Me llamo Felipe Córdoba y durante 28 años he servido como obispo de una diócesis en el norte de España.

He dedicado mi vida al estudio de la teología, a la formación sacerdotal y al servicio pastoral de mi grey.
Soy un hombre de fe, profundamente convencido de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, de la intercepición de los santos y del poder de la oración.
Pero también soy un hombre formado en el rigor del pensamiento crítico, en la filosofía atomista, en la necesidad de discernir con prudencia los fenómenos que se presentan como sobrenaturales.
Por eso, cuando comenzaron a multiplicarse las historias sobre milagros atribuidos a Carlo Acutis, ese joven beato italiano fallecido en 2006, confieso que mi primera reacción no fue de entusiasmo, sino de cautela, no de incredulidad absoluta, sino de escepticismo metodológico.
La Iglesia nos enseña a ser prudentes, a no correr detrás de cada supuesto prodigio como si fuéramos niños buscando magia.
Los milagros existen, sí, pero también existen las coincidencias, las exageraciones piadosas, los malentendidos médicos y en ocasiones, lamentablemente, el fraude.
Crecí en una familia profundamente católica, en un pequeño pueblo de Castilla donde la fe se vivía con sencillez y sin aspavientos.
Mi padre era médico rural, un hombre que veía la enfermedad y la muerte de cerca y que me enseñó desde niño a valorar tanto la ciencia como la fe, sin confundirlas.
Felipe me decía, Dios actúa a través de las leyes naturales que él mismo creó.
Un milagro verdadero no contradice la razón, la trasciende.
Esas palabras marcaron mi formación y mi ministerio.
Estudié en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, donde tuve profesores jesuitas que me enseñaron a pensar con rigor, a no aceptar argumentos débiles, a exigir evidencias.
Luego hice un doctorado en teología dogmática, especializándome en pneumatología y en el discernimiento de carismas.
Durante años formé parte del equipo diocesano que evaluaba supuestas apariciones marianas y fenómenos místicos.
Aprendí que el 90% de los casos reportados tenían explicaciones naturales, personas sinceras pero equivocadas, interpretaciones erróneas de experiencias psicológicas normales y en algunos casos patologías mentales no diagnosticadas.
Esta formación me convirtió en lo que algunos llamaban con cierto reproche un obispo racionalista.
No me gustaba ese término.
Yo no negaba lo sobrenatural.
Simplemente insistía en que debíamos aplicar los criterios de la iglesia con seriedad.
San Pablo nos advierte de probar los espíritus, de discernir.
Y yo tomaba ese mandato muy en serio.
Cuando Carlo Acutis fue beatificado en 2020, seguí el proceso con interés, pero sin mayor emoción.
Era, sin duda, un joven admirable.
Su amor por la Eucaristía, su uso de la tecnología para evangelizar, su muerte prematura a los 15 años ofrecida por el Papa y la Iglesia.
Todo eso era edificante, pero lo que me generaba reservas eran los milagros que comenzaron a atribuírsele después de su muerte, curaciones inexplicables, conversiones súbitas, fenómenos que sus devotos consideraban intervenciones directas del joven beato.
En mi diócesis, el fervor hacia Carlo Acutis creció rápidamente, especialmente entre los jóvenes.
Grupos de adolescentes organizaban vigilias eucarísticas en su honor.
Creaban páginas en redes sociales dedicadas a difundir su figura.
Llevaban estampitas con su imagen.
Algunos sacerdotes jóvenes llenos de entusiasmo, me pedían autorización para iniciar procesos de investigación de supuestas gracias recibidas por su intercesión.
Yo escuchaba con paciencia, pero mi respuesta era siempre la misma.
Necesitamos prudencia.
Necesitamos documentación médica seria.
Necesitamos tiempo.
Recuerdo particularmente una conversación con el padre Tomás, un sacerdote de 35 años, párroco de una de nuestras iglesias más grandes.
Había venido a mi oficina con tres expedientes de casos que consideraba milagros evidentes atribuidos a Carlo Acutis.
Una mujer con cáncer terminal que había entrado en remisión, un joven que había salido de un coma después de un accidente, una pareja que había concebido tras años de infertilidad.
