María Jesús Montero, ministra de Hacienda y vicepresidenta primera del Gobierno, lleva siete años en el cargo y solo ha presentado tres presupuestos, dejando tres ejercicios consecutivos sin cuentas nuevas.

María Jesús Montero parece vivir en una paradoja política. Llegó a Madrid con fama de ser una negociadora incansable, una mujer de convicciones firmes y verbo afilado, capaz de doblegar voluntades en los pasillos del Parlamento andaluz.
Pero el tiempo —ese enemigo silencioso que todo lo revela— ha terminado por poner a prueba su reputación.
Siete años al frente de Hacienda, tres presupuestos aprobados y tres ejercicios consecutivos sin presentar cuentas. La aritmética es implacable.
Detrás de esa sonrisa calculada y del acento sevillano que tantas veces dulcifica sus mensajes, se esconde el retrato de una ministra atrapada entre las exigencias de su partido, los caprichos del Congreso y su propia ambición política.
Cuando Pedro Sánchez la nombró ministra de Hacienda en 2018, lo hizo confiando en su reputación de negociadora dura.
Venía de los tiempos en que, desde la Consejería de Hacienda andaluza, resistía los embates de Ciudadanos y se fajaba con Juan Marín a base de informes, números y argumentos.
Su objetivo entonces era mantener a flote un Gobierno socialista debilitado, y lo consiguió. Pero a un precio: tuvo que tragarse el sapo de rebajar el Impuesto de Sucesiones, una medida que ella misma había defendido como intocable.
Esa capacidad de ceder sin parecer derrotada fue lo que sedujo a Sánchez. Y así, en plena efervescencia de la moción de censura contra Rajoy, Montero aterrizó en el Consejo de Ministros.

Desde entonces, su carrera ha sido un equilibrio constante entre el poder y la paciencia. Fue la mujer que supo negociar los presupuestos de 2021, 2022 y 2023 en plena coalición con Podemos, un escenario político que parecía un campo minado.
Pero después de ese trienio de éxito, el silencio. Tres años sin presentar unas cuentas nuevas. Ni una sola ley de presupuestos sobre la mesa. Y lo más grave: sin horizonte claro.
En los pasillos del Congreso, los murmullos son cada vez más evidentes. “Está bloqueada, no se atreve a asumir una derrota”, se escucha entre diputados socialistas que ya dan por perdido el año. No es solo una cuestión de votos, sino de tiempo político.
Montero, hoy también vicepresidenta primera del Gobierno y líder del PSOE andaluz, se enfrenta a una ecuación imposible:
ser la cara amable de la disciplina económica, la defensora de la ortodoxia presupuestaria y, al mismo tiempo, la candidata que aspira a recuperar Andalucía en 2026. Es demasiado peso para un solo despacho.
La Constitución, en su artículo 134, es clara: el Gobierno debe presentar los Presupuestos Generales del Estado “al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Pero el plazo ya ha caducado, y la ministra, entre evasivas, promete que “ajusta los últimos números”.
Hace una semana, en un encuentro con periodistas, Montero volvió a recurrir a su frase talismán: “Me voy a dejar la piel”. La pronunció con esa mezcla de firmeza y teatralidad que la caracteriza.
Pero ni siquiera sus gestos de seguridad lograron disimular el retraso. El techo de gasto, la antesala del presupuesto, aún no ha llegado al Consejo de Ministros.

El problema no es técnico, sino político. Para aprobar unas cuentas, Montero necesita el apoyo de un Parlamento más fragmentado que nunca.
A su izquierda, Sumar se desangra en disputas internas. A su derecha, Junts se ha convertido en un socio imprevisible que negocia cada voto como si fuera un referéndum.
El Gobierno depende de una suma inestable de voluntades que se compran y se pierden con la misma facilidad. “Esto no es negociar, es mendigar apoyos”, comentó en privado un alto cargo del PSOE, frustrado con la lentitud de Hacienda.
La ministra, sin embargo, no pierde la compostura. A quienes la conocen de cerca no les sorprende. Siempre ha sabido moverse en la incomodidad, sosteniendo la calma mientras todo a su alrededor se tambalea.
Pero su paciencia empieza a tener un coste. La parálisis presupuestaria ha dejado al Ejecutivo sin capacidad para impulsar nuevos proyectos, y los fondos aprobados hace años se están agotando. Las cuentas prorrogadas ya ni siquiera reflejan la realidad económica del país.
“Si el presidente no puede aprobar unos Presupuestos, debe convocar elecciones”, dijo la pasada semana Jorge Pueyo, de Chunta Aragonesista.
Una frase que resonó como un eco incómodo en el hemiciclo. No fue una amenaza, sino un recordatorio: la política no se alimenta de promesas, sino de resultados. Y en ese terreno, Montero ha pasado de ser la ministra más activa a convertirse en la más inmóvil.

Su entorno insiste en que aún hay margen. Que el proyecto está “prácticamente cerrado” y que solo faltan “ajustes técnicos”. Pero nadie se atreve a dar una fecha. Dentro del Gobierno, algunos ministros empiezan a perder la paciencia.
Otros, más cautos, prefieren no levantar el tono: saben que la caída de Montero sería también una herida directa para Sánchez. Ella no es una ministra más; es uno de los pilares de su estructura política, su puente con el PSOE andaluz, su aliada de confianza.
En privado, Montero mantiene el optimismo. “No podemos dar por hecho que no haya Presupuestos”, dijo en abril, intentando mantener viva una esperanza que cada vez parece más lejana.
En público, conserva el discurso de la resiliencia. Pero las matemáticas no mienten: tres presupuestos en siete años y tres ejercicios seguidos sin cumplir el mandato constitucional.
Un récord poco envidiable para quien un día fue el “bicharraco” del PSOE andaluz, esa política de verbo encendido que podía discutir durante horas sin levantar la voz.
Hoy, María Jesús Montero parece enfrentarse a su prueba definitiva. No se trata solo de aprobar unas cuentas, sino de recuperar la credibilidad perdida.
Su carrera, que comenzó entre los aplausos del Congreso y las promesas de estabilidad, se asoma ahora a un terreno incierto. Tal vez aún consiga salir del laberinto.
Pero si no lo hace pronto, su nombre quedará unido para siempre a una frase que nadie en política quiere escuchar: la ministra que dejó pasar el tiempo.
