Rosa García limpiaba mansiones de ricos en San Pedro durante 15 años.

Conocía cada rincón de lujo que jamás podría pagar.
Sabía dónde guardaban el tequila de $400, las botellas que costaban más que su salario mensual.
Para los patrones, ella era invisible, una más de las empleadas que servían tragos y limpiaban copas de cristal.
Pero en febrero de 2019 algo cambió.
Su hija Valeria, estudiante de enfermería, fue arrancada de una parada de camión en plena avenida Gonzalitos.
48 horas después apareció muerta en un valdío de la colonia moderna.
La fiscalía archivó el caso y Rosa, la mujer invisible, decidió que si el sistema no haría justicia, ella misma la cobraría.
Entre 2019 y 2021, 13 sicarios del cártel del noreste cayeron muertos tras beber en fiestas donde Rosa servía las copas.

Nadie sospechó de la señora del delantal hasta que fue demasiado tarde.
Rosa Elena García Morales nació en 1972 en la colonia Independencia de Monterrey, en una casa de concreto donde el agua llegaba cada tercer día y las tortillas se compraban por kilo en la tiendita de la esquina.
Creció viendo a su madre lavar ropa ajena, planchar camisas de oficinistas que nunca conoció, fregar pisos de casas.
que jamás visitó.
A los 16 años, Rosa dejó la secundaria y entró al mismo oficio.
No hubo ceremonia ni despedida, solo un mandil prestado y la dirección de una casa en San Pedro Garza García, garabateada en un papel.
El primer día tomó dos camiones, línea uno desde Independencia hasta el centro, luego Ruta 200 subiendo hacia las colonias de ricos.
El trayecto duraba hora y media.

Aprendió a dormir parada con la cabeza recargada en el tubo de metal, despertándose justo en su parada como si tuviera un reloj interno.
Durante 30 años repitió esa ruta.
Mismos camiones, mismos horarios, misma invisibilidad.
En 2004, Rosa ya trabajaba en siete casas diferentes.
Lunes y jueves, en la residencia del licenciado Hernández, un abogado que nunca la saludaba, pero dejaba propina de 50 pesos sobre la barra de la cocina.
Martes y viernes con la familia Garza, donde había que limpiar cuatro baños de mármol y una alberca que Rosa jamás vio a nadie usar.
Miércoles con los Treviño, empresarios que organizaban asados cada fin de semana y la contrataban extra para servir bebidas.

Sábados rotaba, entre otras tres casas más pequeñas.
Ganaba 4500 pesos al mes, sumando todo, más propinas que podían agregar otros 800 o 1000.
Con eso pagaba renta de un departamento de dos cuartos en independencia, luz, agua, gas, comida y la colegiatura de Valeria.
No sobraba nada, pero tampoco faltaba.
Rosa era meticulosa, puntual, silenciosa.
Los patrones la recomendaban.
Es muy buena, muy confiable, decían.
Ninguno sabía su apellido completo.
La llamaban Rosita o simplemente señora.
Rosa aprendió cosas que los ricos no sabían que ella aprendía.
Aprendió que el tequila don Julio 1942 costaba 4000 pesos la botella y se guardaba en vitrinas con llave.
Aprendió que el whisky McAlan de 25 años valía más que 3 meses de su sueldo.
Aprendió dónde escondía en efectivo.
Cajones del buró, cajas fuertes disimuladas detrás de cuadros, sobres en libreros.
Nunca robó ni un peso ni una vez.
No por miedo, sino porque su madre le enseñó que la pobreza no justificaba la deshonra.
Podemos ser pobres, mi hija, pero no rateras.
Rosa cargó esa frase toda su vida.
Limpiaba con esmero, planchaba con precisión milimétrica.
Servía tragos en fiestas de patrones con la misma discreción con que limpiaba baños.
Era tan invisible que los hombres hablaban frente a ella como si no existiera.