“Monseñor”, me dijo con los ojos brillantes de convicción, “Estos casos son innegables.
Los médicos no tienen explicación.
Las familias atribuyen todo a la intercesión de Carlo.
Debemos actuar.
” Tomé los expedientes y los revisé con calma.
Leí los informes médicos, las cronologías.
los testimonios.
Luego levanté la vista hacia el padre Tomás.
Estos son casos hermosos le dije.
Y me alegra que estas personas hayan experimentado mejorías, pero mira con atención.
La mujer con cáncer estaba recibiendo un tratamiento experimental nuevo.
La remisión puede ser resultado de ese tratamiento.
El joven salió del coma después de tres semanas, un periodo dentro de lo posible.
Según los neurólogos, la pareja concibió después de un tratamiento de fertilidad.
En ninguno de estos casos hay una ruptura clara de las leyes naturales, una instantaneidad inexplicable, una reversión de daños irreversibles.
Vi la decepción en su rostro.
Monseñor, entonces no cree en los milagros.
Creo en los milagros, Tomás, pero también creo en la responsabilidad.
Si declaramos milagro, algo que no lo es, hacemos un daño enorme a la fe.
La convertimos en superstición.
Necesitamos casos donde la ciencia médica, aplicando todo su conocimiento, diga con honestidad, aquí no hay explicación posible.
El padre Tomás se fue de mi oficina educadamente, pero supe que muchos en la diócesis comenzaron a verme como un obstáculo, como un obispo que no comprendía la dimensión carismática de la fe, que ponía demasiado énfasis en la razón y muy poco en el espíritu.
No me molestaba esa percepción.
había cargado con incomprensiones más pesadas en mi ministerio.
Lo que me importaba era cumplir mi responsabilidad como pastor, proteger al rebaño de falsas ilusiones, mantener la integridad del testimonio cristiano, asegurar que cuando la iglesia hablara de un milagro fuera realmente un milagro.
Los meses pasaron y el fervor hacia Carlo Acutis en mi diócesis no disminuyó, al contrario, se intensificó.
Se organizó una gran peregrinación a Asís, a la tumba del beato.
Más de 200 jóvenes de la diócesis viajaron.
Regresaron transformados, llenos de testimonios, de experiencias de conversión, de renovación en su fe.
Yo me alegraba sinceramente por ello.
El fruto espiritual era innegable, pero los frutos espirituales no son necesariamente milagros en el sentido técnico.
Son gracias, mociones del espíritu.
pero no necesariamente intervenciones que suspenden las leyes naturales.
Fue en marzo de 2024 cuando ocurrió lo que cambiaría para siempre mi perspectiva.
Recibí una llamada del padre Antonio, párroco de una pequeña localidad rural de la diócesis, un pueblo de apenas 800 habitantes llamado Villar del Monte.
Su voz sonaba alterada, casi temblorosa.
“Monseñor, necesito que venga urgentemente.
Ha ocurrido algo, algo que usted tiene que ver personalmente.
¿Qué ha ocurrido, Antonio?”, pregunté con la calma que da la experiencia.
No puedo explicarlo por teléfono.
Por favor, confíe en mí.
Necesito que venga hoy mismo si es posible.
Hay una niña.
Monseñor tiene que verlo con sus propios ojos.
Había algo en su tono que me inquietó.
El padre Antonio era un sacerdote veterano, sensato, nada dado a exageraciones.
Si él me llamaba así, algo serio había sucedido.
Cancelé mis compromisos de la tarde y conduje las 2 horas hasta Villar del Monte.
Era un día gris de principios de primavera, con nubes bajas que amenazaban lluvia.
El pueblo apareció entre las colinas con su iglesia románica en el centro, las casas de piedra apiñadas alrededor de la plaza.
Conocía bien ese lugar.
Había estado allí varias veces para confirmaciones y visitas pastorales.
El padre Antonio me esperaba en la puerta de la casa parroquial.
Tenía 62 años, el rostro curtido por el sol y el viento de la meseta, las manos grandes de quien había trabajado en el campo antes de entrar al seminario.
Pero ese día su rostro mostraba algo que nunca había visto en él, asombro mezclado con temor reverencial.
“Gracias por venir, monseñor”, dijo tomando mis manos entre las suyas.
