Donald Trump ofreció un discurso navideño marcado por el enfado, la confrontación y la ausencia total de optimismo, atacando a Joe Biden, a los inmigrantes y al sistema político.

Rodeado de árboles de Navidad, guirnaldas y una chimenea encendida, Donald Trump ofreció este miércoles un discurso que pasará a la historia no por su espíritu festivo, sino por todo lo contrario.
En una escena cuidadosamente decorada para transmitir calidez y optimismo, el presidente de Estados Unidos apareció como una versión moderna de Ebenezer Scrooge: hosco, irritable y dispuesto a culpar a todo el mundo menos a sí mismo.
Fue un mensaje sin alegría, sin consuelo y sin promesas creíbles, un monólogo áspero que dejó al descubierto a un mandatario acorralado por la crisis del costo de la vida, el desplome de su popularidad y la sombra cada vez más cercana de los archivos de Jeffrey Epstein.
Trump renunció, al igual que Joe Biden antes que él, a la tradicional conferencia de prensa de fin de año. En su lugar, eligió un discurso en horario estelar, anunciado con grandes expectativas, que se extendió durante unos 20 minutos.
De haber estado sentado en el Despacho Oval, quizá se habría quedado dormido, pero de pie en una sala diplomática optó por desahogarse con un tono monocorde, airado y sin apenas pausas.
Vestido con traje azul, camisa blanca y corbata roja, el presidente lanzó una perorata atropellada, más cercana a un mitin de campaña que a un mensaje institucional.
“Hace once meses heredé un desastre y lo estoy arreglando”, afirmó nada más empezar, marcando el tono de lo que vendría después.
Trump aseguró que cuando llegó al poder la inflación era la peor en 48 años, una afirmación que repitió con insistencia mientras señalaba a Joe Biden como el gran culpable de todos los males económicos del país.
Durante minutos, su dedo acusador apuntó también a los acuerdos comerciales del pasado, a los inmigrantes y a lo que describió como un sistema corrupto que, según él, había traicionado a los estadounidenses.

Como en sus mítines, Trump dibujó un panorama sombrío y exagerado.
Habló de fronteras abiertas a criminales procedentes de manicomios, acusó a los demócratas de imponer una supuesta agenda de “transgénero para todos” y se jactó de haber “roto el control de los siniestros radicales woke en nuestras escuelas”.
Cada frase estaba cargada de confrontación, diseñada más para provocar aplausos entre los suyos que para tranquilizar a un país cansado de tensiones.
Durante meses, el presidente había insistido en que el problema de la asequibilidad era un invento demócrata. Sin embargo, esta vez se vio obligado a admitir que los precios siguen siendo altos. Intentó suavizar la confesión prometiendo un inminente boom económico.
“Estoy bajando esos precios y los estoy bajando muy rápido”, dijo, aunque los datos mostrados en pantalla durante la transmisión apenas reflejaban un leve descenso en el precio promedio de la gasolina. La contradicción fue evidente, pero Trump siguió adelante como si nada.
En un intento de ofrecer algo parecido a un regalo navideño, anunció el envío de un “dividendo guerrero” de 1.776 dólares a cerca de 1,45 millones de miembros de las fuerzas armadas.
Aseguró que el dinero provenía de los ingresos generados por los aranceles, sin mencionar que esas mismas tarifas han contribuido al aumento de precios que hoy golpea a los consumidores. Fue un anuncio recibido con escepticismo incluso entre algunos sectores conservadores.

El presidente no abandonó su habitual tono grandilocuente. Presumió de haber resuelto ocho guerras y de haber traído la paz a Oriente Medio “por primera vez en 3.000 años”.
Repitió comentarios ofensivos contra la comunidad somalí en Estados Unidos y adoptó un discurso propio de la extrema derecha europea al afirmar que se estaba produciendo una “migración inversa”, con inmigrantes regresando a sus países y dejando más viviendas y empleos para los estadounidenses.
Pero detrás de los alardes y las frases incendiarias no había confianza. El discurso transmitía urgencia y nerviosismo. Las encuestas pesan como una losa: un sondeo reciente mostró que solo el 33% de los adultos aprueba la gestión económica de Trump.
A eso se suma el descontento dentro de sus propias filas republicanas y la expectativa por la inminente publicación de los archivos relacionados con Jeffrey Epstein, un asunto que amenaza con reabrir heridas incómodas.
Trump volvió a demostrar su necesidad de un enemigo claro.
A lo largo de los años, Barack Obama, Hillary Clinton, Joe Biden y Kamala Harris han servido como antagonistas perfectos para un líder que define su identidad política más por aquello a lo que se opone que por lo que propone.
Ese patrón quedó reflejado incluso antes del discurso, cuando se inauguró en la Casa Blanca un paseo presidencial con placas que calificaban a Obama como “uno de los líderes más divisivos de la historia” y a Biden como “el peor presidente de todos los tiempos”.
La paradoja es que Biden lleva once meses fuera del poder y ya no ocupa el centro de las preocupaciones de la mayoría de los estadounidenses.
Trump parece necesitar un nuevo saco de boxeo, pero los demócratas carecen hoy de una figura clara que cumpla ese papel, lo que deja al presidente sin un rival definido al que culpar de todo.
Al terminar el discurso, cuando las cámaras ya se relajaban, Trump se giró hacia los periodistas con una mezcla de desafío y cansancio. “¿Creen que esto es fácil?”, preguntó antes de dar un sorbo a una Diet Coke.
Comentó que su jefa de gabinete le había sugerido dar el discurso y buscó aprobación: “¿Qué tal lo hice?”. Ella le respondió con precisión: “Te dije 20 minutos y hablaste exactamente 20 minutos”.
No hubo palabras de consuelo ni mensajes de esperanza. El ambiente fue más cercano al de un villano navideño que al de un líder dispuesto a unir al país en fechas señaladas.
La sensación que dejó el discurso fue la de un presidente encerrado en su propio relato, enfrentado al frío viento de las encuestas y a los fantasmas de su pasado, mientras la Navidad pasa de largo sin tocar a la puerta de la Casa Blanca.