Escuchó conversaciones de negocios turbios, escuchó nombres de políticos que recibían sobres.
Escuchó risas sobre mercancía y envíos que claramente no eran legales.
Rosa nunca dijo nada, solo limpiaba, servía y se iba.
Hasta que todo cambió.
Valeria nació en 2000.
Rosa tenía 28 años y acababa de separarse de un hombre que la golpeaba cada vez que llegaba borracho.
No hubo divorcio porque nunca hubo matrimonio, solo una huida nocturna con una maleta y una bebé envuelta en cobijas.
Rosa rentó el departamento de independencia y juró que Valeria tendría lo que ella nunca tuvo.
Educación.
La niña creció entre uniformes limpios y útiles escolares completos.
Rosa nunca faltó a una junta escolar, nunca dejó de pagar una colegiatura.
Cuando Valeria entró a la preparatoria, Rosa trabajó domingos extra para pagarle clases de inglés.
Cuando Valeria pasó el examen de admisión para enfermería en la UANL, Rosa lloró en el camión de regreso a casa.
Lo lograste, mija.
Vas a ser la primera García con título universitario.
Valeria abrazó a su madre y le prometió que cuando se graduara, Rosa nunca más limpiaría casas ajenas.
Te voy a mantener, mami.
Vas a descansar.
Rosa sonró, pero por dentro pensó que eso jamás pasaría.
Ella limpiaría casas hasta que el cuerpo aguantara.
Era lo único que sabía hacer.
Los domingos eran sagrados.
Rosa y Valeria iban a misa de ocho en la catedral de Monterrey.
Luego caminaban hasta el Mercado Juárez a comer tacos de barbacoa.
Siempre pedían lo mismo.
Tres de maciza para Rosa, cuatro de surtida para Valeria, dos refrescos de vidrio helados.
Costaba 120 pesos.
Rosa pagaba con billetes arrugados que sacaba de una bolsita de tela amarrada al brcier.
Después caminaban por la plaza, compraban elotes si había dinero extra, regresaban al departamento antes del mediodía.
Valeria estudiaba en la mesa del comedor mientras Rosa lavaba la ropa de la semana.
A veces Valeria le leía en voz alta fragmentos de sus libros de anatomía.
Rosa no entendía ni la mitad, pero le encantaba escucharla.
Mira, mami, esto es el sistema circulatorio.
Ay, mija, qué inteligente eres.
Valeria se reía.
No es inteligencia, es estudiar.
Rosa negaba con la cabeza.
No, mija, es inteligencia.
Yo estudié hasta segundo de secundaria y nunca entendí nada de esto.
R Cam, en febrero de 2019, Valeria cursaba el tercer semestre.
Tenía 19 años y un promedio de 9.
2.
Soñaba con trabajar en el hospital universitario, especializarse en pediatría, atender niños enfermos.
Rosa la veía partir cada mañana con su mochila llena de libros y sentía un orgullo que no cabía en el pecho.
Ten cuidado, mija, siempre, mami.
Valeria tomaba dos camiones para llegar al campus Mederos de la 1 L, línea 3 hasta Cuautemoc, luego ruta 12 hasta Gonzalitos.
Las clases terminaban a las 9 de la noche.
Valeria salía de la biblioteca, cruzaba el estacionamiento, esperaba el camión en la parada de Gonzalitos esquina con Mariano Escobedo.
Había un oxo a media cuadra, siempre había gente.
Valeria nunca tuvo miedo.
Monterrey era violento, sí, pero no tanto como Tamaulipas, ¿o eso creían? El jueves 14 de febrero, Valeria mandó mensaje a Rosa a las 8:30 de la noche.
Ya salí de la Biblia, mami.
Llego como en una hora.
Rosa respondió, “Okay, mijja, te caliento la cena.
” Esperó 9:30, 10, 10:30.
Marcó al celular de Valeria.
Busón, volvió a marcar.
Busón.