Lo que voy a mostrarle.
He sido sacerdote durante 36 años y nunca he visto nada igual.
Me condujo hacia la iglesia.
En el camino me explicó la situación.
En el pueblo vivía una familia, los Márquez, con tres hijos.
La menor, una niña de 7 años llamada Lucía, había nacido con una condición genética rara llamada artrogriposis, múltiple congénita.
Era una enfermedad que afectaba las articulaciones, causando contracturas severas.
Lucía no podía caminar.
Sus piernas estaban rígidas, dobladas en ángulos anormales.
Sus brazos tenían movilidad muy limitada.
Había sido operada tres veces en hospitales de Madrid sin mejoras significativas.
Los médicos habían sido claros con los padres.
Lucía nunca caminaría.
Su condición era estructural, irreversible.
Lo mejor que podían esperar era que las terapias le permitieran cierta independencia con una silla de ruedas motorizada cuando fuera mayor.
Es una niña inteligente, alegre a pesar de todo, continuó el padre Antonio.
Su madre Rosa es catequista.
Su padre Manuel es el electricista del pueblo.
Son gente sencilla, de fe profunda, pero sin exageraciones.
Nunca los he visto buscando sensacionalismos.
¿Y qué ha ocurrido?, Pregunté mientras entrábamos a la penumbra fresca de la iglesia.
Hace tres días, Rosa trajo a Lucía a la iglesia para el rosario de la tarde.
Éramos pocas personas, como siempre en los días de semana, ocho o 10 quizás.
Lucía estaba en su silla de ruedas, como siempre.
Durante el rosario, la niña pidió a su madre que la llevara ante el sagrario.
Rosa empujó la silla hasta el presbiterio.
Lucía comenzó a rezar en voz baja.
No sé exactamente qué decía, pero Rosa me contó después que la niña estaba pidiendo la intercesión de Carlo a Cutis.
Habían leído juntas sobre él, visto videos en internet.
Lucía se había encariñado con ese joven beato que también había sufrido, que también había muerto siendo apenas un adolescente.
Nos detuvimos frente al sagrario.
El padre Antonio encendió las velas del altar antes de continuar.
La niña rezó durante unos minutos.
Luego, según me contaron los presentes, comenzó a llorar.
No de tristeza, sino como si algo muy intenso estuviera ocurriendo en su interior.
Rosa se asustó.
Quiso llevarla fuera, pero Lucía le pidió que esperara.
Y entonces, monseñor, entonces la niña dijo en voz alta, Carlo está aquí, me está diciendo que me levante.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, pero mantuve mi expresión neutral.
¿Y qué ocurrió? La niña comenzó a mover sus piernas.
Rosa me lo ha repetido 20 veces y los demás presentes lo confirman.
Las piernas, que llevaban 7 años rígidas, completamente inmóviles, comenzaron a moverse.
Primero fue un pequeño temblor, luego movimientos más amplios.
Lucía empezó a llorar con más fuerza y de pronto, ante todos los presentes, se levantó de la silla de ruedas.
Me quedé en silencio.
El padre Antonio me miraba con intensidad.
Monseñor.
La niña caminó.
dio cinco pasos hacia el sagrario, cinco pasos con sus propias piernas, que según todos los médicos que la han tratado, nunca podrían sostenerla.
Cayó de rodillas frente al altar con las manos extendidas y siguió llorando.
Rosa corrió hacia ella, la abrazó y ambas permanecieron ahí llorando durante casi media hora.
Yo no supe qué hacer.
Los demás fieles estaban de rodillas, algunos lloraban también.
Fue, monseñor, fue como si el cielo hubiera tocado la tierra en ese momento.
Escuché todo esto con la mente acelerada, buscando explicaciones.
Y después la niña volvió a caminar.
“Venga conmigo”, dijo simplemente.
Salimos de la iglesia y caminamos dos calles hasta una casa modesta de dos plantas.
El padre Antonio tocó la puerta, abrió una mujer de unos 35 años, rostro cansado, pero iluminado por una expresión de paz que contrastaba con las ojeras bajo sus ojos.
“Rosa Márquez, monseñor”, dijo y se inclinó para besar mi anillo.
