupo islamista, palabras que resonaron tanto en los pasillos del poder como en los refugios de Gaza.
Pero muchos temen que el gesto sea solo una jugada táctica, una maniobra de supervivencia ante la presión internacional y la crisis humanitaria que ha llevado a Gaza al borde del colapso.
Mientras tanto, Trump —quien no ha ocultado su ambición de volver a la Casa Blanca— se presenta como el “único capaz” de lograr lo que nadie antes consiguió: sentar en la misma mesa a israelíes y palestinos sin mediadores tradicionales.
“La paz no llega con discursos, llega con decisiones valientes”, habría declarado en un tono que mezcla arrogancia y desafío, muy al estilo del magnate neoyorquino.
Sin embargo, en Israel, la noticia ha generado una mezcla explosiva de escepticismo y alivio. Las familias de los rehenes, que llevan meses clamando por una solución, han recibido la noticia con cautela.
“Si es verdad que los liberan, será el día más feliz de nuestras vidas”, dijo entre lágrimas una madre que lleva más de 300 días esperando el regreso de su hijo.
Pero las autoridades israelíes, fieles a su prudencia, han advertido que “nada está cerrado” y que Hamás ha roto promesas antes.

El punto más polémico del acuerdo es, sin duda, el desarme. Hamás no ha aceptado de manera explícita entregar su arsenal ni desmantelar su estructura militar.
Su compromiso se limita a una “pausa indefinida” en los combates y a la entrega total de los rehenes, incluidos los fallecidos, en un gesto que busca mostrar buena fe.
Pero en Jerusalén muchos interpretan este silencio como una trampa. “Sin desarme, no hay paz verdadera”, comentan fuentes cercanas al gobierno israelí, que teme que Hamás utilice el alto el fuego para rearmarse y reorganizarse.
El plan de Trump contempla además la creación de un **gobierno palestino de tecnócratas**, una fórmula que excluye a las facciones políticas tradicionales y busca “garantizar la neutralidad” en la gestión de Gaza.
Este gobierno, según el borrador, estaría compuesto por economistas, médicos e ingenieros con perfil independiente, bajo la supervisión temporal de observadores internacionales.
La idea, en teoría, es poner fin a la corrupción y al caos interno que ha paralizado la reconstrucción del enclave desde hace años.
Pero, ¿es viable un gobierno así en un territorio dividido, herido y desconfiado? Los analistas más críticos advierten que sin reconciliación entre Hamás y Fatah —la autoridad palestina reconocida internacionalmente— cualquier intento de tecnocracia será solo una fachada.
“No basta con cambiar las caras; hay que cambiar las dinámicas de poder”, señalan desde Ramala.

En medio de este laberinto diplomático, las potencias internacionales observan con una mezcla de cautela y optimismo.
Estados Unidos ha evitado confirmar oficialmente el papel directo de Trump en las negociaciones, aunque todos los focos apuntan a su equipo de asesores, que habría mantenido contactos discretos con mediadores de Qatar y Egipto.
Por su parte, la Unión Europea celebra el “primer paso hacia la paz”, mientras Rusia e Irán miran con suspicacia el protagonismo estadounidense en un terreno donde ambos han intentado ganar influencia.
La reacción en Gaza ha sido desigual. Algunos celebran el anuncio como un respiro necesario tras meses de bombardeos, apagones y escasez de alimentos.
Otros, en cambio, temen que se trate de una maniobra para legitimar la figura de Trump y reforzar el bloqueo israelí bajo un nuevo nombre. En las calles, entre el polvo y la desesperanza, la pregunta que se repite es simple: ¿será real esta vez?
El simbolismo del acuerdo no pasa desapercibido.
Que un expresidente estadounidense —polarizador, controvertido y expulsado del poder hace apenas unos años— consiga lo que líderes de medio mundo no lograron en décadas sería, sin duda, un golpe maestro de narrativa política.
Trump lo sabe. Su posible retorno a la escena internacional con un acuerdo de paz en Oriente Medio podría redefinir no solo su legado, sino también el equilibrio geopolítico global.

“Todo el mundo habla de paz, pero nadie la firma”, habría dicho con su habitual tono teatral durante una aparición en Miami. “Yo no hablo, yo firmo”. Palabras que, fieles a su estilo, mezclan provocación con promesa.
En Jerusalén, sin embargo, las autoridades se preparan para una nueva ronda de tensas negociaciones. La liberación de los rehenes podría producirse en fases, bajo supervisión internacional y con intercambio de prisioneros palestinos.
Fuentes locales apuntan a que Israel estaría dispuesto a aceptar un alto el fuego de 60 días, siempre que Hamás cumpla cada punto del acuerdo. Pero nadie se atreve a apostar por un cumplimiento total.
El ambiente político en Israel también es volátil. Mientras el primer ministro trata de mantener el control, los partidos más duros acusan al gobierno de “ceder ante el terrorismo” y de “dar oxígeno” a un enemigo que, según ellos, solo entiende el lenguaje de la fuerza.
La oposición, en cambio, exige un enfoque pragmático y recuerda que “cada rehén liberado vale más que mil discursos”.
Entre las ruinas de Gaza y las salas de poder de Tel Aviv, el anuncio de Hamás y la mediación de Trump abren una nueva etapa cargada de incertidumbre.
Los optimistas hablan de un punto de inflexión; los escépticos, de un espejismo. La historia reciente enseña que en Oriente Medio cada esperanza suele ir acompañada de una desilusión.
Aun así, el simple hecho de que Hamás haya pronunciado la palabra “aceptar” ya marca un cambio en el tono de la guerra. Por primera vez en meses, la palabra **paz** vuelve a sonar en los titulares.
Y aunque nadie sabe si el acuerdo prosperará o se hundirá en el pantano de los intereses cruzados, una cosa es segura: el mundo entero está mirando, conteniendo la respiración, esperando saber si este inesperado giro será el comienzo de algo nuevo… o solo otro espejismo en el desierto.
