✨ La historia de María Sorté tras el atentado contra su hijo, Omar García Harfuch, conmovió a todo México. Entre lágrimas y oraciones, la actriz encontró en la fe la fuerza para enfrentar uno de los momentos más dolorosos de su vida

El 26 de junio de 2020 amaneció con un estruendo que despertó a la Ciudad de México y rompió en mil pedazos la tranquilidad de María Sorté.

Poco después de las seis de la mañana, su hijo Omar García Harfuch, entonces secretario de Seguridad Ciudadana, sufrió un atentado brutal en Lomas de Chapultepec.

Un comando armado descargó más de cuatrocientos disparos de alto calibre contra su camioneta blindada.

Dos escoltas murieron en el lugar y el vehículo quedó convertido en un colador de plomo.

María, en su casa, forcejeaba con el control remoto porque quería ver las noticias y su familia intentaba protegerla del horror.

Cuando las imágenes aparecieron en pantalla, vehículos destrozados, cartuchos regados, ambulancias, sintió que el alma se le escapaba del cuerpo.

No necesitaba que nadie le confirmara nada; sabía que aquel caos tenía el nombre de su hijo.

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Los minutos siguientes fueron una eternidad de teléfonos sonando, rumores que corrían como pólvora y un vacío helado que le recorría las venas.

“¿Está vivo?”, era la única pregunta que martillaba su pecho.

Finalmente sonó una llamada distinta.

Era Omar, con voz débil y entrecortada: “Mamá, estoy bien, no veas las noticias”.

Esa frase simple fue la primera luz en medio de la tormenta.

María soltó un sollozo de alivio tan profundo que pareció interminable.

Después se enteraría de que su hijo había recibido tres balazos: uno en el hombro, otro en la clavícula y un tercero que, por centímetros, no tocó órganos vitales.

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El vehículo había resistido lo imposible, pero la lógica decía que nadie salía vivo de allí.

Para María no hubo lógica humana que valiera: “Vi un milagro de Dios”, declaró después.

En el hospital, rodeado de guardias, periodistas y familiares desencajados, María llegó casi en trance.

Al verlo entubado, con cables y vendajes, se arrodilló junto a la camilla y tomó su mano.

“Estás aquí, hijo.

Dios te cuidó y yo estaré contigo hasta que te levantes”, le susurró.

Desde ese momento su rosario no dejó de pasar entre sus dedos.

Cada cuenta era una plegaria, cada respiración una súplica.

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Fuera del hospital la presión mediática era feroz: rumores de muerte, especulaciones sobre parálisis, expertos analizando cada detalle.

María obedeció a su hijo y se alejó de las pantallas.

“No veas las noticias” se convirtió en su refugio.

En vez de alimentar titulares, eligió rezar.

Días después, cuando rompió el silencio en redes sociales, escribió: “Muchas gracias a todos por sus oraciones y muestras de cariño.

No me canso de darle gracias a Dios por su amor y misericordia”.

Ese mensaje breve conmovió a miles.

No habló de venganza, ni de cárteles, ni de política.

Solo de gratitud.

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En entrevistas posteriores se quebró al recordar cómo sintió que ángeles protegían a su hijo.

“Estoy segura de que había ángeles de Dios ahí cuidando a mi hijo”, repitió con lágrimas.

Para ella no había otra explicación: cuatrocientos disparos y su hijo respiraba.

La recuperación de Omar fue lenta y dolorosa: cirugías, fisioterapia, cicatrices que nunca se borrarían.

Pero la mayor herida era la del alma.

Haber mirado a la muerte de frente deja una sombra que no se va con el tiempo.

María estuvo ahí en cada sesión silenciosa, en cada noche de insomnio, recordándole que su vida tenía un propósito mayor.

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Mientras la ciudad debatía estrategias de seguridad y nombres de criminales, ella se aferraba a lo esencial: su hijo vivía.

Con los meses, Omar regresó al servicio público con la conciencia de haber recibido una segunda oportunidad.

María volvió a los foros y a la televisión, pero ya no era la misma actriz de siempre.

Sus compañeros notaron una serenidad distinta, una mirada más profunda.

“Cada día lo vivo como un regalo”, decía.

Y no era frase de entrevista: era certeza nacida del dolor.