“Gracias por venir, gracias por tomarse el tiempo.
No tiene que agradecerme nada.
El padre Antonio me ha contado lo ocurrido.
Puedo ver a Lucía.
” Rosa asintió y nos condujo a la sala.
Allí estaba la niña sentada en el sofá jugando con una tablet.
Cuando me vio, se levantó.
Se levantó con movimientos aún algo torpes, pero se levantó de manera autónoma, usando sus propias piernas y caminó hacia mí.
Tres, cuatro, cinco pasos.
“Buenas tardes, señor obispo”, dijo con una voz dulce, ligeramente tímida.
Me quedé mirándola, incapaz de responder inmediatamente.
La niña llevaba un vestido sencillo de flores.
Sus piernas, que según me habían descrito, debían estar deformadas, rígidas.
Mostraban un ángulo completamente normal.
Se sostenía en pies sin dificultad aparente.
Sus brazos, que debían tener movilidad limitada, se movían con libertad para sujetar un pequeño rosario que llevaba en la mano.
“Hola, Lucía”, logré decir finalmente.
“¿Cómo estás?” Muy bien, respondió con una sonrisa.
¿Quiere ver cómo camino? Todavía me canso rápido, pero cada día camino más.
Y ante mis ojos, la niña caminó por la sala, ida y vuelta, despacio, con pasos cortos, pero caminó sola, sin ayuda, sin aparatos ortopédicos, sin la silla de ruedas, que había sido su única forma de moverse durante 7 años.
Rosa se acercó a mí con lágrimas rodando por sus mejillas.
Monseñor, sé lo que está pensando.
Yo también lo pensé.
Nos lo preguntamos mil veces.
¿Será que los médicos se equivocaron? ¿Será que el diagnóstico estaba mal? Pero tenemos todos los informes, todas las radiografías, todos los estudios.
La condición de Lucía era estructural.
Sus articulaciones estaban fusionadas de manera anormal.
No había tratamiento que pudiera revertirlo y de un momento a otro, en cuestión de minutos, todo cambió.
Saqué mi teléfono.
¿Me permite ver esos informes médicos? Rosa corrió al piso superior y bajó con una carpeta gruesa.
Durante la siguiente hora revisé cada documento.
Informes del Hospital Universitario La Paz de Madrid, radiografías de hacía tres meses mostrando la artrogriposis severa en ambas piernas.
Dictámenes de tres traumatólogos diferentes confirmando que la condición era irreversible.
Reportes de genetistas explicando la mutación específica que causaba el problema.
Todo estaba documentado con precisión médica impecable.
¿Ha llevado a Lucía a un médico después de lo ocurrido?, pregunté.
Tenemos cita en Madrid pasado mañana, respondió Rosa con el mismo traumatólogo que la operó la última vez.
Le envié un video de Lucía caminando.
Me llamó inmediatamente.
Su voz temblaba por teléfono.
Monseñor me dijo que lo que estaba viendo era imposible, literalmente imposible, pero quiere examinarla personalmente, hacer nuevas radiografías, estudios completos.
Miré a la niña que había vuelto a sentarse en el sofá y nos observaba con curiosidad.
Lucía, ¿puedes contarme exactamente qué sentiste en la iglesia cuando empezaste a rezar? La niña dejó la tablet y me miró con esos ojos grandes y oscuros.
Estaba rezando por Carlo.
Le pedía que me ayudara, no para que me curara, porque mamá me ha enseñado que Dios sabe lo que es mejor para nosotros.
Solo le pedía que me diera fuerza para no estar triste.
Y entonces sentí algo muy caliente en mis piernas, como si alguien las estuviera masajeando, pero desde adentro no dolía.
Era como como cuando te abrigas con una manta muy suave cuando tienes frío.
¿Y viste algo? ¿Escuchaste algo? Pregunté con suavidad.
No vi nada con mis ojos”, respondió pensativa, “Pero en mi corazón sentí que Carlo estaba ahí, como cuando sabes que alguien está en la habitación, aunque no lo mires.
” Y sentí que me decía, “Levántate.
” No con palabras que se escuchan, sino con palabras que se sienten.
Aquí se tocó el pecho.
Entonces mis piernas empezaron a moverse solas.
