A las afueras de Los Ángeles, en una colina rodeada de árboles que parecen custodiar secretos del pasado, se alza una casa que durante décadas fue sinónimo de vida, risas y fama.

Hoy, sin embargo, su aspecto deteriorado la convierte en un eco fantasmal de lo que alguna vez fue.
Esta es la casa que perteneció a Elizabeth Montgomery, la inolvidable actriz de Bwicht, hechizada, una mujer que conquistó al mundo con un simple movimiento de nariz en la pantalla, pero cuya vida privada estuvo marcada por complejidades, amores intensos, maternidad y, finalmente, una muerte trágica para comprender cómo una estrella de Hollywood terminó asociada a una vivienda abandonada.
Debemos retroceder en el tiempo, a los días en que la actriz brillaba tanto en el escenario como en la intimidad de su hogar.
Elizabeth nació en 1933, hija del actor Robert Montgomery y de la actriz Elizabeth Daniel Bran.
Desde muy joven estuvo rodeada por el mundo del cine y el teatro, respirando un aire cargado de guiones, aplausos y estrenos.
Su educación se desarrolló en un entorno privilegiado, pero también exigente.

Robert, su padre, era un perfeccionista nato y exigía excelencia no solo en la vida profesional, sino también en lo personal.
Esta influencia moldeó a Elizabeth, quien aprendió a desenvolverse con disciplina y elegancia frente a las cámaras.
Su belleza, marcada por ojos azules magnéticos y un aire sofisticado.
Pronto la convirtió en una figura deseada en el cine y la televisión.
Pero más allá del glamour, Elizabeth era una mujer con un fuerte deseo de independencia de dejar su propia huella más allá del apellido Montgomery.
Durante los años 60, cuando su fama alcanzaba niveles internacionales gracias a B.
Wit.
Elizabeth y su entonces esposo decidieron adquirir una residencia en California.

No se trataba de una mansión ostentosa de Hollywood Hills, sino de una casa amplia y elegante con jardines frondosos y espacios diseñados para la intimidad familiar.
Allí criaría a sus tres hijos, buscando ofrecerles una vida lo más normal posible dentro de un mundo constantemente acosado por la prensa.
La casa no solo era un espacio físico, se convirtió en un refugio.
Las paredes decoradas con fotografías familiares y premios fueron testigos de cumpleaños infantiles, cenas con amigos cercanos y largas noches en las que la actriz estudiaba guiones mientras sus hijos dormían.
Muchos recuerdan como Elizabeth adoraba el contacto con la naturaleza.
Le gustaba pasar horas en el jardín cuidando flores o simplemente contemplando el atardecer.
La vida amorosa de Elizabeth Montgomery fue tan intensa como sus papeles en la pantalla.
Estuvo casada cuatro veces, pero fue con el director William Asher, con quien compartió la construcción de la casa y la crianza de sus hijos.

Asher, reconocido por su trabajo en televisión, compartía con ella no solo el amor por el arte, sino también un fuerte deseo de crear un espacio familiar sólido.
Sin embargo, como suele suceder en los matrimonios de Hollywood, la fama, los compromisos laborales y las tensiones personales pasaron factura.
La pareja atravesó crisis que con el tiempo desembocaron en separación.
Aún así, la casa siguió siendo el epicentro de su vida maternal y emocional, un lugar donde Elizabeth intentaba recomponer las piezas de su mundo.
Los tres hijos de Elizabeth y William crecieron en esa casa que hoy yace abandonada.
Cada uno de ellos recuerda la mezcla de normalidad y excentricidad que definía su infancia.
La madre, pese a sus compromisos profesionales, trataba de estar siempre presente.

Asistía a reuniones escolares, organizaba fiestas y, sobre todo, enseñaba a sus hijos a valorar la empatía y la honestidad por encima de la fama.
Sin embargo, ser hijo de una estrella nunca es sencillo.
La presión mediática, las comparaciones constantes y la sombra de un apellido célebre marcaron sus juventudes.
Aún así, la figura de Elizabeth como madre protectora fue un pilar en su desarrollo.
Aquella casa se convirtió en un espacio donde podían ser simplemente niños, lejos de los reflectores.
Uno de los aspectos más fascinantes de Elizabeth Montgomery era su habilidad para equilibrar la vida pública y la privada, mientras millones de espectadores la veían como la encantadora bruja Samantha Stevens.
En casa era una madre estricta pero cariñosa, preocupada por inculcar valores reales.
Esa dualidad, mujer poderosa en la pantalla, madre vulnerable en la intimidad, generó un contraste que enriqueció su personalidad.

