Concha Velasco – M10

Concha Velasco: La apasionante vida de la niña que quería ser artista.

Concha Velasco

Nacida de padre militar y madre republicana, Conchita vivió una infancia de estrecheces económicas pero muy feliz porque, desde pequeña, supo bien qué quería en la vida.

Aquí repasamos su historia:

Con el paso del tiempo, que tantas trampas pone a la memoria, Concha Velasco no sabía ya si la legendaria frase “¡Mamá, quiero ser artista!” la dijo ella o su madre la puso en su boca.

Fuera como fuera, lo cierto es que Conchita, aquella pizpireta niña que creció disfrazándose ante el espejo, poniéndose flores en las trenzas y cantando y bailando, supo desde muy pequeña que algún día se subiría a un escenario para bailar y derrochar su talento artístico ante un público que caería rendido a sus encantos.

Una profecía que hizo realidad muy pronto, siendo adolescente, y que disfrutó hasta sus 81 años, cuando decidió retirarse de los escenarios.

Socialista y muy religiosa.

Concha Velasco Su interesante vida en Pronto

Conchita nació el 29 de noviembre de 1939, un día “de mucho frío y densa niebla”, según le explicaron, en un piso de la vallisoletana calle Recondo –que ya no existe–, donde sus padres vivían.

Fue la primogénita del comandante de caballería Pío Velasco y su mujer, María Concepción Varona, que formaban una pareja atípica en la época, ya que él era militar franquista y ella una simpática y culta maestra republicana, amiga de la escritora Rosa Chacel y profundamente religiosa pese a su ideología política, por la que su familia siempre la rechazó.

Dos años después de nacer la futura artista, llegó al mundo su hermano, Manuel.

Para entonces, Conchita era una niña vivaracha y atrevida que traía a sus padres de cabeza con sus ocurrencias y travesuras.

Ella recordaba que creció siendo una niña espabilada, que se pasaba el día jugando fuera de casa.

No tenía juguetes, pues no había dinero para caprichos, pero ella se entretenía disfrazándose y bailando.

No necesitaba más para ser feliz aquella niña a la que su madre le pintaba las suelas de sus zapatos para que no se notara que eran de cartón.

Tampoco le importó cambiar con frecuencia de casa, ya que en Valladolid vivieron en tres casas distintas.

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Cuando ella tenía 4 años, a su padre le ascendieron y pidió ser destinado a Marruecos, donde había empezado su carrera militar como ayudante del general Francisco Franco.

Así, la familia se instaló en Larache, ciudad que pertenecía al Protectorado español en dicho país.

De Larache guardaba Concha Velasco sus mejores recuerdos de infancia, sus descubrimientos de otras culturas y la memoria de sus paseos por un zoco y de los mil olores y colores de la ciudad.

“Esos años que pasé allí se me han quedado grabados para siempre porque fue donde me hice persona, crecí, estudié, aprendí y jugué”, rememoraba la actriz Concha Velasco, que atesoraba con cariño una foto de aquellos años.

“En la foto soy una cría, se me ve en la terraza de la casa donde vivíamos con un vestido blanco con volantes de lunares, muy graciosa, muy flamenca y muy espabilada, como he sido siempre.

En la imagen ya se puede adivinar que ya quería ser artista”, dijo Concha Velasco, a la que, de bebé, su madre la ponía encima de la mesa para que cantara y bailara.

Le encantaba verla.

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Películas al final de las clases de catequesis.

En aquellos años en Marruecos los Velasco Varona estuvieron en cuatro casas, donde convivían otras familias cristianas, musulmanas y judías y se celebraba el Ramadán, el Sabat y la Semana Santa.

“Por eso he sido siempre tan tolerante”, dijo Concha Velasco, que conservaba viva en su memoria la imagen de Suleiman, un marroquí que la acompañaba cada mañana a la escuela, un colegio de monjas estupendo en el que, al final de las clases de catequesis, se proyectaban películas y las niñas actuaban.

Concha Velasco cantaba canciones de Concha Piquer, boleros de Antonio Machín y zarzuelas.

Aquella era la gran distracción para una niña que, en Reyes, no tenía regalos y que ya notaba que su padre le daba “mala vida” a su madre por sus continuos líos de faldas y sus aficiones.

El día de su Primera Comunión fue una de las jornadas más tristes que recordaba.

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Su padre y su hermano se pusieron enfermos y su madre, que estaba delicada porque había sufrido un primer infarto, tuvo que quedarse en casa para cuidarlos.

Así fue como Concha Velasco, que lució ese día un vestido prestado por unos familiares de Valladolid, comulgó por primera vez y, luego, se fue solita a posar para la tradicional foto.

Pero tampoco fue un trauma. Conchita ya tenía entonces su manera de evadirse de los problemas.