Me asusté un poco, pero no tenía miedo y supe que podía levantarme, así que lo hice.
¿Y ahora? ¿Sientes dolor? ¿Alguna molestia? A veces me duelen un poco, como cuando haces ejercicio y tus músculos están cansados, pero no es un dolor malo.
El fisioterapeuta del pueblo viene todos los días a ayudarme.
Dice que mis músculos están aprendiendo a trabajar, que necesito fortalecerlos, pero dice también que es increíble cómo responden.
Dice que es como si mis piernas siempre hubieran estado bien, que solo estaban dormidas y ahora despertaron.
Pasé el resto de la tarde en Villar del Monte.
Hablé con cada una de las ocho personas que habían estado presentes en la iglesia aquel día.
Sus testimonios coincidían en cada detalle.
Una mujer de 70 años, que había sido enfermera, me describió con precisión clínica como las piernas de Lucía habían pasado de estar completamente rígidas a moverse con fluidez en cuestión de minutos.
Un hombre de 50 años, el panadero del pueblo, me mostró el video que había grabado con su teléfono.
Se veía claramente a Lucía levantándose de la silla de ruedas y dando sus primeros pasos.
Un agricultor retirado me dijo con voz quebrada, “Monseñor, llevo 40 años viniendo a misa todos los días.
He rezado, he comulgado, he tratado de ser un buen cristiano, pero nunca, nunca había visto la mano de Dios tan claramente como ese día.
Regresé a casa parroquial con el padre Antonio.
Era ya de noche.
Nos sentamos en su modesta cocina con dos tazas de café.
¿Y ahora qué piensa, monseñor?, me preguntó sin rodeos.
Me quedé en silencio largo rato, mirando el café humear en la taza.
Pienso que necesito ver esos nuevos estudios médicos.
Pienso que necesito documentar todo esto con absoluto rigor.
Pienso que no puedo precipitarme en conclusiones, pero en mi interior algo había comenzado a quebrarse.
La muralla de escepticismo metodológico que había construido durante décadas había recibido su primera grieta seria.
Durante las siguientes semanas seguí el caso con atención obsesiva.
Rosa me mantuvo informado de cada paso.
Llevaron a Lucía al hospital La Paz.
El Dr.
Sánchez, el traumatólogo que la había tratado durante años, la examinó personalmente, me envió su informe y, con su permiso, lo cito textualmente.
He examinado exhaustivamente a la paciente Lucía Márquez, a quien traté por artrogriposis múltiple congénita severa durante 5 años.
Los estudios radiográficos previos que conservo en archivo y he revisado nuevamente muestran claramente contracturas articulares irreversibles en ambas extremidades inferiores, con fusión anormal de múltiples articulaciones.
Las nuevas radiografías tomadas hoy muestran una estructura articular completamente normal.
No hay rastro de las deformidades previas.
La movilidad articular es completa.
La musculatura, aunque algo atrofiada por falta de uso, responde normalmente a los estímulos.
Desde el punto de vista médico, no tengo explicación para esta transformación.
Los cambios observados son incompatibles con cualquier proceso natural conocido.
La reversión de una artgriposis congénita de esta severidad no está documentada en la literatura médica mundial.
No existe tratamiento, terapia o procedimiento quirúrgico capaz de producir estos resultados.
Como científico, me veo obligado a declarar que este caso excede mi capacidad de comprensión.
Leí ese informe 10 veces.
Pedí una segunda opinión a un traumatólogo pediátrico del Hospital Niño Jesús.
Luego una tercera opinión de un especialista en enfermedades genéticas del Hospital Ramón y Cajal.
Todos coincidieron.
Lo que había ocurrido era médicamente inexplicable.
Viajé nuevamente a Villar del Monte un mes después.
Lucía ya caminaba con normalidad casi completa.
Seguía con fisioterapia, pero su progreso era asombroso.
La vi correr un poco en el patio de su casa.
Correr.
Una niña que nunca había podido mover sus piernas, ahora corría.
Esa noche, solo en mi habitación del obispado caí de rodillas y por primera vez en muchos años lloré.
Lloré porque había sido confrontado con mi orgullo intelectual.
