Durante décadas, el mundo entero lo conoció como el hombre que hacía reír con solo abrir la boca.
Con su hablar enredado, su pantalón a medio caer y esa gabardina raída, Cantinflas se convirtió en mucho más que un comediante: fue un símbolo nacional, un icono latino y para muchos el Charles Chaplin mexicano.
Sin embargo, detrás de la risa, de los reflectores y de esa imagen de “hombre del pueblo” que tanto cuidó, se escondía una historia mucho más oscura, llena de secretos, traiciones familiares, romances imposibles y un final tan triste como polémico.

Porque lo que muy pocos saben es que Cantinflas murió en medio de disputas, acusaciones de abandono, conflictos por su fortuna millonaria y un legado que se convirtió en una de las batallas legales más largas y vergonzosas de la historia del espectáculo mexicano.
Antes de ser leyenda, Mario Moreno era simplemente un niño más en una familia numerosa del barrio bravo de Tepito.
Nació en 1911, hijo de un cartero y de una madre entregada, en un hogar con 14 hijos, de los cuales más de la mitad no sobrevivieron a la pobreza y las enfermedades.
Desde pequeño, Mario demostró una chispa distinta, un ingenio natural para salir adelante en medio de la miseria.
No terminó la escuela: la vida no le dio tiempo para estudiar porque había que trabajar.
Fue zapatero, taxista, boxeador e incluso intentó ser torero.
Pero fracasó en todo, no porque le faltara talento, sino porque todavía no había encontrado su verdadera voz.
Y esa voz llegó, casi por accidente, en las carpas de circo de los años 30.
Una noche, Mario olvidó su guion, el pánico lo invadió y empezó a improvisar.
Balbuceó palabras sin sentido, inventó frases absurdas… y el público estalló en carcajadas.
Nadie había visto algo así.
Allí nació Cantinflas, el peladito simpático, pobre, sin educación, pero con una inteligencia callejera que representaba al mexicano promedio.
Un personaje que hablaba mucho, pero no decía nada, y que aun así lograba burlarse del poder, de los ricos y de la vida misma.

Lo que comenzó como un error se convirtió en un fenómeno.
El público lo amó desde el primer momento.
Y lo que era un simple personaje terminó siendo tan poderoso que la Real Academia Española tuvo que inventar un verbo para describirlo: cantinflear, es decir, hablar mucho sin decir nada.
En 1940, con la película Ahí está el detalle, Mario Moreno se consagró.
A partir de ese momento, se convirtió en el actor más famoso de México.
Fundó su propia productora, filmó una película tras otra, encabezó huelgas y defendió a sus colegas actores.
Con el tiempo dio el salto internacional: en 1956 coprotagonizó La vuelta al mundo en 80 días, donde conquistó Hollywood y ganó un Globo de Oro.
Nada menos que Charles Chaplin, el genio del cine mudo, lo llamó “el mejor comediante del mundo”.
Parecía que nada podía detenerlo.
Pero como suele suceder con las estrellas, mientras más brillaban los reflectores, más oscura se volvía su sombra personal.
Su gran amor fue Valentina Ivanova, bailarina rusa con la que se casó en 1934.
Nunca pudieron tener hijos biológicos porque Mario era estéril.
En 1962 adoptaron a un niño, Mario Arturo, que se convertiría más tarde en el centro de la disputa más amarga de su vida.
Cuando Valentina murió en 1966, Mario quedó devastado.
Nunca volvió a ser el mismo.
Aunque públicamente intentaba mantener la sonrisa, en privado se volvió un hombre solitario, rodeado de rumores amorosos, algunos tan polémicos como la trágica muerte de la actriz Miroslava Stern, quien supuestamente estaba enamorada de él.
Cantinflas fumaba sin parar.
Tres cajetillas de cigarro al día, hasta el último momento.
Ese hábito le costó la vida.

En 1993 le diagnosticaron cáncer de pulmón en etapa cuatro.
Intentó luchar con 25 sesiones de quimioterapia en Estados Unidos, pero el tratamiento falló.
Regresó a México con un solo deseo: morir en casa.
Y fue entonces cuando la tragedia se transformó en escándalo.
En sus últimos días, Mario Moreno estaba débil, apenas podía caminar o hablar.
Fue cuidado entre su hijo adoptivo Mario Arturo y su sobrino Eduardo Moreno Laparade, pero en lugar de unirse, comenzaron a enfrentarse.
Uno acusaba al otro de adicciones y violencia.
Eduardo aseguraba que su primo descuidaba al comediante; Mario Arturo decía que Eduardo lo manipulaba para quedarse con la fortuna y los derechos de sus películas.
En medio de ese fuego cruzado, Cantinflas agonizaba en silencio.
El 20 de abril de 1993, a las 9:25 de la noche, un infarto acabó con su vida.
Oficialmente, fue el cáncer.
Para algunos, fue la tristeza.
Pero el verdadero escándalo vino después.
Cuando su hijo intentó reclamar la herencia, encontró apenas 13,000 pesos en las cuentas bancarias.
¿Dónde estaba la fortuna de más de 70 millones de dólares que había acumulado? ¿Quién se quedó con las propiedades, las joyas, los autos, los terrenos, los edificios y, sobre todo, con los derechos de sus películas? La pelea legal duró más de 20 años, hasta que la Suprema Corte de Justicia falló a favor de Eduardo Moreno Laparade, su sobrino.
El legado de Cantinflas quedó manchado por esa disputa interminable.
Lo que debía ser un homenaje eterno a un hombre que hizo reír a millones, se convirtió en una vergüenza pública de juicios, acusaciones y secretos sin resolver.
Y sin embargo, más allá de las sombras, Cantinflas dejó una huella imborrable.
Donó millones a obras sociales, fundó la Casa del Actor, ayudó a niños pobres y siempre defendió a los más vulnerables.
Su complejidad lo hacía humano: podía ser generoso y difícil, simpático y solitario, héroe y al mismo tiempo prisionero de sus propias sombras.
Hoy, a más de 30 años de su muerte, su figura sigue viva.
No solo en el verbo cantinflear, ni en sus películas que aún hacen reír, sino en la memoria colectiva de un país que lo adoptó como símbolo eterno.
Cantinflas fue, y sigue siendo, el hombre que convirtió la risa en un refugio, pero que murió en medio de la tristeza, dejando tras de sí un misterio que nunca terminará de resolverse.