A las 11 de la noche, Rosa salió a la calle, caminó hasta la esquina.
Nada.
regresó al departamento, marcó otra vez buzón.
A medianoche fue a la caseta de policía de la colonia.
Mi hija no llegó.
El oficial, un hombre gordo con uniforme arrugado, le pidió que esperara 24 horas.
A veces los chavos se van de fiesta y mi hija no sale de fiesta, estudia enfermería, siempre avisa.
El oficial suspiró.
Señora, tiene que esperar.
No podemos hacer nada hasta mañana.
Rosa volvió a casa, no durmió.
Marcó cada 15 minutos hasta que el celular de Valeria se apagó.
A las 6 de la mañana regresó a la caseta.
Pusieron la denuncia.
Carpeta de investigación abierta.
Rosa dio descripción.
1,60, cabello largo negro, chamarra de mezclilla azul, mochila gris de la Huan.
48 horas después, el sábado 16 de febrero, un albañil que trabajaba en una construcción de la colonia moderna encontró el cuerpo.
Estaba tirado entre escombros, cubierto con una lona.
El albañil levantó la lona y retrocedió gritando.
Llamaron a la policía.
Llegó la policía ministerial.
Tomaron fotos, levantaron evidencias, llamaron a Rosa.
“Señora García, necesitamos que venga a reconocer un cuerpo.
” Rosa tomó un taxi que le costó 200 pesos.
Llegó al servicio médico forense de la avenida Madero.
La hicieron esperar dos horas en una sala gris con sillas de plástico.
Finalmente, un agente la llevó a una sala refrigerada.
Había una plancha de acero, un bulto cubierto con sábana blanca.
El agente descubrió el rostro.
Rosa no gritó, no lloró, solo asintió.
Es ella.
Firmó papeles.
Le entregaron una bolsa transparente con las pertenencias.
Mochila, chamarra, identificación de la WAN.
Celular con pantalla quebrada.
Rosa salió del semefo a las 4 de la tarde, caminó hasta la avenida, se sentó en la banqueta y ahí finalmente lloró hasta que no quedó nada dentro.
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El funeral fue el martes.
Rosa gastó 6000 pesos que no tenía en un ataú de madera barata y una misa en la iglesia de San Judas Tadeo.
Fueron 14 personas, vecinas de Rosa, dos compañeras de Valeria de la Universidad, una maestra que lloró en silencio.
El padre leyó salmos que Rosa no escuchó.
Solo miraba el ataúdrado pensando que ahí dentro estaba su hija rota, golpeada, violada.
Los del semefo le habían dicho sin decirle, “Señora, mejor no vea el cuerpo completo.
” Rosa entendió.
Enterraron a Valeria en el panteón municipal de Guadalupe.
Nicho rentado por 3 años.
Rosa puso una foto de Valeria sonriendo con uniforme de preparatoria.
no pudo pagar placa de metal, solo escribió con plumón negro en un pedazo de madera.
Valeria García, 200029, siempre en mi corazón.
Esa noche Rosa regresó al departamento vacío y supo que algo dentro de ella había muerto también.
El lunes siguiente, Rosa fue a la Fiscalía General de Nuevo León en la avenida Constitución.
Esperó 3 horas para que la atendiera un agente del Ministerio Público.
Un hombre de 40 y tantos años, camisa de vestir sin corbata, cara de cansancio permanente.
Rosa se sentó frente a él.
Quiero saber qué va a pasar con el caso de mi hija.
El agente abrió una carpeta.
Leyó en silencio.
Señora García, su hija fue víctima de homicidio vinculado a delincuencia organizada.
Estos casos son muy complicados.
¿Qué tan complicados? Complicados de resolver.
No hay testigos.
No hay cámaras en la zona donde fue levantada.
No hay levantada.
Rosa sintió que la palabra le quemaba la boca.
Sí, señora.
Así se le dice cuando, bueno, cuando el crimen organizado secuestra a alguien.
