El sacerdote que bendijo a Carlo Acutis reveló lo que vio… y es imposible de explicar ¿Qué dirías si te contara que presencié el momento exacto en que un adolescente de 15 años vio el cielo abrirse. ¿Me creerías si te dijera que escuché a ese mismo adolescente hablar con alguien invisible en su habitación de hospital? ¿Pensarías que estoy loco si te contara que vi su rostro brillar con una luz que no venía de ninguna lámpara del hospital? Me llamo padre Marchelo Belini. He sido sacerdote católico durante 36 años. He estudiado teología en el seminario mayor de Milán. Soy un hombre de fe, sí, pero también soy un hombre de razón. No creo en supersticiones. No me dejo llevar por el misticismo barato. Durante toda mi vida sacerdotal he sido cauteloso, incluso escéptico, con los supuestos fenómenos sobrenaturales. Pero el 12 de octubre de 2006, en la habitación 307 del Hospital San Gerardo de Monza, Italia, presencié algo que no puedo explicar con mi teología, con mi razón o con mi experiencia de tres décadas atendiendo a moribundos. Presencié las últimas horas de vida de Carlo Acutis y lo que vi esa noche desafió todo lo que creía saber sobre la muerte, sobre la santidad y sobre los límites entre este mundo y el siguiente. Tal vez pienses otro sacerdote contando historias exageradas sobre un santo. Te entiendo………..

¿Qué dirías si te contara que presencié el momento exacto en que un adolescente de 15 años vio el cielo abrirse.

¿Me creerías si te dijera que escuché a ese mismo adolescente hablar con alguien invisible en su habitación de hospital? ¿Pensarías que estoy loco si te contara que vi su rostro brillar con una luz que no venía de ninguna lámpara del hospital? Me llamo padre Marchelo Belini.

He sido sacerdote católico durante 36 años.

He estudiado teología en el seminario mayor de Milán.

Soy un hombre de fe, sí, pero también soy un hombre de razón.

No creo en supersticiones.

No me dejo llevar por el misticismo barato.

Durante toda mi vida sacerdotal he sido cauteloso, incluso escéptico, con los supuestos fenómenos sobrenaturales.

Pero el 12 de octubre de 2006, en la habitación 307 del Hospital San Gerardo de Monza, Italia, presencié algo que no puedo explicar con mi teología, con mi razón o con mi experiencia de tres décadas atendiendo a moribundos.

Presencié las últimas horas de vida de Carlo Acutis y lo que vi esa noche desafió todo lo que creía saber sobre la muerte, sobre la santidad y sobre los límites entre este mundo y el siguiente.

Tal vez pienses otro sacerdote contando historias exageradas sobre un santo.

Te entiendo.

Yo pensaría lo mismo.

Por eso necesito ser completamente honesto contigo desde el principio.

Durante los primeros 10 minutos que pasé en esa habitación, yo no creía que Carlo Acutis fuera alguien especial.

Para mí era simplemente otro adolescente trágico, muriendo de leucemia, necesitado del sacramento final de la iglesia.

Pero entonces comenzaron a suceder cosas pequeñas al principio, sutiles, cosas que podría haber ignorado o racionalizado.

Pero conforme pasaban las horas, los eventos se volvieron innegables.

Y cuando Carlo pronunció sus últimas palabras a las 6:37 de la mañana del 13 de octubre, yo ya no era el mismo sacerdote que había entrado a esa habitación 8 horas antes.

Déjame llevarte a esa noche.

Era jueves 12 de octubre de 2006.

Acababa de terminar la misa vespertina en mi parroquia Santa María de los Ángeles, cuando mi teléfono celular sonó.

Era la hermana Lucía, la capellana del Hospital San Gerardo de Monza.

Padre Marchelo, dijo su voz con urgencia, necesito que venga al hospital inmediatamente.

Hay un adolescente en la unidad de oncología pediátrica, leucemia fulminante.

Los doctores dicen que le quedan pocas horas, tal vez hasta el amanecer.

Los padres son católicos devotos y han pedido la extrema unción.

Miré mi reloj.

Eran las 10:47 de la noche.

Estaba cansado.

Había sido un día largo atendiendo confesiones y visitando enfermos.

Mi cuerpo de 48 años ya no tenía la resistencia de mis años jóvenes en el seminario.

Pero cuando un moribundo llama, un sacerdote responde, “Voy en camino, hermana.

” Respondí mientras tomaba mi estola morada, el óleo sagrado y mi breviario.

El trayecto desde mi parroquia hasta el hospital tomaría unos 20 minutos bajo la lluvia.

Mientras conducía por las calles mojadas de Monza, con los limpiaparabrisas golpeando rítmicamente, recé en silencio.

Señor, dame las palabras correctas para esta familia.

Dame la fortaleza para acompañar a este joven en su tránsito.

Dame tu gracia para ser un instrumento de tu paz.

Es lo que siempre rezo antes de administrar la extrema unción.

Pero esa noche, sin saberlo, debí haber orado.

