⚰️💔 ¡Miguel Uribe murió a los 39 años y su esposa rompe el silencio con una verdad oscura que nadie esperaba! 💔⚰️

 

El teléfono sonó, un timbre agudo que

rasgó el silencio de la tarde. María

Claudia lo tomó. Una sensación gélida

recorrió su espalda al escuchar la voz

grave y entrecortada del doctor. Señora

Tatarazona, soy el doctor que atiende a

su esposo Miguel Uribe. Su corazón se

image

aceleró. Un tambor frenético contra sus

costillas.

La voz del doctor, cargada de una

gravedad inusual, la envolvió como una

fría neblina. “Por favor, dígame qué

sucede”, murmuró María Claudia. La

garganta cerrada por un nudo de

image

angustia, un silencio sepulcral se

extendió al otro lado de la línea. Un

vacío que pareció durar una eternidad.

Luego, un suspiro profundo, un preludio

a una noticia que se resistía a ser

pronunciada. “Señora, la situación es

sumamente grave.

image

Miguel ha tenido una crisis muy severa.

Las palabras cayeron sobre María Claudia

como una losa de hielo. Congelando su

sangre. Necesitamos que venga cuanto

antes al hospital, dijo el doctor. Su

voz suave pero urgente. El mundo se

image

desplomó a su alrededor. La realidad se

redujo a su respiración entrecortada y

la terrible noticia. ¿Qué pasó? logró

preguntar María Claudia intentando

controlar las lágrimas que amenazaban

image

con desbordarse.

La respuesta fue un golpe demoledor,

edema cerebral muy extenso, pérdida de

fuerza, pronóstico reservado.

El tiempo era crítico, cada palabra era

un martillazo en su corazón, un eco que

resonaba en sus oídos con una intensidad

insoportable.

edema cerebral, pérdida de fuerza,

estado crítico, una advertencia que

jamás quiso escuchar. Pero, ¿está

consciente?

¿Puedo hablarle? Preguntó María Claudia

aferrándose a un hilo de esperanza. La

respuesta del doctor fue una mezcla de

esperanza y desesperación. Sedado,

conectado a un respirador, medidas

extremas. Posiblemente no quedaba mucho

tiempo. Es posible que ya no tengamos

mucho tiempo. La frase resonó como un

sentencia de muerte en sus oídos.

María Claudia sintió que se desmayaba,

pero con una fuerza sobrenatural se

aferró a una silla. El mundo se había

reducido a un punto inmenso de dolor.

“Voy para allá”, logró decir María

Claudia con voz entrecortada antes de

colgar el teléfono. El silencio de su

casa era ahora un vacío ensordecedor, un

contraste brutal con la tormenta que

rugía en su interior. Salió a la calle.

La ciudad se convertía en un escenario

gris y distante, ajeno al torbellino de

emociones que la consumían. Solo

resonaban en su cabeza las palabras del

doctor. Sumamente grave. Edema cerebral.

Pronóstico reservado. No hay mucho

tiempo. El taxi se deslizó entre el

tráfico. Cada semáforo en rojo era una

eternidad para María Claudia. En su

mente, las palabras del doctor resonaban

como un latido implacable. Edema

cerebral. Pronóstico reservado. Tiempo

crítico. Cada segundo contaba. Edema

cerebral.

La frase se repetía en un bucle infinito

en su cabeza.

No era solo una enfermedad, era una

carrera contra reloj contra un enemigo

invisible, un monstruo que amenazaba con

arrebatarle todo lo que amaba. La

gravedad de la situación era aplastante.

El pronóstico reservado era una daga en

su corazón.

Reservado.

¿Qué significaba eso?

una posibilidad de recuperación

o una sentencia de muerte disfrazada de

esperanza. La incertidumbre la carcomía

por dentro. Mientras el taxi se acercaba

al hospital, llegó al hospital como un

torbellino. El personal médico laallíó

por los pasillos con pasos apresurados.

Cada pitido de los monitores, cada

susurro. Le recordaba la urgencia, la

lucha contra el tiempo, la batalla por

la vida de Miguel. La unidad de cuidados

intensivos era un escenario de guerra

silencioso, cables, monitores, máquinas,

su Miguel tendido en la cama, pálido,

con los ojos cerrados conectado a un

respirador. Cada segundo que pasaba, la

gravedad de la situación se hacía más

palpable. El doctor, con la misma voz

grave de la llamada, le explicó la

situación con una mezcla de

profesionalismo y compasión. La

inflamación era extensa. El edema

cerebral seguía avanzando. Miguel estaba

en un equilibrio delicado, un hilo

suspendido entre la vida y la muerte.

