Ha fallecido a los 75 años en un hospital de Madrid tras pasar semanas ingresado

Madrid despide a una de las figuras más controvertidas del mundo judicial y mediático. Emilio Rodríguez Menéndez, conocido durante décadas como “el abogado del diablo”, ha fallecido a los 75 años en un hospital madrileño tras permanecer ingresado varias semanas.
Su muerte pone punto final a una vida marcada por el éxito, la provocación, los escándalos y un sinfín de titulares que hicieron de su nombre un sinónimo de controversia.
La noticia de su fallecimiento ha corrido como la pólvora entre los círculos judiciales, políticos y mediáticos. Nadie puede negar que Rodríguez Menéndez fue un personaje que despertaba pasiones y odios a partes iguales.
Era un hombre de verbo afilado, capaz de defender a los clientes más incómodos y de enfrentarse sin miedo a la opinión pública.
Su trayectoria es una mezcla de luces y sombras, de victorias judiciales espectaculares y de fracasos estrepitosos, pero, sobre todo, de una personalidad que jamás dejó indiferente a nadie.
“Podrán hablar de mí lo que quieran, pero no podrán ignorarme”, solía repetir con una sonrisa irónica, consciente del personaje que él mismo había creado.
Y tenía razón: durante décadas, Emilio Rodríguez Menéndez fue una figura omnipresente en los medios, tanto por sus casos como por sus declaraciones incendiarias.
Representó a famosos, políticos, delincuentes y celebridades, siempre con el mismo descaro que lo convirtió en un personaje mediático en sí mismo.

Su historia personal está marcada por un ascenso meteórico y una caída igual de vertiginosa. Nacido en León, comenzó su carrera en el mundo del derecho con una determinación feroz.
Pronto se ganó una reputación de abogado implacable, dispuesto a defender causas imposibles y a enfrentarse a quien hiciera falta.
Pero con el tiempo, su nombre empezó a asociarse tanto con los tribunales como con los platós de televisión. Supo moverse en la delgada línea que separa la justicia del espectáculo, y lo hizo con una habilidad que solo él poseía.
El apodo de “el abogado del diablo” no fue casualidad. Lo ganó a pulso al defender a personajes que pocos se atrevían siquiera a representar.
Su estilo directo, su carácter temperamental y su tendencia a desafiar las normas establecidas lo convirtieron en una figura tan temida como admirada.
A lo largo de su carrera, acumuló enemigos, demandas y titulares, pero también un público fiel que lo veía como un rebelde dentro del sistema judicial.
En los últimos años, Rodríguez Menéndez había desaparecido casi por completo de la escena pública. Los problemas de salud, sumados a su desgaste físico y emocional, lo habían mantenido alejado de los focos.
Sin embargo, su nombre seguía resonando como el símbolo de una época en la que el derecho y el escándalo caminaban de la mano.
Quienes lo conocieron de cerca aseguran que, detrás de su fachada de hombre duro y provocador, se escondía alguien profundamente apasionado por la justicia y por el arte de la palabra.
“Era un hombre que vivía para pelear”, comentó un antiguo compañero suyo, visiblemente emocionado al conocer la noticia. “Discutía hasta el último detalle, pero también sabía escuchar. Y, aunque muchos no lo crean, tenía un gran sentido del humor”.

La trayectoria de Rodríguez Menéndez también estuvo marcada por múltiples enfrentamientos con la justicia. Fue condenado en varias ocasiones y llegó incluso a huir de España durante un tiempo, lo que alimentó aún más su leyenda.
“No soy un fugitivo, soy un perseguido político”, dijo una vez desde un país latinoamericano, en una entrevista telefónica que ocupó titulares durante semanas.
A su regreso, trató de reconstruir su carrera, aunque nunca logró recuperar del todo el brillo mediático que lo acompañó en sus años dorados.
Su relación con la prensa fue tan intensa como conflictiva. Amaba los titulares, pero odiaba que lo juzgaran fuera de los tribunales. Participó en innumerables tertulias, debates y programas de televisión, siempre dejando frases que aún hoy circulan en la memoria colectiva.
“Si no haces ruido, no existes”, decía, fiel a su estilo provocador. Y ciertamente, Emilio Rodríguez Menéndez hizo ruido, mucho ruido, hasta el final.
En el hospital donde pasó sus últimos días, cuentan que se mantuvo lúcido hasta casi el último momento. Algunos allegados relatan que incluso bromeó con el personal médico sobre “firmar su último alegato”.
Su sentido teatral no lo abandonó ni siquiera ante la muerte. “Dígame, doctor —habría dicho con media sonrisa—, ¿esto se puede recurrir?”. Era él, inconfundible.

Con su fallecimiento se cierra un capítulo singular del periodismo y la abogacía española. Rodríguez Menéndez simbolizó una era donde los límites entre el derecho, la fama y el espectáculo se diluían con facilidad. Su figura, polémica y fascinante, deja una huella difícil de borrar.
Fue protagonista de innumerables portadas, defensor de causas imposibles y enemigo de casi todo el mundo. Pero, sobre todo, fue alguien que se atrevió a ser diferente, a desafiar al poder y a construir su propia leyenda.
En los próximos días, se espera que familiares, amigos y antiguos colegas le rindan homenaje en una ceremonia privada en Madrid. No habrá grandes fastos, según ha trascendido, sino un adiós discreto, acorde a la voluntad que expresó en vida.
Quienes lo conocieron saben que, detrás del personaje, había un hombre que amaba el derecho y que creía, pese a todo, en la justicia.
Así se marcha Emilio Rodríguez Menéndez, el abogado que convirtió cada juicio en un escenario y cada palabra en un arma.
Su legado quedará grabado no solo en los archivos judiciales, sino también en la memoria colectiva de un país que lo vio brillar, caer, y renacer una y otra vez.
Porque, al fin y al cabo, como él mismo dijo en una de sus últimas entrevistas: “Morir no me preocupa. Lo único que me da miedo es ser olvidado”.