La casa reflejaba esa misma dualidad.
Tenía espacios glamorosos, ideales para recibir a colegas del medio, pero también rincones íntimos, como un estudio personal donde Elizabeth escribía en un diario, reflexionando sobre su vida y sus dudas existenciales.
Con el paso de los años, tras la muerte de la actriz en 1995, la casa quedó sumida en un abandono progresivo.
que antes era un lugar lleno de vida, se transformó en un espacio desolado con paredes agrietadas, jardines invadidos por la maleza y ventanas rotas que parecen llorar recuerdos.
Vecinos cuentan que en noches silenciosas la casa transmite una sensación extraña, como si aún guardara la energía de su antigua dueña.
Este abandono no es solo físico, es también simbólico.
Representa como la sociedad a menudo idolatra a sus estrellas en vida, pero las olvida con rapidez tras su partida.

La casa de Elizabeth Montgomery es hoy un recordatorio de esa fragilidad entre la gloria y el olvido.
Nos ha llevado a los orígenes de Elizabeth Montgomery, a la construcción de su hogar familiar y a la importancia de la casa como símbolo de su vida íntima.
Hemos explorado como la actriz equilibró la fama con la maternidad, cómo el amor y las tensiones matrimoniales marcaron sus días y cómo el paso del tiempo transformó ese espacio en un testimonio silencioso.
En los últimos años de su vida, Elizabeth Montgomery enfrentó una de las batallas más duras, el cáncer.
A mediados de los años 90, cuando aún se mantenía activa en la televisión y realizaba apariciones públicas, comenzó a experimentar síntomas que inicialmente atribuyó al cansancio.
Dolores abdominales, pérdida de peso repentina y un cansancio constante fueron las primeras señales.
Como muchas mujeres, Elizabeth no dio demasiada importancia a los síntomas.
Estaba acostumbrada a lidiar con agendas exigentes y asumió que su agotamiento era consecuencia de tantos años de trabajo.
Sin embargo, tras varias consultas médicas llegó el diagnóstico devastador.
Cáncer colorrectal en una etapa avanzada.
La noticia cayó como un jarro de agua fría, no solo para ella, sino también para sus tres hijos y para el círculo íntimo que aún la rodeaba.
Elizabeth, mujer fuerte y acostumbrada a sobreponerse a las dificultades, decidió luchar con valentía, pero la enfermedad ya estaba muy extendida.
Al conocer su diagnóstico, Elizabeth optó por mantener la información en un círculo reducido.
No quería que el público la recordara como una mujer enferma, ni que los medios sensacionalistas explotaran su sufrimiento.
Se refugió en su hogar, rodeada de sus hijos y de su pareja en aquel momento, el actor Robert Foxworth, quien se convirtió en su apoyo incondicional.
Los médicos propusieron tratamientos agresivos, pero Elizabeth, tras analizar las opciones, rechazó someterse a largos procesos de quimioterapia que podrían haber prolongado su vida unos meses, pero a costa de un sufrimiento físico inmenso.
Prefirió vivir con calidad, aunque el tiempo fuera breve, en lugar de aferrarse a una existencia prolongada, marcada por el dolor.
Esta decisión profundamente humana fue criticada por algunos sectores, pero admirada por otros que vieron en ella un acto de dignidad.
Elizabeth era consciente de que el final estaba cerca y quería afrontarlo con serenidad, acompañada de los suyos.
La casa, que alguna vez estuvo llena de risas, volvió a convertirse en el centro de la vida de Elizabeth.
Allí pasó sus últimos días recibiendo visitas de familiares, amigos cercanos y colegas de Hollywood.
El ambiente era agridulce, había lágrimas, pero también recuerdos compartidos, anécdotas de rodajes y risas nostálgicas.
Sus hijos, ya adolescentes y jóvenes adultos, estuvieron presentes en cada momento.
Para ellos fue doloroso ver a su madre, la mujer fuerte y vibrante que había encarnado a Samantha Stevens, debilitada físicamente.
Sin embargo, también aprendieron de su resiliencia y de su manera de enfrentar la adversidad con calma.
Los vecinos recuerdan que incluso en sus últimos días, Elizabeth se sentaba junto a la ventana de su salón para mirar el jardín.
Amaba observar cómo cambiaban los colores de las flores y escuchar el canto de los pájaros.
Ese pequeño ritual fue su manera de mantener un vínculo con la vida hasta el final.
El 18 de mayo de 1995, Elizabeth Montgomery falleció en su casa de Beverly Hills a los 62 años.
La noticia se propagó rápidamente, conmocionando a fanáticos de todo el mundo.
Aunque algunos conocían su estado de salud, la mayoría del público ignoraba la gravedad de la enfermedad.
Para millones de espectadores fue un golpe inesperado.
Los titulares de los principales periódicos y cadenas de televisión recordaban a la actriz como la inolvidable bruja buena de la televisión.
La NBC transmitió un especial dedicado a su carrera, mientras que colegas y amigos expresaban públicamente su tristeza.