El Gobierno busca reconstruir la mayoría de investidura y desviar el foco de los escándalos judiciales

El Gobierno de Pedro Sánchez ha aprobado un real decreto que devuelve a la Generalitat de Cataluña la competencia para gestionar la oferta pública de empleo y la selección de habilitados nacionales, una medida que marca un giro político significativo y que muchos interpretan como un movimiento a contrarreloj para recuperar el apoyo de Junts per Catalunya.
Esta cesión, prevista en los compromisos adquiridos durante la investidura, llega en un momento especialmente delicado para el Ejecutivo, inmerso en una sucesión de escándalos judiciales que han puesto en cuestión su estabilidad y su autoridad política.
Durante la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, el titular de Función Pública defendió la medida como “un retorno lógico a la normalidad competencial”, subrayando que la Generalitat “estaba en condiciones de asumir con plena responsabilidad un ámbito clave para la modernización de su administración”.
Según el ministro, la devolución contribuirá a “acercar las instituciones a la ciudadanía” y permitirá una gestión más eficiente del empleo público en Cataluña.
Sin embargo, detrás del discurso institucional se percibe una lectura política inevitable: el Gobierno necesita reconstruir la mayoría parlamentaria que permitió la investidura de Sánchez, dañada en los últimos meses por desencuentros, tensiones internas y procedimientos judiciales contra figuras relevantes del entorno socialista.
El propio presidente admitió en privado —y después públicamente— que existían “compromisos pendientes con Junts que había que retomar sin excusas”.
La frase, que en otros momentos habría desatado un terremoto político, fue asumida con pragmatismo por el Ejecutivo como parte de una estrategia para restablecer puentes.
La presión era evidente: Junts había mostrado abiertamente su desconfianza, insistiendo en que el Gobierno no había cumplido buena parte de lo pactado y que “la relación estaba en punto muerto”.
La cesión de la OPE, por tanto, aparece como un movimiento destinado a reactivar una relación estratégica.

La medida forma parte de un paquete más amplio en el que se incluyen flexibilizaciones en el uso del superávit municipal, compromisos de inversión y modificaciones normativas en ámbitos considerados esenciales por la Generalitat.
Todo ello, en un momento en el que el Gobierno se enfrenta a un ambiente parlamentario imprevisible, incapaz de garantizar que contará con apoyos suficientes para aprobar leyes clave o incluso superar votaciones de trámite.
Varios analistas señalan que la operación recuerda a episodios anteriores en los que el Ejecutivo recurrió a la geometría variable para sostenerse, aunque subrayan que la posición actual es más frágil y los aliados, más exigentes.
Desde Junts, la reacción ha sido cauta. Aunque celebraron la devolución de competencias como “un paso en la dirección correcta” y “un reconocimiento a un compromiso incumplido”, insisten en que la confianza no se recupera con una sola medida.
Portavoces del partido han reiterado que “aún queda camino por recorrer” y que el apoyo a futuras iniciativas legislativas dependerá de que el Gobierno cumpla otras exigencias vinculadas a la agenda catalana.
Según ellos, la cesión no constituye un cheque en blanco, sino una corrección obligada.
Por su parte, la oposición ha denunciado con dureza la decisión. Los partidos conservadores acusan al Gobierno de “mercadear con las instituciones del Estado” y de entregar competencias “a cambio de supervivencia política”.
Algunos dirigentes han calificado la maniobra como “una cesión de soberanía encubierta”, advirtiendo que la transferencia de la OPE permitirá a la Generalitat “controlar la entrada al funcionariado público en condiciones que pueden romper la igualdad de acceso”.
Estas críticas se enmarcan en un clima político ya tensionado por los escándalos judiciales que han salpicado a miembros del PSOE, lo que intensifica las sospechas de que Sánchez busca desviar el foco mediático.
No obstante, especialistas en administración pública matizan que la competencia ya estuvo durante años en manos de las comunidades autónomas y que la devolución no supone un cambio radical, aunque sí una alteración relevante en un contexto tan politizado.
Para algunos, la medida podría contribuir a normalizar la relación entre el Gobierno central y Cataluña, después de años marcados por el conflicto y el enfrentamiento institucional.
Otros, sin embargo, advierten de que puede reforzar la narrativa independentista sobre la necesidad de ampliar el autogobierno.
El impacto real de esta cesión se medirá en dos frentes: su efecto sobre la relación entre el Gobierno y Junts, y su repercusión en la estructura del Estado.
Si el movimiento consigue estabilizar la mayoría parlamentaria, Sánchez podría ganar tiempo para afrontar los próximos meses con mayor tranquilidad.
Si, en cambio, Junts considera que la medida es insuficiente, el Gobierno se encontrará ante un escenario aún más incierto, con un Parlamento fragmentado y una oposición cada vez más movilizada.
En cualquier caso, la decisión simboliza el punto crítico en que se encuentra el Ejecutivo. Para recuperar el apoyo de Junts y mantener viva la legislatura, Sánchez ha optado por un gesto político fuerte, consciente de que cada movimiento será sometido a un escrutinio férreo.
Con la gobernabilidad en juego y la opinión pública polarizada, la transferencia de competencias a Cataluña se convierte así en una pieza central del complejo tablero político en el que el Gobierno intenta, una vez más, sobrevivir.