Rosa respiró hondo.
Y entonces, ¿qué van a hacer? El agente cerró la carpeta.
Vamos a investigar.
Pero le voy a ser honesto, la tasa de resolución en estos casos es muy baja.
Rosa volvió a la fiscalía el miércoles y el viernes y el lunes siguiente.
11 veces en 6 meses.
Siempre el mismo agente, siempre la misma respuesta.
Estamos investigando, señora.
¿Qué han encontrado? Por el momento nada concreto.
Nada.
Señora, entienda.
El crimen organizado no deja pistas y aunque las dejara, los testigos no hablan.
Tienen miedo.
Rosa apretaba las manos sobre el regazo.
Mi hija no era delincuente, era estudiante.
¿Por qué se la llevaron? El agente evitaba su mirada.
A veces, a veces las organizaciones criminales levantan mujeres jóvenes para, bueno, para trata o para uso personal de los sicarios.
Rosa sintió que la sala giraba.
Y ustedes no pueden hacer nada.
Hacemos lo que podemos, señora, pero hay cientos de casos como el de su hija.
En agosto de 2019, Rosa recibió una notificación oficial.
La carpeta de investigación 004 y3 FEM 2019 había sido archivada por falta de línea de investigación viable.
Rosa leyó el documento tres veces.
No entendía la mitad de los términos legales, pero entendió lo importante.
El Estado había abandonado a Valeria.
Nadie iba a buscar a los responsables.
Nadie iba a pagar por lo que le hicieron.
La justicia no existía para mujeres pobres asesinadas por narcos.
Rosa dobló la notificación, la guardó en una caja de zapatos donde tenía fotos de Valeria y cerró la caja.
Esa noche no lloró.
Ya no le quedaban lágrimas, solo una rabia fría que le apretaba el pecho como un puño de hierro.
Una semana después, Rosa volvió al trabajo.
Los patrones le dieron el pésame con incomodidad.
Qué terrible, Rosita.
Lo sentimos mucho.
Rosa asentía en silencio.
Limpiaba, trapeaba, planchaba, pero algo había cambiado.
Ahora prestaba atención, ahora escuchaba.
Los miércoles trabajaba en casa de los Treviño.
Empresarios que organizaban asados cada 15 días.
Hombres de traje llegaban en camionetas Ram y Toyota Tacoma sin placas.
Tomaban whisky, fumaban puros.
Hablaban de negocios que nunca especificaban.
Rosa servía botanas, servía tragos y escuchaba.
Una noche de septiembre, mientras recogía platos en la terraza, escuchó una voz conocida.
Un hombre de 30 años, camisa polongegra, cadena de oro gruesa.
La morra de la Gonzalitos, ¿te acuerdas? La que levantamos para el huevo, esa enfermera o algo así.
Otro hombre se rió.
Ah, sí, buena peda esa noche.
Rosa se congeló detrás de la puerta de vidrio.
La bandeja tembló en sus manos.
Respiró hondo.
Contó hasta 10.
Entró a la sala como si nada.
¿Se les ofrece algo más? Los hombres ni la voltearon a ver.
No, señora, gracias.
Rosa terminó su turno a medianoche.
Los patrones le pagaron 300 pesos extra.
Tomó el camión de regreso a independencia, se sentó junto a la ventana y mientras Monterrey pasaba borroso en la oscuridad, Rosa supo exactamente qué iba a hacer.
Rosa no durmió esa noche.
Se quedó sentada en la mesa del comedor hasta que amaneció.
Frente a ella, un cuaderno de pasta dura que Valeria usaba para apuntes de la universidad.
Rosa arrancó las primeras 20 hojas llenas de diagramas de anatomía.
Dejó el cuaderno en blanco.
En la primera página escribió con letra cuidadosa, El Huevo.
Levantones, zona universitaria, cliente de los Treviño.
Cerró el cuaderno.
