Hoy día amaneció como tantos otros días difíciles para la familia de Eduardo Manzano, pero nadie imaginaba que sería el último.

Su esposa, Susana llevaba semanas viviendo entre silencios y respiraciones contenidas, mirando cada gesto de él con la esperanza de encontrar un rastro de fuerza, una señal que le permitiera creer que su luz todavía permanecería un poco más.
Habían pasado años enfrentando juntos los embates de la salud desde aquellas primeras complicaciones en las vías biliares que abrieron un camino de hospitales, tratamientos y noches sin sueño.
Ella nunca se separó de su lado.
Cada vez que él cerraba los ojos, ella tomaba aire como si su propia vida dependiera de que él siguiera aquí.
Aquella mañana, cuenta la familia cercana, Susana despertó antes que todos.
No podía conciliar el sueño desde la madrugada.
se levantó despacio tratando de no hacer ruido, como si cualquier sonido pudiera perturbar el equilibrio frágil que sostenía a Eduardo.

Abrió la puerta del cuarto y lo observó dormir.
Su respiración era lenta, tranquila, como si estuviera descansando después de una larga jornada.
Ella quiso creer que eso era bueno, que tal vez ese reposo era una señal de alivio.
Pero algo en su intuición, esa voz interna que solo tiene quien ama de verdad le dijo que debía acercarse más, que debía tocarlo, que debía sentirlo.
Se sentó junto a él y colocó la mano sobre la suya.
Eduardo dormía profundo, su rostro tranquilo, casi como un recuerdo de los años más brillantes de su carrera.
Durante un instante, una imagen la atravesó.

Lo vio joven en los escenarios en aquellas épocas de los polivoces donde su risa contagiaba al público entero.
Lo vio transformándose en los personajes que hicieron reír a todo México.
Lo vio en su papel en una familia de 10 lleno de energía, rodeado de aplausos.
Lo vio siendo el mismo con esa chispa única que parecía hecha para iluminar a otros.
Ella parpadeó para espantar la nostalgia, pero la nostalgia se aferró a ella como si supiera que ese día la necesitaría.
Los hijos comenzaron a moverse en la casa poco a poco.
Había un ambiente extraño, una mezcla de calma y presagio.
Todos sabían que Eduardo había estado delicado, pero en los últimos días parecía más sereno, casi en paz.

No hablaba mucho, solo miraba a sus seres queridos con una ternura que hacía pensar que estaba repasando su vida con ellos.
Les decía con los ojos aquello que las palabras ya no alcanzaban a expresar.
La familia se reunía, se turnaba para acompañarlo, para cuidarlo, para sostenerlo.
Pero ese 5 de diciembre, Susana no quiso apartarse de él ni un segundo.
Se sentó a su lado y simplemente permaneció allí.
No lloraba, no hablaba, solo respiraba con él, intentando que cada inhalación de ella fuera un ampla para él.
A veces le acariciaba la frente, a veces le acomodaba la sábana, a veces le tomaba la mano con la fuerza de quien sabe que está luchando contra el tiempo.

Cuando el sol comenzó a levantarse, un silencio profundo envolvió la habitación.
Un silencio diferente, pesado, casi solemne.
Fue entonces cuando Susana sintió un cambio imperceptible en la respiración de su esposo.
No fue un suspiro, ni un gemido, ni un movimiento brusco.
Fue apenas un pequeño quiebre, algo que solo pudo percibir alguien que lo había amado con esa intensidad silenciosa que se guarda para las personas que marcan una vida entera.
Ella se inclinó sobre él, lo observó con detenimiento, le rozó el pecho con la mano, buscando el ritmo conocido y frágil que había acompañado en los últimos días.
Los segundos se hicieron largos.

La respiración de Eduardo se volvió más lenta.
Ella no gritó, no llamó a nadie de inmediato, no se movió, solo lo miró como si pudiera sostenerlo en ese espacio entre la vida y la partida.
Minutos después, los hijos entraron a la habitación.
Vieron a su madre inclinada sobre la cama con la mirada fija en Eduardo, como si estuviera recordando cada momento que habían vivido juntos.
No había desesperación en su rostro.
Había algo más profundo, como una despedida silenciosa que solo ella sabía dar.
Ella les dijo que se acercaran.
Ninguno habló, ninguno preguntó.
La habitación se llenó de una calma que todos reconocieron como el final.
El médico que lo atendía llegó poco después.
revisó a Eduardo con la delicadeza que se tiene hacia alguien muy querido, alguien que había luchado más de lo que se podía ver.
La confirmación llegó sin dramatismos.
Eduardo se había ido en paz, acompañado, sostenido por quienes lo amaban.
Fue entonces cuando Susana finalmente bajó la mirada.
Sus hombros se encorvaron como si un peso insoportable cayera sobre ella.
No lloró de inmediato.
Las lágrimas tardaron en aparecer porque su alma aún estaba tratando de entender lo que había pasado.