Cada palabra del doctor era una punzada

en el corazón de María Claudia. Cada

minuto que pasaba era una carrera contra

el tiempo, una batalla contra un enemigo

invisible. El pronóstico era incierto.

El tiempo era su peor enemigo. La lucha

estaba en su pico más alto. María

Claudia se aferró a la mano de Miguel.

Fría. inerte.

Pero en ese instante un ligero apretón,

una señal mínima de vida, un destello de

esperanza en medio de la oscuridad, pero

el implacable sonido del monitor les

recordaba la cruda realidad.

“Necesitamos que esté aquí”, dijo el

doctor. “La presencia de la familia es

muy importante.” María Claudia lo sabía.

Estaba allí en esa lucha desesperada

contra el tiempo, para brindarle a

Miguel todo su amor, todo su apoyo. Una

batalla en la que cada segundo valía más

que el oro. La gravedad de la situación

era innegable, pero María Claudia se

negó a rendirse. Sabía que la lucha

contra el tiempo era implacable, que

cada instante contaba, pero también

sabía que tenía que estar allí para

Miguel, para sostenerlo, para luchar

junto a él. Esta era una batalla que no

podía perder. La puerta de la unidad de

cuidados intensivos se abrió y María

Claudia sintió que el aire mismo se

volvía denso, pesado, cargado de una

tensión que le oprimía el pecho. El

sonido amortiguado de los monitores, un

ritmo mecánico y monótono, la recibió

como un golpe. Allí estaba Miguel,

tendido en la cama, un mar de cables y

tubos conectándolo a una multitud de

máquinas que parecían controlar su

propia vida. Su rostro, pálido, casi

traslúcido, mostraba una fragilidad que

María Claudia jamás había imaginado. Sus

ojos estaban cerrados, sus labios

entreabiertos, como si intentara decir

algo que nunca llegaría a pronunciar.

Una imagen desgarradora que contrastaba

con la imagen vibrante, llena de vida,

que María Claudia guardaba en su

memoria. La mano de Miguel era fría,

diferente a la calidez que siempre la

había reconfortado. Pero al tomarla,

María Claudia sintió un ligero apretón,

un débil contacto que le devolvió un

atisbo de esperanza, un susurro de vida

en medio de la tormenta. Sin embargo, el

pitido regular del monitor, implacable,

constante le recordaba la precariedad de

la situación.

P. Ese sonido mecánico, frío e

indiferente marcaba cada latido, cada

segundo de la lucha por la vida de

Miguel, enfatizando la fragilidad de su

condición. La realidad era brutal,

cruda, sin velos ni eufemismos. María

Claudia se enfrentaba cara a cara con la

fragilidad de la vida, la vulnerabilidad

del cuerpo humano ante la enfermedad. La

imagen de Miguel, tan vulnerable, tan

indefenso, la golpeó con la fuerza de un

maremoto. El doctor, en silencio,

observó la reacción de María Claudia,

esperando a que la escena, la realidad

aplastante, se asentara en su mente.

Después, con voz pausada, le explicó la

extrema gravedad de la situación, la

lucha contra el edema, la precariedad

del estado de Miguel. Esa habitación,

con su olor a desinfectante y a

tristeza, era un reflejo de la

fragilidad de la vida, una confrontación

brutal con la realidad. Miguel, en su

vulnerabilidad extrema, dependía de la

ciencia, de la medicina, pero sobre todo

del amor incondicional de María Claudia.

María Claudia, con lágrimas en los ojos

se acercó a Miguel y tomó su mano con

ternura. En ese instante, entre máquinas

y monitores, en medio de la fragilidad

de la vida, solo había amor, promesas,

recuerdos y la lucha por un futuro

incierto.

Un futuro que parecía tan lejano, tan

frágil. La luz blanca fría de los

fluorescentes

realzaba la fragilidad de la escena. El

sonido incesante del monitor, el ritmo

monótono, marcaba el tiempo, un tiempo

que parecía detenerse,

un tiempo que solo giraba alrededor de

esa fragilidad que los envolvía a ambos.

