El regreso de Daniel a Hamilton debía ser el inicio de un nuevo capítulo, pero cada minuto en la granja revelaba un secreto más oscuro.
Después de llevar a Sophie de nuevo a su habitación y prometerle que nada malo volvería a pasar, Daniel comenzó a notar pequeños detalles que antes, por la prisa del reencuentro, había ignorado.
Los cajones de la cocina estaban casi vacíos, la despensa tenía solo unas pocas latas de sopa caducada y el refrigerador estaba prácticamente vacío.

Melissa, sin embargo, lucía ropa nueva, joyas que nunca había visto antes y un perfume caro que no podía explicar.
Esa noche, mientras Sophie dormía, Daniel enfrentó de nuevo a su esposa.
—Melissa, dime la verdad.
¿Qué hiciste con el dinero que enviaba? Cada mes mandaba lo suficiente para ustedes dos.
Nunca falté ni un solo pago.
Ella apartó la mirada.
—Lo usé en lo que consideré necesario.
¿O es que acaso quieres revisar mis cuentas como si fuera una niña?
—¡No se trata de ti! —rugió él, golpeando la mesa—.
Se trata de Sophie.
Estaba muriéndose de hambre mientras tú jugabas a ser rica.
Melissa se levantó con el rostro enrojecido.
—Esa niña nunca fue mía, Daniel.
Nunca la quise aquí.
Solo acepté criarla porque tú insistías en tratarla como tu hija.
¡Pero no lo es!
Las palabras fueron un veneno.
Daniel sintió que el suelo se le escapaba, pero al mismo tiempo algo se encendió dentro de él: una certeza.
Sophie era suya en todo lo que importaba.
Sangre no hacía falta.
Los días siguientes fueron un torbellino.
Daniel contrató a un abogado local y presentó una demanda de custodia.
Sophie, con voz temblorosa, contó todo: cómo la obligaban a dormir en el establo desde hacía meses, cómo a veces pasaba hambre, cómo lloraba en silencio deseando que su padre regresara.
El juez, con el ceño fruncido, ordenó medidas urgentes a favor de la niña.
Pero lo peor aún no había salido a la luz.
Durante la investigación, la policía descubrió que Melissa había desviado casi todo el dinero que Daniel enviaba a cuentas bancarias compartidas con otro hombre: un vecino del pueblo con quien mantenía una relación secreta.
Los registros mostraban compras, viajes, cenas, mientras Sophie pasaba noches enteras bajo el frío del establo.
El día que Daniel recibió esa noticia sintió que la rabia lo consumía, pero también un extraño alivio.
Ahora entendía toda la frialdad, todas las evasivas.
Melissa no solo había traicionado su confianza: había convertido su casa en una prisión para su hija.
En la audiencia final, la jueza fue contundente:
—Melissa Harris queda despojada de cualquier custodia sobre Sophie y enfrentará cargos por fraude y maltrato infantil.
Melissa gritó, pataleó, lloró, pero nadie la escuchó.
El pueblo entero había acudido como testigo, y cada persona miraba con desprecio a la mujer que se había mostrado siempre como una esposa modelo.
Cuando todo terminó, Sophie corrió a los brazos de Daniel, llorando de alivio.
—Papá… ahora sí estamos a salvo, ¿verdad?
Él la levantó y la apretó fuerte contra su pecho.
—Sí, hija.
A salvo.
Y esta vez, nunca más te dejaré sola.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Sophie durmió profundamente en su cama.
Daniel se sentó a su lado, observándola, con el corazón lleno de promesas.
Había regresado del campo de batalla creyendo que lo peor había quedado atrás, pero había descubierto que la guerra más importante se libraba en casa.
Y la había ganado, no con armas ni medallas, sino con el amor inquebrantable por su hija.
Meses después, Daniel dejó el ejército definitivamente y se dedicó a reconstruir la granja junto a Sophie.
Sembraron un huerto, pintaron de nuevo la vieja casa y hasta adoptaron un perro.
El establo, que antes había sido símbolo de dolor, se transformó en un refugio para nuevos animales que Sophie cuidaba con cariño.
Y aunque las cicatrices del pasado no desaparecieron del todo, cada amanecer era una victoria.
Porque al final, Daniel entendió que había vuelto de la guerra no solo como soldado, sino como padre… y que esa sería siempre su batalla más grande y su triunfo más noble.