Lloré porque había puesto mi confianza excesiva en mi capacidad de discernimiento, en mi formación académica, en mi experiencia pastoral.
Lloré porque Dios en su infinita misericordia había decidido mostrarme que él sigue actuando en el mundo con poder soberano, que los milagros no son reliquias del pasado, sino realidades presentes.
Que un joven beato de 15 años, muerto hace apenas 18 años, estaba vivo en la gloria, intercediendo con poder por sus hermanos en la tierra.
“Perdóname, Señor”, susurré en la oscuridad.
Perdóname por mi dureza de corazón.
Perdóname por haber puesto límites a tu poder.
Perdóname por haber exigido que te cñieras a mis criterios racionales para aceptar tu acción sobrenatural.
Pero aún faltaba algo más, algo que terminaría de derribar completamente mis defensas.
Dos meses después organicé una peregrinación diocesana a Asís, a la tumba de Carlo Acutis.
Invité especialmente a Lucía y su familia.
Viajamos un grupo de 50 personas, incluyendo varios sacerdotes, religiosas y jóvenes de distintas parroquias.
Llegamos a Asís en una tarde dorada de junio.
La ciudad de San Francisco resplandecía bajo el sol italiano, con sus calles medievales serpenteando por la colina, sus basílicas majestuosas dominando el valle de Humbría.
Nos alojamos en una casa de retiros de los franciscanos y al día siguiente nos dirigimos al santuario de la espoliación, donde descansan los restos mortales de Carlo.
Entré en el santuario con un corazón diferente al que había tenido siempre.
Ya no era el obispo escéptico, el investigador frío, el teólogo racionalista.
Era simplemente un pastor que había visto la mano de Dios obrar y que venía a dar gracias.
El cuerpo de Carlo yace en una urna de cristal.
vistiendo su ropa característica, jeans y zapatillas deportivas.
El atuendo de un adolescente normal.
Su rostro preservado muestra una paz extraordinaria.
Hay algo en esa imagen que desarma cualquier solemnidad artificial.
No es un santo remoto, lejano en el tiempo.
Es un chico que podría estar en cualquiera de nuestras parroquias, que podría jugar fútbol con los jóvenes de nuestros grupos juveniles.
Me arrodillé ante la urna.
Lucía estaba a mi lado junto con su madre.
La niña llevaba una carta que había escrito para Carlo, agradeciéndole por su intercesión.
La depositó en el pequeño buzón destinado para las peticiones de los peregrinos.
Comencé a rezar en silencio.
Pedí perdón por mi escepticismo.
Di gracias por la curación de Lucía.
Pedí por mi diócesis, por los sacerdotes, por los jóvenes que tanto necesitaban modelos de santidad cercanos y creíbles.
Y entonces ocurrió, no sé cómo describirlo sin que suene a exageración piadosa, pero debo decir la verdad de lo que experimenté.
Mientras rezaba, sentí de pronto una presencia.
No vi nada con mis ojos físicos.
No escuché ninguna voz audible, pero con una certeza más fuerte que cualquier evidencia sensorial, supe que Carlo Acutis estaba allí, no su cuerpo, sino su espíritu, su realidad viviente en Cristo.
Y recibí en lo profundo de mi corazón, no con palabras, sino con una comunicación directa de espíritu a espíritu, un mensaje que nunca olvidaré.
Felipe, Dios te ha dado inteligencia para que la uses en su servicio, no para que limites su poder.
La fe y la razón no son enemigas, son hermanas, pero la razón debe inclinarse ante el misterio, no pretender dominarlo.
Yo estoy vivo, más vivo que cuando caminaba por la tierra, y seguiré intercediendo por todos los que me lo pidan, especialmente por los jóvenes que son el futuro de la iglesia.
No fue una alucinación, no fue su gestión, fue una experiencia mística auténtica de esas que los santos describen y que la teología reconoce como genuinas mociones del Espíritu Santo.
Duró quizás 30 segundos.
Cuando pasó, me encontré llorando otra vez, pero esta vez de alegría, de gratitud, de asombro, miré a mi alrededor.
Nadie parecía haber notado nada especial.
Los demás peregrinos rezaban tranquilamente, pero yo había sido transformado en ese instante.
El último vestigio de mi escepticismo se había evaporado.