El miedo era un monstruo voraz que

intentaba devorarla, pero en medio de la

oscuridad, un rayo de luz, los

recuerdos, imágenes cálidas, llenas de

vida, irrumpieron en la fría habitación

de la UI, ofreciéndole un respiro, un

bálsamo para su dolor. Recordó el día

que conoció a Miguel, un día soleado, la

sonrisa de él al otro lado de la mesa,

esa conexión instantánea que lo cambió

todo. Un recuerdo bívido. nítido que

contrastaba con la opaca realidad del

hospital. Sus primeras citas, llenas de

risas, de complicidad, de promesas

susurradas al oído, cada detalle y cada

instante compartido, se convertía en un

escudo contra la oscuridad que la

rodeaba en la fría habitación de la UCI.

Los chistes que solo ellos entendían,

las largas charlas hasta la madrugada,

tejiendo sueños, construyendo un futuro

juntos.

Esos recuerdos eran pequeños faros,

iluminando el camino en medio de la

tormenta. La risa de Miguel, esa risa

ligera, contagiosa, que llenaba

cualquier espacio de alegría. Un sonido

que ahora solo existía en su memoria,

pero que resonaba con fuerza en su

corazón. Un recuerdo que la confortaba.

las promesas que habían hecho, esas

promesas que parecían inquebrantables en

su momento, ahora estaban en juego,

amenazadas por la crueldad del destino,

pero sostenidas por la fuerza de esos

recuerdos, por la fuerza de su amor.

Aquellos recuerdos,

esos fragmentos de felicidad, eran su

refugio, su fortaleza, su escudo contra

el dolor, contra el miedo, contra la

fría realidad de la UCI. Le daban

fuerza, le permitían respirar, le daban

esperanza. En medio de la tristeza, esos

recuerdos le recordaban quién era

Miguel, la fuerza que lo caracterizaba,

la vitalidad que lo definía. Y en ese

recuerdo, María Claudia encontraba un

nuevo impulso, una nueva fuerza para

seguir adelante, hablarle a Miguel,

susurrarle esos recuerdos. Era una forma

de mantenerlo cerca, de recordarle su

esencia.

de recordarle quién era, de recordarle

que su amor seguía allí inquebrantable.

A pesar del dolor y de la fragilidad de

la fragilidad de la situación.

Cada recuerdo era un bálsamo para su

alma herida, una fuente de fuerza y de

esperanza. En la fría realidad de la UI,

esos recuerdos eran el calor de un

hogar, la promesa de un futuro que

todavía podría ser posible, un futuro

que valía la pena luchar por conservar.

La noche se cernía sobre el hospital,

una oscuridad densa que parecía acentuar

el silencio sepulcral de la UI. Para

María Claudia, el tiempo se había

detenido, suspendido en un limbo de

incertidumbre, una espera interminable.

Cada tic tac del reloj era un golpe en

su corazón, un recordatorio de la

incertidumbre que la envolvía. No sabía

qué pasaría,

si Miguel mejoraría, si resistiría. La

espera se hacía insoportable.

Cada minuto se estiraba como una

eternidad. El pitido regular del monitor

cardíaco era el único sonido que rompía

el silencio. Un ritmo mecánico que

marcaba el débil latido de Miguel. una

constante recordatorio de su fragilidad,

de la incertidumbre que la atormentaba.

María Claudia, aferrada a la mano de

Miguel, sintiendo su frío, su quietud.

Era una espera llena de ansiedades, de

temores, de un miedo atroz que la

consumía poco a poco, mientras la noche

avanzaba lenta, implacable. De vez en

cuando, una enfermera entraba en

silencio, una sombra fugaza en la

penumbra, con una mirada compasiva,

preguntando si necesitaba algo.

Pero lo que María Claudia necesitaba

nadie podía darle.

