La singular vida del presentador de ‘El Intermedio’ (La Sexta) da para varias biografías repletas de curiosidades.
La singular vida del Gran Wyoming da para varias biografías, aunque el presentador de El Intermedio (La Sexta) no ha esperado a que las escriban otros. En ¡De rodillas, Monzón! habla de su infancia y adolescencia, en La furia y los colores destripa su delirante juventud y todavía faltan una tercera o cuarta entrega, hasta ahora publicadas en Planeta, donde relate sus incursiones en el cine y su estrellato televisivo, impulsado por Caiga Quien Caiga.
Estas son algunas de las anécdotas más curiosas y rocambolescas de José Miguel Monzón (Madrid, 1955), confesadas por él mismo en sus memorias, recopiladas por Kike Babas y Kike Turrón en el cómic El Gran Wyoming. Mil palos y ninguno al agua o contadas en presentaciones de libros y entrevistas, como esta en la que el showman desvela qué piensa sobre la clase trabajadora que vota al PP y a Vox.
La madre de Wyoming: una farmacéutica de la Prospe
Nacido en Madrid cuando “los hijos no eran deseados ni programados, sino inevitables”, también vivió en La Puebla del Salvador (Cuenca), donde pasaba temporadas con sus abuelos. Una infancia rural de tirachinas y rulanchos.
Su madre tenía una farmacia en Prosperidad, el barrio madrileño que propagó la nueva ola. Cuatro hijos y un aborto en cinco años. Padece unos dolores de muelas terribles y sufre depresiones, que la llevan a ingresar varias veces en el hospital. Chechu, falto de cariño, desarrolla “un escudo protector en lo emotivo”.
“Entre la crianza de la prole y las noches de insomnio entró en una profunda depresión”, cuenta en ¡De rodillas, Monzón! “La ausencia de mi madre marcó la vida de la familia. La situación era extraña porque no había muerto, ni se había marchado, estaba ausente sin haberse ido, tenía una presencia fantasmal”.
Pepa Bueno, en la presentación del citado libro, analizaba cómo esa situación marcó el carácter del Gran Wyoming: “Le cuesta expresar los sentimientos porque le faltaron abrazos”, por eso ha usado la ironía como una “vía de escape”.
Colegios de curas y la sombra del Opus Dei
Tuvo que aguantar los reglazos de un cura profesor que imponía “un estado de terror continuo”. Hizo la comunión vestido de marinero o, como diría el propio José Miguel Monzón, “más bien de Village People”.
Pasó del colegio La Fuencisla al instituto Ramiro de Maeztu. Luego, al pijo y represivo colegio San Agustín, también religioso, hasta que estudió COU en el CEU.
Más allá de los tropiezos con las sotanas, el Opus Dei lo intenta captar a través del Club Jara, donde comparte juegos con otros chavales. Pasan de él cuando empeoran sus notas, pero terminan pescando a su padre, que había ido de visita los sábados y terminó en las redes de la Obra. Un funcionario de Justicia y del Atlético de Madrid.
De los once a los catorce años, se apunta a la Organización Juvenil Española (OJE), vinculada a la Falange y dependiente de la Secretaría General del Movimiento, para jugar al futbolín y hacer caminatas por la sierra. No le dejó huella “porque yo era muy chiquitín y no me enteraba de nada”, comentaba en una entrevista a Público. “O sea, no me hicieron un coco a medida”.
Juventud hippie
A los diecisiete años, cuando “salir al extranjero era una meta”, un melenudo Chechu viaja en interrail a Amsterdam, donde se queda “alucinado” al observar las pintas de la fauna del “Doñana de los hippies“. Porros y tripis. Conoce Christiania, en Copenhague. También Helsinki.
Entra en contacto con el underground madrileño: La Bobia, el Retiro, el Rastro… Censura, represión y redadas. Squat y conciertos en Londres. La policía le da una paliza por hippie el día del atentado contra Carrero Blanco. “Solo me pegaron una vez, porque entonces la gente corría mucho”.
Los grises, del mismo color que el franquismo: “Los represores son plenamente conscientes de vivir en el lado equivocado, y en su frustración quieren imponer sus miserias al resto”, escribe en La furia y los colores. “España era un inmenso campo de concentración, una ciudad sitiada”.
Recuerdos del pelo largo: “Me cerraba muchas puertas [y] me facilitaba las coordenadas del rumbo que debía seguir, me desbrozaba el camino […]. Por culpa de mi pelo me condenaron a una marginación gloriosa donde podía acceder a todo lo que merecía la pena vivir. Entré a formar parte de una tribu. Vivía en un espacio donde podía ser yo al cien por cien”.
Wyoming y el sexo
En el Rastro, “centro de reunión de la progresía y el jipismo local”, descubre a los vendedores de preservativos: “A los chavales nos llamaban mucho la atención. Era lo más cerca que llegábamos a estar de algo que no sabíamos en qué consistía […]. Los condones eran una cosa rara, algo siniestro puesto que aunaban lo prohibido, el pecado y la ortopedia”, recuerda en La furia y los colores.
¿Su primera experiencia sexual? “Un desastre, un fracaso”. Durante su viaje a Amsterdam, conoce a una chica que trabaja en el psiquiátrico de Leiden, una ciudad cercana a la capital de los Países Bajos.
Lo hacen en una habitación del hospital y a la mañana siguiente, cuando va a salir de las instalaciones, los celadores lo confunden con un enfermo mental.
Lo salva una monja a la que logra convencer de que no era un paciente.
Recluta y médico
A los 27 años hace la instrucción de la mili en Cáceres y luego es destinado al Instituto de Medicina Preventiva, en Madrid, donde su cometido es administrar el banco de sangre del Ejército.
Por las noches actúa con el Maestro Reverendo en La Aurora, donde tiempo después lo haría a diario.
Durante el servicio militar, se presenta como voluntario para trabajar en un hospital de campaña en la retaguardia de la guerra de Líbano, pero la misión es cancelada.
Curiosamente, una década después coescribirá el guion de la película Historias de la puta mili, basada en el cómic de Ivá.
Antes de dedicarse de lleno a la música, ejerce como médico suplente en ambulatorios y trabaja como sustituto en el de Buitrago de Lozoya.