Ya no era una convicción intelectual a la que había llegado tras analizar evidencias.
Era una certeza del corazón grabada en mi alma por el encuentro directo con el misterio.
Cuando regresamos a España, convoqué una reunión del Consejo Presbiteral.
Ante todos los sacerdotes de la diócesis, hice algo que nunca había hecho en mis 28 años como obispo.
Reconocí públicamente que me había equivocado.
Hermanos, les dije, durante años he sido excesivamente cauteloso con los fenómenos que se presentaban como sobrenaturales.
Mi intención era buena proteger la fe del pueblo de Dios de falsas ilusiones.
Pero en mi celo por el discernimiento, caí en un escepticismo que rayaba en la incredulidad práctica.
He sido testigo de un milagro auténtico.
He experimentado personalmente la intercesión poderosa del beato Carlo Acutis y vengo ante ustedes transformado.
Los milagros existen.
Dios sigue actuando con poder y Carlo Acutis es un intercesor poderoso para nuestra época, especialmente para los jóvenes.
Hubo un silencio inicial.
Luego varios sacerdotes comenzaron a aplaudir.
El padre Tomás, aquel joven párroco que había venido con sus expedientes meses atrás, tenía lágrimas en los ojos.
Esa misma semana autoricé la creación de una comisión diocesana para documentar adecuadamente el caso de Lucía Márquez, no para satisfacer mi curiosidad o para promover devociones sensacionalistas, sino para dar testimonio honesto de lo que Dios había hecho.
Contacté con la postulación de la causa de canonización de Carlo Acutis en Italia, enviándoles toda la documentación, pero hubo algo más que hice, algo más personal.
Pedí que se colocara una imagen de Carlo Acutis en la capilla privada del obispado, donde celebro misa cada mañana y cada día antes de comenzar la Eucaristía, me detengo ante esa imagen y rezo, Carlo, intercede por mí para que nunca más ponga límites a la acción de Dios por mi orgullo intelectual.
Ayúdame a ser un pastor que cree de verdad, que espera milagros, que confía en el poder de la oración.
Lucía cumplió 8 años hace dos meses.
Su familia organizó una fiesta en el pueblo.
Me invitaron y, por supuesto, asistí.
Vi a la niña jugar con otros niños, correr, saltar, totalmente integrada en la vida normal de cualquier niña de su edad.
Sus padres me abrazaron con gratitud, aunque les insistí en que yo no había hecho nada, que todo había sido obra de Dios a través de la intersión de Carlo.
Pero usted vino, monseñor, me dijo Rosa.
Usted vino y fue testigo y su testimonio tiene peso.
Muchos han creído por lo que usted ha dicho.
Es cierto.
Mi testimonio ha corrido por la diócesis y más allá.
He recibido invitaciones para hablar en conferencias, en programas de radio católicos.
En encuentros de jóvenes siempre acepto, aunque me cuesta hablar de algo tan íntimo, pero siento que tengo la obligación de dar testimonio.
Durante años fui un obstáculo para la fe de algunos por mi excesivo racionalismo.
Ahora puedo ser quizás un puente para otros que luchan con dudas similares.
Lo que más me impacta es el efecto en los jóvenes.
Cuando les hablo de Carlo Acutis, veo en sus ojos algo que rara vez veía antes.
Esperanza.
Esperanza de que la santidad es posible para ellos aquí y ahora, que no tienen que esperar a ser viejos, no tienen que retirarse del mundo, no tienen que abandonar la tecnología o la cultura contemporánea para ser santos.
Carlo les muestra que se puede ser santo con jeans y zapatillas, con una computadora y una cuenta de Instagram, amando la Eucaristía y programando sitios web.
Hace tres semanas recibí una carta de un joven de 19 años de una parroquia rural.
Me escribía para contarme que había estado a punto de suicidarse.
Sentía que su vida no tenía sentido, que era un fracaso, que nunca lograría nada importante.
Pero alguien le habló de Carlo a Cutis, le mostró videos sobre él.
El joven comenzó a rezar pidiéndole su intercepición y lentamente me escribía.
Comenzó a encontrar esperanza.
descubrió que podía ofrecer su sufrimiento, que su vida tenía valor, que Dios tenía un plan para él.