Certeza, seguridad, esperanza. La noche

se estiraba, una inmensa extensión de

incertidumbre. Cada susurro, cada ruido

lejano, cada sombra proyectada por la

luz tenue se convertían en focos de

ansiedad, amplificando la tensión de la

espera, la incertidumbre que la

paralizaba. Sus pensamientos volaban

entre la esperanza y el miedo, en una

danza interminable, una lucha constante

entre la fe y la angustia. La

incertidumbre era un torbellino que la

arrastraba, un mar de dudas que no la

dejaba respirar. El silencio de la noche

era un mar de posibilidades,

un espacio donde la incertidumbre se

expandía, un vacío que alimentaba sus

temores. Cada minuto se hacía eterno,

cada segundo una lucha contra la duda,

contra la angustia. María Claudia se

aferraba a la mano de Miguel,

susurrándole palabras de aliento,

palabras de amor, palabras que

intentaban conjurar el miedo, la

incertidumbre que la invadía.

Pero la noche continuaba larga y llena

de dudas. El amanecer se asomaba

tímidamente por la ventana, pintando el

cielo con suaves tonalidades rosadas, un

débil anuncio de un nuevo día. Pero para

María Claudia, la incertidumbre

permanecía. La noche, con su silencio y

sus dudas

había dejado su marca. La noticia del

estado crítico de Miguel se expandió

como un reguero de pólvora. De pronto,

María Claudia no estaba sola. Un

torrente de mensajes, llamadas, muestras

de apoyo inundaron su teléfono, su

correo, su corazón. La solidaridad se

manifestaba en todas partes, amigos,

familiares, conocidos, incluso personas

que nunca habían conocido a Miguel.

expresaban su cariño,

sus oraciones, su apoyo incondicional,

un mar de solidaridad que la abrazaba,

que la sostenía en medio de la tormenta.

Mensajes de aliento llegaban desde todas

partes del mundo, llenando la fría

habitación de la UI con un calor humano

que contrastaba con la frialdad de las

máquinas y los aparatos médicos. Unas

palabras de esperanza en medio de la

oscuridad.

No one chidot.

De la oscuridad, María Claudia leía esos

mensajes a Miguel, susurrándolos al

oído.

Como si la energía colectiva, la fuerza

de la solidaridad,

pudiera llegar hasta él, pudiera darle

fuerzas para seguir luchando,

para aferrarse a la vida. Cada oración,

cada mensaje de aliento era un rayo de

luz en la oscuridad, un bálsamo que

calmaba su dolor, un refuerzo para su

esperanza. El apoyo de la gente se

convertía en una fuente inagotable de

fortaleza. Ese torrente de cariño, de

solidaridad, de apoyo, era un

recordatorio de que no estaba sola, de

que Miguel no estaba solo. Eran miles de

corazones latiendo al unísono,

compartiendo su dolor, compartiendo su

esperanza. La fuerza del amor, la fuerza

de la solidaridad, la fuerza de la fe se

unían en un solo impulso, creando un

escudo protector contra la

desesperación,

una fuente inagotable de energía.

un faro que iluminaba la oscuridad.

María Claudia sentía ese apoyo como una

fuerza intangible pero poderosa que le

empujaba a seguir adelante, que le daba

la fuerza para soportar el peso de la

espera. La incertidumbre,

el dolor, la solidaridad era su escudo.

En la fría realidad de la UI,

la calidez del apoyo de la gente se

convertía en un escudo contra el miedo,

una fuente inagotable de energía que

alimenta su fe. ese cariño era la prueba

de que aunque Miguel estaba luchando

solo, no lo hacía solo. Esa solidaridad,

ese amor compartido, era una luz en la

oscuridad, una promesa de que juntos

superarían esta batalla. La fuerza de la

comunidad era tangible, real, un rayo de

esperanza en el corazón de María

Claudia. Los días en la USI se volvieron

una monotonía opresiva, un bucle

repetitivo de esperanzas y temores, el

ritmo del monitor cardíaco, el susurro

del respirador, el olor a desinfectante,

una rutina implacable que marcaba el

tiempo, mañanas que comenzaban igual con

el sonido lejano de las conversaciones

del hospital, la llegada de los médicos,

sus informes inciertos, sus pronósticos

ambiguos,

una espera que se extendía infinita.

sin un horizonte claro, tardes que se

fundían unas con otras, una sucesión de

momentos idénticos marcados por la

presencia constante de las máquinas, el

susurro del oxígeno, la mano fría de

Miguel entre las de María Claudia.