Lo guardó en el fondo de su bolsa de mandado, entre paquetes de frijol y latas de atuna.
Durante dos meses, Rosa se convirtió en otra persona.
No cambió por fuera.
Seguía siendo la empleada invisible, la señora del delantal que servía tragos y limpiaba baños.
Pero por dentro algo se había reordenado.
Ya no limpiaba pensando en pagar renta, limpiaba escuchando.
Cada conversación era una pieza de rompecabezas, cada nombre, una pista.
El sábado trabajaba en casa de los Chapa, una familia que organizaba parrilladas con amigos.
Rosa conocía la rutina, preparar botanas, tener la hielera llena, servir cerveza fría.
Los hombres se sentaban en la terraza con vista al valle de Monterrey.
Hablaban de fútbol, de mujeres, de negocios.
Uno de ellos mencionó al huevo otra vez.
Ese cabrón anda levantando morras en lamederos.
Ya van como tres este mes.
Otro se ríó.
Pues que le baje.
La última vez casi nos cae un operativo.
Rosa anotó mental.
El huevo activo son amederos.
Esa noche en su cuaderno añadió, “Frecuenta casa de los Chapa.
Viene los sábados.
Rosa empezó a construir un mapa.
No era detective.
No sabía de investigación criminal, pero sabía escuchar y eso bastaba.
En octubre, Rosa fue a una tlapalería en la colonia moderna.
Compró un paquete de raticida marca Clerat.
El dependiente, un señor de 60 años con delantal manchado de pintura, ni siquiera le preguntó para qué lo quería.
¿Algo más, señora? No, gracias.
Pagó 45 pesos.
Guardó el paquete en su bolsa.
En casa Rosa buscó en internet.
No tenía computadora, pero fue a un café internet cerca del mercado.
Pagó 10 pesos por media hora.
Buscó raticida fosfato de zincas.
Leyó durante 20 minutos.
Tomó notas en su cuaderno.
Inodoro, insípido, soluble en alcohol.
Síntomas entre 6 y 48 horas.
náuseas, convulsiones, paro cardíaco, confundible con intoxicación alcohólica.
Rosa cerró la sesión, pagó, salió a la calle.
El sol le pegaba en la cara, pero ella sentía frío por dentro.
Durante noviembre, Rosa ensayó.
No en humanos, en ratas.
En su edificio había una plaga.
Los vecinos se quejaban.
Rosa preparó mezclas en vasitos de plástico, agua con raticida.
Jugo con raticida, cerveza con raticida.
Dejó los vasitos en rincones del edificio.
A la mañana siguiente encontró tres ratas muertas.
Nadie sospechó nada.
Rosa tomó nota.
Funciona mejor en líquidos oscuros, menos visible.
Compró de Clerart, esta vez en una atlapalería diferente en la colonia obrera.
Pagó en efectivo, no hubo registro.
Rosa guardaba los paquetes en una caja de galletas en la parte alta de su closet.
Nadie revisaba su cuarto, nadie entraba a su departamento.
Vivía sola desde que Valeria murió.
La soledad que antes le dolía ahora le servía.
El miércoles 27 de noviembre, Rosa trabajó en casa de los Treviño.
Era víspera de Thanksgiving.
Los patrones organizaban cena con amigos.
Rosa llegó a las 4 de la tarde, preparó entradas, organizó la mesa.
A las 8 de la noche empezaron a llegar invitados, entre ellos el hombre de la camisa polo negra, el que había hablado de la morra de Gonzalitos.
Rosa lo observó desde la cocina.
Rondaba los 30 años, complexión robusta, cadena de oro, reloj caro, botas picudas.
Hablaba fuerte, se reía más fuerte.
Los otros lo llamaban huevo.
Rosa sintió que el aire se volvía pesado.
Respiró hondo.
Siguió trabajando.
A las 10 de la noche, el huevo pidió un trago.
Señora, un don Julio derecho sin hielo.
Rosa asintió.