Señor, prepárame para lo que estoy a punto de presenciar.

prepara mi corazón para encontrarme no solo con un adolescente moribundo, sino con alguien que ya tiene un pie en el cielo.

Llegué al Hospital San Gerardo a las 11:15 de la noche.

El estacionamiento estaba casi vacío, solo algunos autos de personal médico nocturno.

Las luces fluorescentes del hospital brillaban contra la oscuridad lluviosa.

Tomé mi maletín con los santos óleos y caminé hacia la entrada principal.

La hermana Lucía me esperaba en el vestíbulo.

Era una religiosa de unos 60 años con el hábito blanco de las hermanas de la caridad.

Padre Marchelo, gracias por venir tan rápido me dijo mientras caminábamos hacia los elevadores.

Su rostro mostraba una expresión que no podía descifrar.

No era solo tristeza por un joven moribundo.

¿Había algo más? Hermana, le pregunté mientras esperábamos el elevador.

¿Qué puede decirme sobre este muchacho? Ella presionó el botón del tercer piso y suspiró profundamente.

Padre Carlo Acutis tiene 15 años.

Fue diagnosticado con leucemia promielocítica aguda hace apenas 10 días.

Es un tipo muy agresivo.

Los doctores intentaron quimioterapia de emergencia, pero su cuerpo no respondió.

Esta tarde entraron a decirle a la familia que no hay nada más que hacer médicamente.

El elevador subió lentamente.

¿Cómo está tomando el muchacho la noticia?, pregunté.

La hermana Lucía me miró con esos ojos azules profundos.

Padre, ese es el detalle extraño.

Carlo no está asustado, no está llorando, no está enojado con Dios, está está en paz.

Una paz que yo nunca he visto en un adolescente que sabe que va a morir.

Las puertas del elevador se abrieron en el tercer piso.

El olor característico de hospital me golpeó.

Desinfectante, medicinas, enfermedad.

Caminamos por el pasillo de oncología pediátrica.

Normalmente estos pasillos tienen una atmósfera pesada cargada con el sufrimiento de niños enfermos.

Pero esa noche, mientras nos acercábamos a la habitación 307, sentí algo diferente.

No puedo explicarlo racionalmente, pero era como si el aire mismo fuera más ligero, más limpio, como si hubiera una presencia invisible que cambiaba la atmósfera del lugar.

“Aquí es, padre”, dijo la hermana Lucía señalando la puerta de la habitación 307.

Los padres están dentro con él.

Se llaman Andrea y Antonia Salzano.

Son buenas personas, católicos practicantes.

Están destrozados, obviamente, pero tienen fe.

Antes de tocar la puerta, la hermana Lucía Memasanalno tomó del brazo.

Padre Marchelo, ¿hay algo más que debes saber? Carlo ha estado hablando sobre la muerte de una manera muy particular.

No habla de ella con miedo, habla de ella como si fuera un encuentro esperado con alguien que ama profundamente.

Toqué suavemente la puerta.

Una voz femenina quebrada por el llanto dijo, “Adelante.

” Abrí la puerta y entré a la habitación 307.

Lo primero que vi fue a los padres de Carlo.

Andrea Acutis, un hombre de unos 40 años con traje de negocios arrugado.

Estaba sentado en una silla junto a la ventana con la cabeza entre las manos.

Antonia Salzano, una mujer elegante con el cabello oscuro recogido, estaba de pie junto a la cama, sosteniendo la mano de su hijo.

Sus ojos estaban rojos e hinchados, pero en su rostro había una serenidad inexplicable.

Y entonces vi a Carlo, estaba recostado en la cama del hospital, conectado a múltiples monitores y tubos intravenos.

Su cabeza estaba completamente calva debido a la quimioterapia.

Su piel tenía esa palidez característica de los pacientes con leucemia avanzada.

Era un muchacho delgado, casi frágil, vestido con una bata de hospital azul claro.

Pero lo que me impactó no fue su apariencia física enferma, fue su rostro.

Carlo Acutis estaba sonriendo.

No era una sonrisa forzada o fingida, era genuina.

Sus ojos marrones brillaban con una luz que no tenía nada que ver con las lámparas del hospital.

Me miró directamente y dijo con una voz suave pero clara, “Buenas noches, padre Marchelo.

Gracias por venir.

Sé que es tarde y probablemente está cansado después de un largo día.

Me quedé paralizado en la entrada de la habitación.

Un adolescente de 15 años muriendo de leucemia, con pocas horas de vida, preocupándose por si yo estaba cansado.

“Carlo,” dije acercándome a su cama.

No estoy cansado en absoluto.

Es un honor estar aquí contigo.

Me senté en la silla junto a su cama.

De cerca pude ver los estragos de la enfermedad, las ojeras profundas, las venas marcadas en sus brazos donde los tratamientos habían dejado moretones.

la delgadez extrema.

Pero también vi algo más, algo que en mis 32 años como sacerdote solo había visto en las pinturas de los santos medievales una paz sobrenatural que irradiaba de su ser entero.