Una lucha silenciosa y constante. María

Claudia, inmóvil, aferrada a esa mano

fría, sentía como los días se

desdibujaban. Se perdían en una

monotonía que la agotaba, pero que a la

vez le permitía resistir, seguir

adelante. Sin perder la esperanza, las

visitas de los médicos se convertían en

una rutina. Cada informe, cada palabra,

un pequeño triunfo o una amenaza

latente.

Lees mejorías, posibles complicaciones.

Un bben constante que mantenía la

esperanza a flote. María Claudia les

contaba historias a Miguel. Anécdotas

sencillas, recuerdos compartidos, como

si la monotonía pudiera romperse con la

fuerza de sus palabras, con la calidez

de sus recuerdos, con la potencia de su

amor. Aquellas horas interminables, esos

días que parecían fundirse en uno solo,

se convertían en una prueba de

resistencia, una maratón donde la

monotonía era el obstáculo, pero donde

el amor y la esperanza eran su

combustible. La monotonía de la UI era

un enemigo silencioso que intentaba

minar su fuerza, su esperanza. Pero

María Claudia resistía, se aferraba a la

vida de Miguel, a la promesa de un

futuro que aún soñaban juntos. En esa

lucha silenciosa, en esa monotonía

opresiva,

María Claudia encontraba su propia

fuerza, su propia resistencia. Era una

batalla contra el tiempo, contra la

rutina, contra la desesperación. Pero

ella no se rendía. La monotonía era

implacable, pero su amor, su esperanza

eran más fuertes. La lucha por la vida

de Miguel continuaba en un silencioso

enfrentamiento contra la rutina, contra

la desesperanza.

Un combate que María Claudia libraba con

cada aliento. Miguel luchaba una batalla

silenciosa, una guerra librada en la

intimidad de su cuerpo, en la quietud de

la UI, una lucha invisible pero intensa,

donde cada suspiro, cada latido era una

pequeña victoria, un testimonio de su

fuerza interior. Su cuerpo, debilitado,

sometido a la invasión de las máquinas,

se aferraba a la vida con una fuerza

sorprendente, una resistencia tenazarse

por la inmensa voluntad de vivir. Por la

fuerza interior que lo impulsaba, María

Claudia lo observaba. Sentía su lucha

silenciosa, su perseverancia, su

negativa a rendirse. Cada suspiro débil

era un grito de resistencia,

una declaración de su fuerza interior,

una prueba de su incansable voluntad de

vivir. No había gestos dramáticos ni

gritos de dolor, solo la quietud de la

UI, interrumpida solo por el sonido de

los aparatos médicos. Pero en ese

silencio, María Claudia percibía la

fuerza interior de Miguel. Su tenaza

resistencia. Su cuerpo era un campo de

batalla, pero su espíritu, su alma

luchaban con una fuerza inquebrantable.

Era una batalla silenciosa, pero llena

de intensidad, donde cada suspiro, cada

mínimo movimiento contaba. María

Claudia, a su lado compartía esa lucha

silenciosa con su presencia constante,

con su amor incondicional, con su fe

inquebrantable. Era su ancla, su apoyo,

su fuerza en medio de la adversidad, el

sonido del monitor, el murmullo del

oxígeno,

el silencio de la habitación.

Todo parecía unirse en un coro que

cantaba la lucha silenciosa de Miguel,

su perseverancia, su fuerza interior, su

incansable deseo de vivir. Esa lucha

silenciosa era un testimonio de su

espíritu indomable, de su tenacidad, de

su fuerza interior. Miguel luchaba y

María Claudia luchaba con él en un

silencioso combate donde cada suspiro

contaba, donde cada latido era una

victoria, cada respiración era una

prueba de su fuerza interior, una

muestra de su resistencia, un desafío al

destino. Miguel luchaba por cada

respiro, por cada segundo, y su lucha

era un símbolo de perseverancia

inquebrantable. Esa lucha silenciosa,

esa perseverancia inquebrantable

era un faro de esperanza para María

Claudia, una prueba de que a pesar de la

adversidad, la fuerza interior de Miguel

era poderosa, implacable, un símbolo de

resistencia. María Claudia se movía en

un territorio incierto, un espacio

suspendido entre la esperanza y el

miedo, un equilibrio precario, una danza

constante entre la fe y la angustia,

entre la luz y la sombra, un ligero

apretón en la mano de Miguel, un suspiro

casi imperceptible, un pequeño cambio en

el ritmo del monitor,

instantes que alimentaban la esperanza

que le permitían aferrarse a la

posibilidad de un futuro mejor. Pero la

voz del doctor,

la mirada grave, el sonido incesante del

monitor volvían a arrastrarla a la

oscuridad del miedo, a la incertidumbre,

a la fría realidad de la situación.