“A los 9 años sabía que quería dedicarme al espectáculo, quería ser bailarina, imitaba a Juanita Reina y me encantaba ponerme ante un espejo disfrazada, sujetando una escoba.

Quería ser mayor y vestirme como lo hacían en las películas o los tebeos”, recordaba.

Con esas aspiraciones artísticas, a Pío Velasco le comunicaron un nuevo traslado y le dieron a elegir entre Gran Canaria o Madrid.

La familia lo tuvo claro: irían a la capital para fomentar las dotes artísticas de la niña.

Hicieron las maletas y, en 1950, se plantaron en la capital, entonces una ciudad gris y triste.

Su primer hogar allí fue un piso de la calle Maestro Alonso, donde ocupaban dos habitaciones y tenían derecho a cocina.

Por la mañana, Conchita iba al colegio de monjas Santa Susana, unas religiosas encantadoras que la animaban a que fuera artista y, por la tarde, acudía a una academia en Arenal 26, que costaba 75 pesetas (45 céntimos de euro) al año.

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Ésta era la escuela de baile de la sección femenina en la que Concha aprendió ballet clásico, solfeo y canto.

Junto con sus compañeros de estudios, empezó a ir a los festivales más importantes que se hacían en aquellos momentos, con lo que, a los 10 años, ya había debutado en el Círculo de Bellas Artes bailando un vals de Copelia, que le valió un premio de 75 pesetas, una fortuna en aquella época.

Luego completó sus estudios en el Real Conservatorio, donde llegó a sacar matrícula de honor.

Becada para unos estudios en Londres que no pudo hacer.

Aquella excelente calificación le permitió ganar una beca para estudiar en Londres, de la que no pudo disfrutar porque su familia no le podía pagar su manutención allí.

Pero Concha Velasco, que era espabilada, sabía que aunque hubiera perdido aquella oportunidad, tendría otras en la vida para triunfar.

Con 13 años se puso el nombre artístico de Lucrecia Velvar e imprimió unas tarjetas para repartirlas.

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Luego, por circunstancias tuvo que dejar los escenarios de forma profesional: “Me tuve que poner a trabajar por un problema grave que hubo en mi casa y en mi familia y mi madre, que no quería separarse de mí, decidió venirse conmigo de sastra”, recordaba Concha Velasco, que arrancó como bailarina en el cuerpo de baile de la Ópera de La Coruña para después entrar a formar parte de la compañía de Manolo Caracol y Luisa Ortega.

Más tarde, alguien le comentó que Celia Gámez estaba buscando bailarinas para el espectáculo que iba a estrenar en el Teatro Maravillas.

“Fui y ella me dijo: “Levantáte la falda. Tenés las piernas preciosas””, recuerda Concha Velasco, a la que la artista argentina contrató para la revista “El águila de fuego”.

Gracias a su admirada Celia completó su formación.

De ella aprendió muchísimas cosas, aunque también reconoce que la disciplina militar que tuvo con su padre la ayudaron mucho.

De esa época, en la que estuvo un año contratada, cobrando 60 pesetas diarias, Concha Velasco recordaba: “Yo era una chica jovencísima, menor de edad, y a diario bailaba en el escenario enseñando las piernas, con mis lentejuelas, mis plumas y mi escote.

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Al acabar el espectáculo, me metía en el camerino, me desmaquillaba y salía por la puerta trasera del teatro con mis calcetines y la cara lavada para irme a casa”.

Pero aquella joven Conchita empezó a ser conocida y a atraer la atención de los hombres, que con frecuencia le mandaban flores y bombones.

Un día, según contó en una ocasión, Gámez la mandó llamar a su camerino porque el músico Francis López le había mandado un regalo expresamente para ella.

“Cuando Celia abrió la caja, en su interior había un pene de plástico tremendo, una cosa espantosa”, desveló Concha Velasco en su libro “El éxito se paga”.

Aquel día salió del teatro llorando y perdió un poco de una inocencia que, en el mundo artístico, tenía fecha de caducidad.

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Un pequeño papel en una peli de bandoleros, su primer trabajo en el cine.

Lo que no sabía aquella Conchita bailarina que adoraba las revistas musicales y volvía locos a sus espectadores con sus torneadas piernas era que sus admiradores estaban a punto de multiplicarse, porque, cuando apenas llevaba un año en la compañía de Celia Gámez, unos productores cinematográficos que estaban buscando extras para su película la vieron actuar y contactaron con ella para darle su primer papel de cine.

Fue un papelito sin diálogo en la película titulada “El bandido generoso”, que se estrenó en 1954.

Tenía 15 años y su talento no pasó inadvertido, pues a continuación llegaron “La reina mora” y “La fierecilla domada”.

Así fue cómo, aunque no estaba en sus planes, la bailarina de maravillosas piernas empezó en el mundo del cine.

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