“Padre”, dijo Carlo con esa voz suave, “¿puedo hacerle una confesión antes del sacramento de la unción?” Por supuesto que podía.

La confesión es siempre bienvenida antes de la extrema unción.

Señor y señora Acutis”, dije volteando hacia los padres.

“¿Podrían darnos un momento a solas?” Antonia besó la frente de su hijo.

Andrea se acercó y apretó su mano.

Ambos salieron de la habitación en silencio.

Cuando la puerta se cerró, puse mi estola morada alrededor de mi cuello y dije las palabras rituales: “Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios para que puedas confesar todos tus pecados con verdadera contrición.

Carlos cerró los ojos por un momento, como si estuviera buscando en su memoria.

Luego abrió los ojos y dijo, “Padre, me he confesado regularmente toda mi vida.

Mi último sacramento de reconciliación fue hace dos semanas, justo antes de que me diagnosticaran.

Desde entonces no he cometido ningún pecado grave, pero hay algo que pesa en mi conciencia.

” Me incliné más cerca.

Dime, Carlo.

Él respiró profundamente, con dificultad debido a sus pulmones comprometidos.

Padre, a veces he sentido impaciencia, impaciencia por llegar al cielo.

Sé que debería aferrarme a cada momento con mis padres, pero la verdad es que estoy ansioso por ver a Jesús cara a cara.

¿Es eso un pecado? ¿Es egoísta de mi parte querer estar ya en el cielo cuando mis padres me necesitan aquí? Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.

No podía contenerlas.

Aquí había un adolescente de 15 años muriendo de una enfermedad terrible, preocupándose no por su dolor, no por su muerte prematura, sino por si era pecado desear el cielo.

Carlos, dije con voz quebrada, no es pecado.

San Pablo escribió, deseo partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.

Pero también escribió, “Sin embargo, quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros.

Tu deseo de ver a Jesús es santo.

Tu amor por tus padres también es santo.

Ambos pueden coexistir.

” Carlos sonrió con alivio.

“Gracias, padre.

Ahora puedo irme en paz.

” Procedí con la confesión formal.

Carlo confesó pequeñas imperfecciones, ocasional impaciencia con su hermana menor, algunas veces olvidar rezar el rosario completo, momentos de orgullo cuando la gente elogiaba su trabajo en la computadora.

Eran las faltas de un alma ya purificada, no los pecados de un adolescente típico.

Cuando terminó, le di la absolución.

Yo te absuelvo de tus pecados.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

respondió Carlo con una paz profunda en su rostro.

Llamé de regreso a los padres.

Era tiempo del sacramento de la unción de los enfermos.

Abrí mi maletín, saqué el óleo sagrado.

Andrea y Antonia se pararon a ambos lados de la cama de su hijo, cada uno sosteniendo una de sus manos.

Comencé con las oraciones rituales por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, que el Señor te ayude con la gracia del Espíritu Santo.

Ungí su frente con el aceite sagrado, haciendo la señal de la cruz, que el Señor que te libera del pecado te salve y te levante.

Pero entonces sucedió algo extraordinario mientras ungía las manos de Carl diciendo, “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, que el Señor te ayude con la gracia del Espíritu Santo.

” Sentí un calor intenso emanar de sus palmas.

No era fiebre, era otra cosa.

Era como si sus manos estuvieran conectadas a una fuente de energía invisible.

Miré a Andrea y Antonia para ver si ellos también lo sentían.

Por sus expresiones de asombro, era claro que sí.

Lo sienten susurró Antonia.

Es como si como si hubiera electricidad pasando por él.

Carlo abrió los ojos y sonrió.

Mamá, papá, padre Marchelo, no se asusten.

Es la presencia del Espíritu Santo.

Él está aquí en este cuarto con nosotros.

Siempre ha estado aquí, pero ahora puedo sentirlo de manera más fuerte porque estoy más cerca del cielo.

Mis manos temblaban mientras terminaba el sacramento.

Nunca en mi vida sacerdotal había experimentado algo así.

Había ungido asientos de enfermos, había visto paz, había visto fe, había visto resignación, pero nunca había sentido esta presencia tangible de lo divino.

Después del sacramento, me quedé sentado junto a la cama de Carlo.

Eran cerca de las 12:30 de la madrugada.

Los monitores continuaban con su pitido constante.

Las enfermeras entraban cada 30 minutos para revisar los signos vitales, pero en esa habitación el tiempo parecía detenerse.

“Padre Marchelo”, dijo Carlo después de un largo silencio.

“¿Puedo contarle algo?” “Por supuesto, Carl.

” “Lo que quieras.

” Él miró hacia el techo como siguiente estuviera viendo algo que yo no podía ver.

Hace tres días, en la noche, cuando todos estaban dormidos y yo estaba solo en esta habitación, tuve una visión.

No sé si fue un sueño o si estaba despierto, pero fue tan real como usted está aquí ahora frente a mí.

Mi corazón comenzó a latir más rápido.

¿Qué viste, Carlo? Vi a la Virgen María, dijo con absoluta convicción.