Un constante juego entre la ilusión y la

desolación era un equilibrio precario,

un bavén constante entre la fe ciega y

el miedo paralizante.

María Claudia oscilaba entre la luz de

la esperanza y la sombra del temor en

una danza que la agotaba, pero que

también la mantenía viva. pequeño gesto

de Miguel, un suspiro más profundo y la

esperanza volvía a brillar con fuerza,

impulsándola a seguir adelante, a

aferrarse a la posibilidad de una

recuperación, a la creencia en la fuerza

de su amor. Pero luego una mirada

ausente, un cambio en el ritmo del

monitor y el miedo volvía a apoderarse

de ella. La envolvía en una fría

oscuridad, la empujaba a la

desesperación,

a la incertidumbre, a la duda. Ese

constante by vén, ese delicado

equilibrio entre la esperanza y el miedo

era la constante en sus días, un juego

cruel del destino que la obligaba a

oscilar entre la luz y la sombra, entre

la fe y la desesperación. María Claudia

se aferraba a la esperanza como a un

salvavidas, pero el miedo, una fría

corriente, la amenazaba constantemente.

Era una lucha interior, una batalla

contra sus propios demonios, contra la

incertidumbre. En ese constante, tira y

afloja, en ese delicado equilibrio,

María Claudia encontraba la fuerza para

seguir adelante, para luchar por Miguel,

para aferrarse a la esperanza, a pesar

del miedo que la acusaba sin tregua. La

vida de Miguel pendía de un hilo, una

línea tenue que separaba la esperanza

del miedo, la luz de la oscuridad. Y

María Claudia, en ese equilibrio

precario, se aferraba a la esperanza sin

dejar que el miedo la consumiera por

completo. La fe era el único motor que

mantenía a María Claudia en pie, la

única fuerza que la impulsaba a seguir

adelante día tras día, en esa

interminable espera. Una fe ciega

quizás, pero inquebrantable, alimentada

por el amor, por la esperanza, por la

promesa de un milagro. Los días se

sucedían similares, monótonos, marcados

por el ritmo implacable del monitor

cardíaco, pero María Claudia se negaba a

sucumbir a la desesperación, a la

tristeza, a la fría realidad de la UI.

Su fe era su escudo, hablarle a Miguel,

susurrarle palabras de aliento, promesas

de futuro. Era su ritual diario, un acto

de fe, una oración silenciosa que

buscaba conectar con su alma, con su

espíritu, con la fuerza que la

impulsaba. La fe en la capacidad de

recuperación de Miguel,

en la fuerza de su amor,

en el poder de la oración, la mantenía

firme

a pesar del miedo, a pesar de la fría

realidad que la rodeaba. Cada suspiro de

Miguel,

cada pequeño gesto, cada cambio en el

ritmo cardíaco se convertían en señales,

en respuestas, en pequeños milagros que

alimentaban su fe, que le daban la

fuerza para seguir adelante. Los médicos

hablaban de probabilidades, de

estadísticas, de pronósticos inciertos,

pero María Claudia se aferraba a su fe,

a la convicción de que Miguel superaría

esta prueba, de que un milagro

ocurriría, de que su amor era más

fuerte. La fe no era solo una creencia

religiosa, sino una fuerza interna, una

convicción profunda, un motor que la

impulsaba resistir, a esperar, a luchar

junto a Miguel en una silenciosa batalla

contra la adversidad. En medio de la

incertidumbre, de la monotonía, del

dolor, la fe era su brújula, su guía, su

fuerza, la única certeza en un mar de

dudas.

Su fe le daba la fuerza para seguir

adelante día tras día. No era una espera

pasiva, sino una espera activa, llena de

oraciones, de súplicas, de esperanza, de

una fe inquebrantable en el poder del

amor, en la posibilidad de un milagro,

en la fuerza de la vida. María Claudia

esperaba un milagro, pero no un milagro

pasivo, sino un milagro que se forjaba

con su fe, con su amor, con su

perseverancia. У.

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