La consulta del sexo es democrática y en las contestaciones hay de todo. Pero ante las respuestas del dinero, en ese momento preciso, es probable que en muchos comedores de España se viva una pena sorda

Hace unos años por el barrio había un conocido con los que los amigos a veces coincidíamos en el mismo bar. Era profesor de instituto en una de las zonas más duras y vulnerables de Barcelona.

Al entrar en conversación y preguntarle cómo estaba, a modo de saludo, mirada cáustica, cubata en mano, indefectiblemente decía “pues ya véis, aquí, harto de follar y de ganar dinero”. Y a todos nos hacía reír.

A veces el binarismo no se da en catalogar a las personas en hombres o mujeres, en los nacidos aquí o en el resto del mundo, o entre jóvenes y viejos, si no entre la gente que tiene dinero y la que no. En España, más del 26% de la población sobrevive en riesgo de pobreza.

Una realidad paralela, compacta y rocosa, que muy pocos medios aciertan a transmitir. Últimamente andan dándole vueltas en La revuelta de Broncano a si deben preguntar a las personas invitadas si se sienten más machistas o más racistas.

Pero las cuestiones acuciantes y certeras, las que, como un seis y un cuatro, al parecer montan tu definitivo retrato, son las relacionadas con la pasta y el sexo.

Cada vez más, en progresión geométrica y con carácter de onda expansiva, el mundo se divide entre una minoría de personas que saben a ciencia cierta que van a sobrevivir pase lo que pase, que cada fin de mes cobran un muy buen sueldo, una paga hermosa, que tienen una red segura de familiares y amigos, casa propia y futuro asegurado, y los que, cada día, a cada rato, no saben qué va a ser de ellos y los suyos.

A los que tienen dinero, pobres, les cuesta entenderlo, ponerse en los zapatos de esos otros, tener una vaga idea de lo que es vivir en esa piel. Pero en este país hay muchas personas que un día se levantan y tienen diez euros como toda riqueza.

Y se duchan —a veces con agua fría, porque no han podido pagar el gas— pensando en las matemáticas de cómo administrar bien esos euros.

Quizás se puede ir andando hasta el curro de lo que toque esa jornada, y después de las horas que allí eches puedes correr, antes de que cierre el supermercado para comprar pan de molde, un puñado de mandarinas, leche de marca blanca, salchichas en oferta, macarrones, un par de latas de tomate y —un día es un día—, un sobrecito de queso rallado.

Son dos mundos paralelos, dos dimensiones existenciales sin apenas comunicación real entre sí. Lo poco que las unifica es la televisión. Pero lo que pasa es que cuando no hay dinero a veces incluso ver la tele duele.

En general, la pantalla nos es más que un reflejo de cielos azules —incluso en las series británicas de tacitas— de casas enormes y preciosas, de cochazos que huelen a limpio, de pelos y pieles relucientes, de dientes en orden y alineados, listos para revisión, de ropa colorida y planchada al vapor, donde la mayoría de problemas son apenas un baile que va del amor al asesinato.

En ese mundo sideral —aburrido hasta el suicidio, también te lo digo— las escenas de sexo, heteros hasta decir basta, se enlazan en tres secuencias: el cruce de miradas intensas, la penetración —así, pim pam, horadando a su paso pantalones de hilo color camel y bragas de raso brillantes como un claro de luna— y una femenina caída de ojos que expresan un sordo y mudo “¡oh!”.

En tiempos de La resistencia —que, como La revuelta, es un programa de humor, que no se olvide— al principio Broncano solo preguntaba por el dinero, pero una noche que tenía como invitado a Javier Coronas, director de Ilustres ignorantes (uno de los mejores programas de la historia de la tele española, que lleva 16 años en antena, primero en Canal Plus, ahora en Movistar Plus+), este advirtió sobre el zeitgeist de ahora mismo: “si quieres un consejo, no hagas esa pregunta, que es como fea, no es tu estilo. Pregunta, por ejemplo, cuánto han ‘coitado’ en los últimos siete días. Pregunta por follar, coño, que estamos en el siglo XXI.

A la gente no hay que valorarla por lo que tiene, sino por lo que folla. Puedes ser pobre, pero si follas todos los días dices ‘ole tú”, le recomendó Coronas entre risas del público al presentador jienense.

La pregunta del sexo es democrática, y en las respuestas de La revuelta hay de todo. Del récord de polvos de Bad Gyal —”tuve una semana muy buena y las demás muy malas.

La primera del mes fue estupenda, exitosa. Entre tres y cuatro al día; el de la mañana tonto, el de la hora del café, ese de la hora tonta de las 7 o las 8, y el de antes de dormir”—, al “tranquilamente entro: ¡cero!” y sin perspectivas de cambio en el horizonte de la actriz y presentadora Anne Igartiburu.

Pero el dinero es otra cosa. Ante las respuestas, en ese momento preciso, ante el furor de tantas cuentas corrientes, es probable que en muchos comedores de España se viva una pena sorda. Un aguijonazo, una aflicción instantánea que se apiada y enseguida se va, huyendo por donde ha venido, perseguida por una punzada de resentimiento por detrás.

Porque follar —o, mejor, el evento sessuale, según la escritora Natalia Ginzburg, porque entraña un formidable abanico de posibilidades— es gratis. Pero, uno por uno, prácticamente noche sí y noche también, los mazazos del dinero, las cifras astronómicas, los cientos de miles o los millones de euros con los que viven algunos son de otro mundo. Son ya otro cantar.