Estaba parada justo donde usted está ahora.

vestía un manto azul brillante y su rostro era más hermoso que cualquier cosa en este mundo.

No dijo nada con palabras, pero yo entendí su mensaje en mi corazón.

¿Qué mensaje era? Pregunté completamente absorto en su relato.

Me dijo que mi sufrimiento no era en vano, que yo iba a ofrecer mi enfermedad por el Papa y por la Iglesia.

Me mostró que mi muerte no sería el fin, sino el principio de mi verdadera misión.

me dijo que a través de mi vida corta, Dios iba a tocar los corazones de millones de jóvenes que se han alejado del acosiado.

Eucaristía.

Antonia comenzó a soylozar en voz baja.

Andrea apretó la mano de su hijo con fuerza.

Carlo dije con voz temblorosa, ¿le tienes miedo a la muerte? Él me miró directamente a los ojos.

Padre, ¿usted le tiene miedo a ir a casa después de un largo día de trabajo? ¿Le tiene miedo a encontrarse con alguien que ama profundamente? Así es como veo la muerte.

No es un final, es regresar a casa.

Es encontrarme con Jesús, quien me ha amado desde antes de que yo existiera.

Nunca en mi vida había escuchado a nadie, mucho menos a un adolescente, hablar de la muerte con tanta paz y claridad.

Las horas pasaron.

Eran las 2 de la madrugada, luego las 3, luego las 4.

Los doctores habían dicho que Carlo no llegaría al amanecer, pero él seguía despierto hablando con nosotros.

nos contó sobre su pasión por la Eucaristía, como desde niño sentía un amor profundo por Jesús en el sacramento.

Nos habló sobre su proyecto de internet documentando milagros eucarísticos del mundo entero.

Padre, me dijo alrededor de las 4:30 de la madrugada, quiero que sepa algo importante.

La Eucaristía es nuestra autopista al cielo.

Cada vez que recibimos a Jesús en la comunión, estamos tocando el cielo con nuestras manos.

La gente no entiende el tesoro que tienen.

Van a misa como si fuera una obligación aburrida.

Pero si realmente entendieran que Dios mismo está ahí esperándolos, recibiéndolos, amándolos, si entendieran eso, las iglesias estarían llenas día y noche.

Sus palabras eran como fuego.

A pesar de su cuerpo débil y moribundo, su espíritu ardía con un celo apostólico que yo rara vez había visto, incluso en sacerdotes con décadas de ministerio.

Alrededor de las 5 de la mañana algo cambió.

Carlos cerró los ojos por varios minutos.

Los monitores comenzaron a emitir sonidos diferentes.

Su respiración se volvió más superficial.

Antonia se inclinó sobre él.

Carlo, mi amor, ¿estás bien? Él abrió los ojos lentamente, pero había algo diferente en su mirada.

Era como si estuviera viendo más allá de esta habitación, más allá de este mundo.

“Mamá, papá”, susurró con dificultad.

“No lloren por mí.

Estoy a punto de conocer a Jesús en persona.

Les prometo que voy a interceder por ustedes desde el cielo.

Voy a pedirle a Dios que les dé la fuerza para continuar y algún día, cuando sea el tiempo de Dios, nos volveremos a encontrar en el paraíso.

Las lágrimas corrían libremente por mi rostro.

No podía detenerlas.

En ese momento supe con absoluta certeza que estaba presenciando algo sagrado.

No era solo la muerte de un adolescente, era el nacimiento de un santo.

La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por la ventana de la habitación 307, pintando el cielo de tonos rosados y dorados.

Y Carlo Acutis, con una sonrisa en su rostro se preparaba para su último viaje.

La luz del amanecer llenaba lentamente la habitación 307 cuando Carlo abrió los ojos de nuevo.

Eran las 5:45 de la mañana del 13 de octubre de 2006.

Habían pasado casi 7 horas desde que yo había entrado a esa habitación como un sacerdote ordinario cumpliendo con su deber.

Pero en esas 7 horas había presenciado algo que transformaría mi comprensión completa de lo que significa la santidad.

Carlo respiraba con dificultad.

Ahora, cada inhalación parecía requerir un esfuerzo sobrehumano.

Los monitores mostraban que su presión arterial estaba cayendo peligrosamente.

Su ritmo cardíaco se volvía irregular.

médicamente hablando, estaba en sus minutos finales, pero espiritualmente algo extraordinario estaba sucediendo.

“Padre Marchelo”, susurró Carlo con una voz tan débil que tuve que inclinarme muy cerca para escucharlo.

“¿Puede abrir la ventana? Quiero ver el amanecer una última vez.

” Andrea se levantó rápidamente y abrió la ventana.

El aire fresco de octubre entró en la habitación junto con los primeros rayos del sol.

Carlos sonrió mientras la luz dorada tocaba su rostro pálido.

Es hermoso murmuró con los ojos fijos en el horizonte que se iluminaba.

La creación de Dios es tan hermosa, cada amanecer es un milagro, pero la gente no lo ve.