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El atentado del 26 de junio quedó grabado como uno de los episodios más violentos en la historia reciente de la capital.

Pero en la vida de María Sorté ese día se transformó en fecha sagrada: el día en que comprobó que los milagros existen.

Dos escoltas perdieron la vida protegiendo a su hijo y ese dolor la acompañó siempre.

Sin embargo, en medio de la destrucción, la vida se impuso.

Hoy, cuando habla del tema, lo hace con voz serena: “Yo solo doy gracias a Dios”.

Esas palabras sencillas resumen todo.

No busca protagonismo ni convierte su experiencia en espectáculo.

Simplemente comparte su fe, convencida de que ese es su mayor legado.

En un país donde la violencia llena titulares diarios, la historia de María se convirtió en bálsamo inesperado.

Recordó que aún en medio de la tragedia hay espacio para la esperanza.

Que una madre puede arrodillarse ante el televisor y, en vez de derrumbarse, elegir agradecer.

Que la oración puede ser más fuerte que las balas.

Grecia Quiroz, viuda de Carlos Manzo, enfrenta hoy amenazas similares en Uruapan.

Recibe llamadas a las tres de la madrugada que describen su ropa y sus escoltas.

Su convoy ha sido interceptado por sicarios con cargadores de 33 cartuchos.

Un juez liberó a los detenidos horas después.

Pero Grecia no huyó.

Tomó el cargo de alcaldesa sabiendo que su vida pende de un hilo.

Y en su toma de protesta declaró: “No tengo miedo porque ya perdí todo”.

El paralelismo es inevitable.

Dos mujeres frente al mismo abismo.

María Sorté lo miró en 2020 y encontró ángeles.

Grecia Quiroz lo mira en 2025 y lleva el sombrero de su esposo como escudo.

Ambas eligieron no doblegarse.

Ambas transformaron el dolor en resistencia.

María rezó con un rosario entre las manos mientras su hijo luchaba por respirar.

Grecia gobierna desde una camioneta blindada nivel siete mientras exige justicia por su marido.

Una encontró refugio en la fe silenciosa.

La otra lo encuentra en la lucha pública.

Pero las dos comparten la misma certeza: la vida, contra todo pronóstico, puede seguir adelante.

El 26 de junio de 2020 María se arrodilló y dio gracias a Dios porque su hijo vivía.

El 6 de noviembre de 2025 Grecia Quiroz rindió protesta rodeada de cuatrocientos elementos federales y juró continuar la lucha de Carlos.

Dos madres.

Dos atentados.

Dos milagros distintos.

El de María fue que su hijo sobreviviera.

El de Grecia es que, habiendo perdido todo, decidió no rendirse.

En un México donde los alcaldes caen como moscas y las viudas suelen desaparecer del mapa, Grecia camina con el sombrero puesto.

Y cada vez que alguien pregunta cómo lo soporta, responde como María: con la fuerza que da saber que la vida, aunque herida, sigue siendo posible.

Porque si algo enseñó María Sorté hace cinco años es que incluso cuando las balas ganan la batalla, el amor de una madre puede ganar la guerra.

Y Grecia Quiroz, cinco años después, lo está demostrando con cada paso que da blindada en su propia ciudad.

El rosario de María y el sombrero de Carlos son dos símbolos distintos de la misma verdad: en medio del horror, siempre hay quienes eligen seguir de pie.

Y mientras ellas sigan de pie, México recordará que la esperanza no se negocia.

Ni con cuatrocientos disparos.

Ni con amenazas a las tres de la madrugada.

Ni con jueces que liberan sicarios.

Porque el milagro no es solo sobrevivir.

El milagro es, habiendo visto la muerte de cerca, elegir vivir para que otros no tengan que pasar por lo mismo.

María lo hizo con oración.

Grecia lo hace con auditorías, convocatorias y exigencias de justicia.

Las dos, a su manera, están escribiendo la misma historia: la de las madres que no se callan ante las balas.

Y esa historia, en un país que a veces parece perder la cuenta de sus muertos, vale más que cualquier titular.

Porque mientras una madre rece y otra madre exija, la violencia no tendrá la última palabra.

La tendrán ellas.

Siempre ellas.

 

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