Fue a la cocina.
Tomó un vaso de cristal.
Sirvió tequila hasta la mitad, abrió su bolsa de mandado, sacó un sobre pequeño de papel.
Dentro polvo blanco, 5 g de fosfato de zinc, lo vertió en el vaso, revolvió con una cucharita.
El polvo se disolvió completamente.
Líquido transparente, inodoro, invisible.
Rosa cargó el vaso en una charola.
Salió de la cocina, cruzó la sala, llegó a la terraza.
Su don Julio, señor.
El huevo tomó el vaso sin mirarla.
Gracias, señora.
Se lo bebió de un trago.
Hizo una mueca.
Está fuerte este pedo.
Se rió.
Rosa recogió el vaso vacío.
Volvió a la cocina.
Lavó el vaso con agua caliente y jabón.
Lo secó.
Lo guardó en el anaquel.
Terminó su turno a medianoche.
Los patrones le pagaron 400 pesos.
Rosa tomó el camión a casa, se sentó junto a la ventana.
Las luces de Monterrey parpadeaban en la distancia.
Rosa cerró los ojos y esperó.
El viernes 29 de noviembre, Rosa despertó a las 5 de la mañana.
Como siempre preparó café en la estufa, pan tostado.
Comió en silencio frente a la ventana que daba al patio interior del edificio.
Afuera todavía estaba oscuro.
Las calles de la colonia Independencia empezaban a despertar con ruido de camiones y ladridos de perros.
Rosa lavó su taza, se puso el uniforme, pantalón negro, blusa blanca, zapatos cómodos de suela de goma.
Guardó su bolsa de mandado con el cuaderno escondido entre paquetes de lentejas.
Salió a las 6, tomó la línea uno en Cuautemoc.
El camión iba lleno.
Rosa viajó parada, agarrada del tubo, mirando por la ventana sucia.
Pensó en el huevo.
Pensó en el vaso de tequila.
pensó en si ya estaría muerto.
No sentía miedo, no sentía culpa, solo una calma extraña, como si finalmente hubiera encontrado un propósito.
Llegó a casa de los Hernández a las 7:30, limpió tres recámaras, dos baños, la sala, la cocina.
El licenciado Hernández salió a las 8 rumbo al despacho.
Su esposa se fue al gimnasio a las 9.
Rosa quedó sola en la casa.
Trabajó en silencio, aspiró, trapeó, planchó camisas.
A las 2 de la tarde, mientras doblaba sábanas en el cuarto de lavado, le llegó mensaje de la señora Treviño.
Rosa sacó su celular viejo, un Nokia con teclas gastadas.
Leyó, “Rosita, ¿puedes venir mañana? Necesito que limpies después de la cena de ayer.
” Quedó todo tirado.
Rosa respondió lento, letra por letra.
Sí, señora.
¿A qué hora? La respuesta llegó en segundos.
A las 10 está bien.
Rosa guardó el celular, terminó de doblar las sábanas, guardó la plancha, barrió el patio trasero, regó las plantas.
A las 4 de la tarde se despidió de la señora Hernández.
Hasta el lunes, señora.
Gracias, Rosita.
El sábado 30 de noviembre, Rosa llegó a casa de los Treviño a las 10 en punto.
Tocó el timbre.
La señora abrió con cara de cansancio.
Ay, Rosita, qué desastre.
Los invitados se fueron tardísimo y yo ya no tuve fuerzas para recoger.
Rosa asintió.
Entró.
La casa olía a cigarro frío y alcohol derramado.
Había vasos sucios en todas las mesas, botellas vacías en la terraza, platos con restos de carne asada en la barra de la cocina, ceniceros llenos, servilletas arrugadas en el piso.
Rosa dejó su bolsa en el cuarto de servicio.
Se puso guantes de látex.
Empezó a recoger primero los platos, luego los vasos, los llevó a la cocina, los lavó con agua caliente y jabón antibacterial, los secó, los acomodó en el anaquel.