Están demasiado ocupados, demasiado distraídos con sus teléfonos, con sus problemas, con cosas que no importan.

Padre, prometa que recordará esto.

Cada día es un regalo.

Cada momento es una oportunidad para amar a Dios y servir a los demás.

No desperdicie ni un segundo en cosas que no importan para la eternidad.

Sus palabras me penetraron hasta el alma.

Aquí estaba un adolescente de 15 años en sus últimos minutos de vida preocupándose por mi crecimiento espiritual, por mi salvación eterna.

Lo prometo, Carl, dije con voz quebrada mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.

Prometo que no olvidaré estas horas contigo.

Prometo que contaré tu historia a todos los que quieran escuchar.

Prometo que viviré cada día con más intensidad, con más amor, como tú lo hiciste.

Carlo asintió débilmente, como si esa promesa le diera paz.

Luego cerró los ojos por un momento largo.

Los monitores emitieron un sonido agudo y alarmante.

Una enfermera entró corriendo.

Su rostro mostraba preocupación profesional.

mezclada con algo más, algo que parecía reverencia.

Revisó rápidamente los signos vitales de Carlo y luego me miró directamente a los ojos.

“Padre”, dijo con urgencia, pero también con suavidad.

“Tal vez quiera comenzar las oraciones finales.

” Médicamente no le queda mucho tiempo.

Sus órganos están fallando.

Es cuestión de minutos ahora.

Tomé mi breviario con manos temblorosas.

Era el momento de las oraciones de recomendación del alma, las últimas oraciones que la iglesia ofrece por un moribundo.

Había recitado estas oraciones cientos de veces durante mi ministerio sacerdotal.

Las conocía de memoria, pero esa noche cada palabra tenía un parante, peso diferente, una gravedad especial.

Pero antes de que pudiera comenzar, Carlo abrió los ojos de nuevo y lo que vi en ese momento está grabado en mi memoria, con una claridad que desafía el paso de los años y que nunca se borrará mientras viva.

Sus ojos, que habían estado débiles y cansados durante toda la noche, de repente brillaron con una luz intensa.

No era la luz de las lámparas del hospital, no era el reflejo del sol que entraba por la ventana abierta.

Era otra luz completamente diferente, una luz que parecía venir de dentro de él mismo, como si su alma estuviera encendida con fuego divino.

“Padre”, dijo Carlo con una voz que era más fuerte de lo que había sido en horas, una voz que no concordaba con su cuerpo moribundo.

“¿Puede ver lo que yo veo? ¿Puede verlos?” Miré alrededor de la habitación confundido, buscando entender a qué se refería.

¿Qué ves, Carlo? Dime, ¿qué estás viendo? Los Ángeles respondió con absoluta claridad y convicción total, están aquí.

Hay tantos de ellos.

llenan toda la habitación, desde el piso hasta el techo.

Están vestidos con túnicas blancas brillantes y están cantando.

Oh, padre, el canto es tan hermoso.

Es como si mil coros estuvieran cantando al mismo tiempo.

No puede escuchar el canto del cielo.

Antonia soylozó fuertemente.

Su cuerpo temblaba con la emoción de escuchar a su hijo describir lo que estaba viendo.

Andrea abrazó a su esposa mientras ambos miraban a su hijo con una mezcla de dolor profundo por perderlo y asombro reverente por lo que estaba presenciando.

Yo miré intensamente alrededor de la habitación, forzando mis ojos a ver más allá de lo físico.

No vi ángeles con mis ojos corporales.

Mis sentidos naturales no percibieron figuras celestiales, pero sentí algo, una presencia múltiple, poderosa, abrumadora, que llenaba cada centímetro del espacio.

Era como si la habitación 307 se hubiera convertido en un portal entre dos mundos y los habitantes del cielo hubier venido a escoltar a Carlo en su viaje final.

El aire mismo parecía vibrar con una energía invisible, pero completamente real.

Los ángeles me están diciendo que es hora”, continuó Carlo con su voz fortalecida por lo que estaba viendo.

“Me están diciendo que Jesús me está esperando.

” Y también está mi mamá del cielo, la Virgen María.

Ella está aquí también, parada justo allí junto a la ventana, señaló Carlo hacia un espacio aparentemente vacío junto a la ventana abierta.

Oh, es tan hermosa, mucho más hermosa que en mi visión de hace tres días.

Su rostro brilla como el sol, pero no lastima mis ojos.

Su manto azul es del color del cielo en el día más perfecto y me está sonriendo.

Me está extendiendo su mano, invitándome a ir con ella.

Las lágrimas corrían por mi rostro sin control.

Ya no intentaba detenerlas.

Ya no me preocupaba mantener mi compostura sacerdotal.

estaba presenciando algo que trascendía todos los libros de teología que había estudiado, todos los sermones que había escuchado, todas las misas que había celebrado.

“Carlo,” dije tratando de mantener mi voz firme, pero fallando completamente.