Ahora está discerniendo la vocación sacerdotal.
Cuando leí esa carta, lloré de nuevo y entendí por qué Dios me había confrontado tan dramáticamente.
No solo para mi conversión personal, sino para que mi testimonio pudiera ayudar a otros.
El orgullo de mi escepticismo no solo me dañaba a mí, impedía que otros recibieran las gracias que Dios quería darles a través de la intercesión de sus santos.
Hoy, mientras escribo estas líneas, han pasado 8 meses desde que vi a Lucía caminar por primera vez.
La niña sigue perfectamente sana, corre, juega, va a la escuela como cualquier niña normal.
Los médicos la siguen monitoreando, asombrados.
No hay recaídas, no hay problemas.
Es como si nunca hubiera tenido artrogriposis.
La documentación del caso continúa su proceso.
No sé si eventualmente será reconocido oficialmente como un milagro para la canonización de Carlo Acutis.
Eso lo decidirán las autoridades competentes en Roma, siguiendo los procesos establecidos.
Pero para mí no necesito más confirmaciones.
Lo vi con mis propios ojos, lo experimenté con mi propio corazón y esa es la ironía final de mi historia.
Yo, que siempre insistí en que necesitaba pruebas irrefutables, que exigía evidencias científicas rigurosas, que desconfiaba de los testimonios subjetivos, fui confrontado con una evidencia tan clara, tan innegable, que no me dejó espacio para la duda.
Dios me dio exactamente lo que yo pedía, un milagro que pudiera ver con mis propios ojos.
Y al dármelo me enseñó que la fe verdadera va más allá de las pruebas, que el encuentro con lo divino transforma no solo la mente, sino el corazón entero.
Ahora, cuando los sacerdotes jóvenes vienen a mi oficina con casos de supuestos milagros, los escucho de manera diferente.
Sigo aplicando los criterios de discernimiento que la Iglesia nos enseña.
Sigo exigiendo documentación seria.
Sigo siendo prudente, pero ya no desde el escepticismo, sino desde la esperanza, porque ahora sé con certeza absoluta que Dios sigue haciendo maravillas, que los santos interceden con poder, que Carlo Acutis, ese joven beato con zapatillas deportivas y amor por la Eucaristía, es un canal poderoso de la gracia divina para nuestra época.
Mi historia es la de una conversión, no de la incredulidad a la fe, pues siempre fui creyente, sino de una fe racional, controlada, medida, a una fe que se abre al asombro, que espera milagros, que confía en que Dios puede hacer infinitamente más de lo que pedimos o pensamos.
Y todo comenzó con una niña que no podía caminar, que rezó con fecilla ante el sagrario, pidiendo la intercesión de un joven santo, una niña que se levantó y caminó ante mis propios ojos.
Unos ojos que finalmente aprendieron a ver no solo con la mente, sino con el corazón.
Carlo Acutis me enseñó que los milagros no son argumentos teológicos para ser debatidos, sino experiencias de amor divino para ser recibidas con humildad y gratitud.
que el Dios que resucitó a su hijo de entre los muertos sigue actuando con ese mismo poder hoy y que nosotros sus pastores debemos ser los primeros en creer, esperar y testimoniar sus maravillas.
Dudé de los milagros de Carlo Acutis, pero él con la paciencia de los santos, esperó el momento perfecto para mostrarme uno con mis propios ojos.
Y al hacerlo, no solo curó a una niña, me curó a mí de mi ceguera.
espiritual.
Ahora sé, sin espacio para la duda que el cielo está cerca, que los santos viven e interceden y que Carlo Acutis es uno de los grandes amigos de Dios para nuestra generación.
Un amigo que no se cansa de mostrar al mundo que Dios es real, que su amor es infinito y que sus milagros siguen asombrando a quienes tienen ojos para ver y corazones para creer.
Si esta historia tocó tu corazón y te ayudó a abrir tu fe a la acción milagrosa de Dios, pide la intercepición de Carlo Acutis en tus propias necesidades.
Suscríbete al canal para más testimonios que fortalecen nuestra fe.
Deja tu like si te inspiró este relato y activa la campanita para no perderte ninguna historia de esperanza y conversión.