¿Tienes algún mensaje final para tus padres? ¿Algo que quieras decirles antes de partir al cielo? Carlo apartó su mirada de la visión celestial que solo él podía ver, y miró a su madre y a su padre.

con un amor tan profundo, tan puro, que era casi tangible en el aire.

“Mamá, papá”, comenzó Carlo con voz clara a pesar de su condición física deteriorada.

“Ustedes me dieron todo, me dieron la vida, me dieron un hogar lleno de amor, me enseñaron a amar a Dios, me llevaron a misa cada domingo desde que era un bebé.

Me mostraron cómo vivir una vida de fe auténtica, no solo de palabras, sino de acciones.

Gracias.

Gracias por ser los mejores padres que un hijo podría pedir.

Gracias por cada sacrificio que hicieron por mí.

No estén tristes por mí.

Por favor, no lloren con tristeza.

Voy a un lugar de alegría infinita, de paz eterna.

Voy a estar con Jesús, quien me ha amado desde antes de que yo existiera y desde el cielo voy a cuidar de ustedes.

Voy a interceder por ustedes cada día.

Voy a pedirle a Dios que los llene de su gracia.

Y cuando llegue su momento, cuando sea el tiempo perfecto de Dios, yo estaré esperándolos en las puertas del paraíso.

Los recibiré con los brazos abiertos y entraremos juntos a la presencia de Dios.

Antonia se inclinó sobre su hijo.

Sus lágrimas caían sobre el rostro pálido de Carlo.

Lo besó en la frente con ternura infinita, como lo había hecho mil veces cuando era un niño pequeño.

Te amo, Carlo.

Te amo más que a mi propia vida.

Eres lo mejor que me ha pasado en este mundo.

Andrea, con su voz quebrada por la emoción, apretó la mano de su hijo con toda la fuerza que tenía.

Hijo mío, estoy tan orgulloso de ti, tan orgulloso del hombre de Dios que te has convertido, tan orgulloso de tu fe, de tu amor por Jesús, de tu pasión por la Eucaristía.

Has vivido más santidad en 15 años que la mayoría de las personas en 80.

Carlos sonrió débilmente.

Esa sonrisa que había mantenido durante toda su agonía.

Los amo, mamá y papá, siempre los amaré.

Nada, ni siquiera la muerte.

puede separar nuestro amor.

Luego se volvió hacia mí con urgencia en sus ojos.

Padre Marchelo, ¿puede darme la comunión una última vez? Quiero recibir a Jesús en mi corazón antes de ir a encontrarme con él cara a cara.

Mi corazón se aceleró con su petición.

Carlo, no traje la Eucaristía conmigo.

Cuando me llamaron esta noche.

No sabía que estarías lo suficientemente consciente para recibirla.

Pensé que solo vendría a darte la unción de los enfermos.

Por favor, susurró con una intensidad que contrastaba con su debilidad física.

Llame a la capilla del hospital.

Debe haber un sagrario aquí.

Necesito recibir a Jesús una última vez.

Es mi último deseo en esta tierra.

Quiero que la última cosa que toque mis labios sea el lord, cuerpo de Cristo.

No había tiempo que perder.

Salí corriendo de la habitación y busqué a la hermana Lucía.

La encontré en su pequeña oficina junto a la capilla del hospital, rezando el rosario en la penumbra de la madrugada.

Hermana, dije casi sin aliento.

Necesito llevar la Eucaristía a Carlo Acutis inmediatamente.

Me está pidiendo la comunión.

Es su último deseo.

Ella me miró con comprensión profunda, como si supiera exactamente lo que estaba sucediendo en esa habitación.

Por supuesto, padre.

Voy a preparar el santísimo ahora mismo.

En menos de 5 minutos regresé a la habitación 307 con el copón sagrado, conteniendo la consagrada.

La hermana Lucía me acompañó llevando una vela encendida como era la tradición cuando se llevaba el viático, la última comunión, a un moribundo.

Cuando entramos, la atmósfera de la habitación había cambiado aún más.

Era como si el velo entre el cielo y la tierra se hubiera vuelto tan delgado que podías casi traspasar con la mano y tocar el mundo invisible.

Había una densidad en el aire, una presencia que era imposible negar.

Abrí el copón con reverencia y tomé la consagrada con mis dedos temblorosos.

Carl, dije con voz solemne, tratando de mantener la dignidad del momento sagrado, el cuerpo de Cristo.

Amén, respondió Carlo con los ojos cerrados y las manos juntas sobre su pecho en posición de oración.

Coloqué la en su lengua con todo el cuidado del mundo y entonces sucedió algo que nunca olvidaré mientras viva, algo que desafía toda explicación natural.

En el momento exacto en que la Eucaristía tocó la lengua de Carlo, su rostro se iluminó.

No es una metáfora, no es una exageración piadosa, no es el embellecimiento de un recuerdo distante.

Su rostro literalmente brilló con una luz radiante que llenó toda la habitación expulsando las sombras de la madrugada.

Andrea gritó, “¡Dios mío, ¿qué está pasando?” Antonia cayó de rodillas junto a la Mino Cama, sus manos cubriéndose la boca en shock absoluto.

La hermana Lucía se persignó repetidamente, murmurando oraciones en latín.

Yo me quedé paralizado, sosteniendo el copón en mis manos temblorosas, incapaz de moverme, incapaz de hablar, solo capaz de observar.

La luz emanaba de Carlo como si hubiera una estrella dentro de su pecho irradiando a través de su piel.

No era una luz natural, no era el reflejo de ninguna lámpara, era una luz sobrenatural celestial que transformaba toda la habitación en un espacio sagrado.

Duró aproximadamente 30 segundos, quizás un minuto.

Fue imposible medir el tiempo en ese momento porque sentí que habíamos salido del tiempo ordinario.

Cuando la luz finalmente se desvaneció, lentamente como un atardecer divino, Carlo abrió los ojos.

Había lágrimas de pura alegría rodando por sus mejillas pálidas.

“Gracias, Padre”, susurró con una voz llena de gratitud profunda.

“Gracias por traerme a Jesús una última vez.

Ahora estoy listo.

Ahora puedo partir en paz porque llevo a Jesús dentro de mí.

Él está en mi corazón y pronto estaré en el suyo.

Los monitores comenzaron a sonar más intensamente, sus alarmas electrónicas rompiendo el silencio reverente.

La enfermera que había estado esperando afuera entró de nuevo, miró las pantallas con expresión profesional y luego me miró con una expresión que decía claramente, “Es cuestión de minutos ahora, tal vez segundos.

” Me senté junto a la cama de Carlo y tomé mi breviario negro.

gastado por décadas de uso.

Era hora de las oraciones finales, las oraciones de recomendación del alma que la Iglesia ha rezado durante siglos por los moribundos.

Las oraciones que acompañan a un alma cristiana en su paso de este mundo al siguiente.

Comencé con voz temblorosa, pero decidida, parte de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios Padre todopoderoso que te creó.

En el nombre de Jesucristo, hijo del Dios vivo, que padeció por ti.

En el nombre del Espíritu Santo que fue derramado sobre ti.

Mientras yo rezaba las antiguas oraciones en español, traducciones de los ritos latinos que la Iglesia ha preservado durante siglos, Carlo mantenía sus ojos cerrados, pero sus labios se movían en oración silenciosa.

Podía ver que estaba hablando con alguien, aunque ninguno de nosotros podía escuchar las palabras.

En el nombre de los ángeles y arcángeles, en el nombre de los tronos y dominaciones, en el nombre de los principados y potestades, en el nombre de los querubines y serafines, recité los nombres de todos los santos, invocándolos como intercesores para acompañar el alma de Carlo en su tránsito.

San Miguel Arcángel, defiéndelo en la batalla.

San Gabriel, mensajero del cielo.

San Rafael, medicina de Dios.

Todos los santos ángeles custodien su alma.

Santa María, madre de Dios, intercede por él.

San José, patrono de la buena muerte, acompáñalo.

San Pedro, portador de las llaves del cielo.

San Pablo, predicador de la gracia.

San Juan, el discípulo amado, todos los santos apóstoles y evangelistas, Santa María Magdalena, San Esteban, primer mártir, San Lorenzo, todos los santos mártires que derramaron su sangre por Cristo, San Gregorio, San Agustín, San Benito, todos los santos monjes y ermitaños, Santa Catalina, Santa Lucía, Santa Teresa, todas las santas vírgenes, San Francisco de Asís, patrono de Carlo, Todos los santos y santas de Dios, interceded por él.

Vengan en su ayuda.

Santos de Dios, salgan a su encuentro, ángeles del Señor, reciban su alma y preséntenla ante el trono del Altísimo.

La habitación estaba llena de una presencia múltiple.

Ahora, aunque mis ojos físicos no veían nada, mi espíritu sentía que estábamos rodeados de una gran nube de testigos, los santos y ángeles que habían venido a escoltar a Carlo a su hogar eterno.

Eran las 6:15 de la mañana.

El sol ya estaba completamente sobre el horizonte, pintando el cielo de tonos dorados y rosados.

La habitación 307 estaba bañada en la luz natural del amanecer, mezclándose con la luz sobrenatural que parecía emanar de las paredes mismas.

Carlo abrió los ojos una última vez, pero esta vez había algo diferente en su mirada.

Era como si ya no estuviera completamente con nosotros.

Era como si una parte de él ya hubiera cruzado el umbral invisible entre este mundo y el siguiente.

Miró hacia arriba, hacia el techo, pero era evidente que estaba viendo algo que nosotros no podíamos ver, algo glorioso, algo que llenaba su rostro de admiración total.

“Es tan hermoso”, murmuró con su último aliento de fuerza.

Es más hermoso de lo que jamás imaginé.

No tengan miedo.

El cielo es real.

Jesús es real.

El amor de Dios es más grande, más profundo, más intenso de lo que podemos imaginar con nuestra mente limitada.

No tengan miedo de la muerte.

Es solo una puerta, una puerta que se abre al amor infinito.

Su respiración se volvió más superficial con cada palabra.

Cada inhalación era un examución perorero, esfuerzo visible, un trabajo que su cuerpo exhausto apenas podía realizar.

Antonia sostenía su mano derecha, apretándola con desesperación, como si pudiera mantenerlo en este mundo con la fuerza de su amor materno.

Andrea sostenía su izquierda, sus labios murmuraban oraciones continuas.

Yo tenía mi mano sobre su frente, todavía ungida con el óleo sagrado que había aplicado horas antes.

Carlo dije suavemente, inclinándome cerca de su oído.

Encomienda tu alma a Dios.

Él te ama.

Él te está esperando con los brazos abiertos.

Él ha preparado un lugar especial para ti en su reino.

No tengas miedo.

Ve en paz, hijo amado de Dios.

Carlos sonrió.

Fue la sonrisa más bella, más pacífica, más radiante que he visto en mi vida.

Era la sonrisa de alguien que estaba viendo algo glorioso, algo que superaba toda belleza terrenal.

“Voy a casa”, susurró con su voz casi inaudible.

Finalmente voy a casa.

Jesús, te amo.

María, mi madre del cielo, llévame contigo.

Y entonces, a las 6:37 de la mañana del 13 de octubre de 2006, Carlo Acutis exhaló su último aliento.

El monitor de ritmo cardíaco emitió un tono continuo y agudo.

La línea verde en la pantalla se volvió plana.

Pero lo que sucedió en los segundos inmediatamente después de su muerte fue lo más extraordinario de toda esa noche extraordinaria.

En el momento exacto en que Carlo murió, sentí una presencia salir de la habitación.

No fue algo que vi con mis ojos físicos, pero fue tan real, tan tangible como cualquier cosa que he experimentado con mis cinco sentidos naturales.

Era como si un espíritu luminoso, puro, gozoso, lleno de vida verdadera, hubiera salido disparado hacia arriba, atravesando el techo del hospital, subiendo rápidamente hacia el cielo.

Y simultáneamente sentí que la habitación se llenó de una paz profunda.

No la paz triste y pesada de una muerte, sino la paz gozosa y ligera de una victoria.

Era como si el cielo mismo estuviera celebrando la llegada de una nueva alma.

Antonia sollyosaba.

Su cuerpo temblaba con el dolor de una madre que ha perdido a su hijo.

Pero a través de sus lágrimas repetía una y otra vez: “Gracias, Dios.

Gracias por prestármelo durante 15 años.

Gracias por el regalo increíble de ser su madre.

Gracias por su vida, por su fe, por su amor.

Andrea abrazaba a su esposa y aunque las lágrimas corrían libremente por su rostro, había una expresión de asombro reverente en sus ojos, como si él también hubiera sentido lo que yo sentí.

La hermana Lucía estaba de rodillas en una esquina de la habitación, rezando el rosario en voz baja, sus dedos pasando las cuentas con devoción profunda.

Yo me quedé sentado junto al cuerpo de Carlo, mirando su rostro con admiración y gratitud.

Y aquí está el detalle que los doctores no pudieron explicar, que quedó documentado en los registros médicos oficiales del Hospital San Gerardo de Monza.

El rostro de Carlo después de la muerte no mostraba ningún signo dele, sufrimiento, ninguna evidencia del dolor terrible que la leucemia había causado.

Al contrario, tenía una sonrisa serena grabada en sus rasgos, como si hubiera visto algo maravilloso en sus últimos segundos de vida terrenal.

Sus rasgos estaban completamente relajados, en paz total.

No había tensión, no había miedo, no había angustia, era como si estuviera dormido después de un día feliz y completo, no como si hubiera muerto de una enfermedad terrible y agresiva.

Me quedé en esa habitación durante otras dos horas, incapaz de irme, incapaz de separarme del espacio sagrado donde había presenciado un milagro.

Los doctores vinieron a certificar oficialmente la muerte.

Las enfermeras vinieron a preparar el cuerpo para su traslado, pero yo no podía moverme.

Sentía que había presenciado algo que cambiaría mi vida para siempre, que me había sido dado un regalo extraordinario ver a un santo moderno en el momento de su tránsito al cielo.

Finalmente, alrededor de las 9 de la CBO mañana, cuando el hospital comenzaba a llenarse con las actividades del día, me despedí de Andrea y Antonia.

Antonia me abrazó con fuerza.

Padre Marchelo me dijo mientras sus lágrimas mojaban mi sotana.

Gracias por acompañar a nuestro hijo en sus últimas horas.

No sé exactamente qué vio usted esta noche, pero espero que algún día pueda compartir este testimonio con el mundo entero.

La gente necesita saber que los santos no son solo figuras del pasado lejano.

Dios sigue levantando santos, incluso en nuestra época moderna, especialmente en nuestra época cuando la fe está siendo atacada por todos lados.

Yeah.

 

 

Related Posts

Our Privacy policy

https://noticiasdecelebridades.com - © 2025 News