Mientras trabajaba, escuchaba a la señora Treviño hablando por teléfono en la sala.
A las 11, Rosa estaba trapeando la terraza cuando escuchó a la señora gritar.
No, no puede ser.
En serio.
Ay, Dios mío, qué horror.
Rosa dejó el trapeador recargado contra la pared.
Se asomó a la sala.
La señora tenía el celular pegado a la oreja, la otra mano en la boca, escuchaba sin hablar.
Finalmente colgó, miró a Rosa.
¿Ya supiste, Rosita? Rosa negó con la cabeza.
¿Qué cosa, señora? La señora se dejó caer en el sofá.
El huevo, el amigo de mi esposo, el que estuvo aquí el jueves, lo encontraron muerto esta mañana en su departamento.
Rosa sintió que el piso se movía bajo sus pies, pero mantuvo la cara neutral.
Qué terrible, señora.
La señora se abanicaba con la mano.
Dicen que fue un paro cardíaco o una sobredosis.
No sé bien.
Mi esposo está en camino para allá.
Está muy alterado.
Rosa regresó a la terraza, recogió el trapeador, siguió limpiando.
Las manos no le temblaban, el corazón le latía normal.
Por dentro, una voz repetía: “Funcionó, funcionó, funcionó.
” Rosa terminó la terraza, limpió los baños, aspiró las recámaras.
A la 1 de la tarde, el señor Treviño llegó a la casa.
Entró como vendaval, abrazó a su esposa.
[ __ ] huevo, no lo puedo creer.
Rosa los escuchó desde la cocina mientras lavaba los últimos platos.
El señor hablaba rápido.
Dicen que lo encontró su roommate.
Estaba tirado en el piso de su cuarto.
Ya tenía horas muerto.
Seguro fue anoche.
La señora soyaba.
Pero, ¿de qué murió? No sé.
Dicen que tal vez mezcló Coca con pisto o un paro.
Todavía no saben.
Rosa secó los platos, los acomodó, limpió la estufa, barrió la cocina.
A las 2 de la tarde terminó, guardó los guantes, se quitó el delantal, salió a la sala.
La señora Treviño le pagó 300 pesos.
Gracias, Rosita.
Disculpa el desorden y discúlpalo del huevo.
Todo está muy raro hoy.
Rosa asintió.
No se preocupe, señora, que esté bien.
Igualmente, Rosita.
Rosa salió de la casa.
Caminó tres cuadras hasta la parada de camión.
Esperó 15 minutos bajo el sol de diciembre.
El camión llegó, subió, pagó 1 pesos, se sentó junto a la ventana.
Monterrey pasaba lento.
Casas grandes, jardines podados, camionetas de lujo estacionadas en las cocheras.
Rosa pensó en Valeria, pensó en el huevo tirado en el piso de su departamento, pensó en los 12 nombres que quedaban en su cuaderno y supo que no había vuelta atrás.
Esto apenas empezaba.
En diciembre de 2019, Rosa eliminó al Chiquilín.
No fue difícil.
El chiquilín frecuentaba casa de los Garza, una familia que organizaba posadas cada fin de semana.
Rosa trabajaba ahí los martes y viernes, pero en diciembre la contrataban extra para ayudar en las fiestas.
El 14 de diciembre hubo posada grande.
Llegaron 60 personas, niños corriendo, música navideña, ponche caliente y hombres bebiendo whisky en la terraza.
Rosa preparó botanas, sirvió ponche a las familias y sirvió whisky buchanans a los hombres que fumaban afuera.
El chiquilín pidió un trago doble.
Rosa lo preparó en la cocina.
Whisky hasta el borde, 5 g de raticida disuelto, lo sirvió con hielos.
El chiquilín lo bebió mientras hablaba de un cargamento que llegaría a Nuevo Laredo.
Rosa recogió el vaso vacío, lo lavó, lo guardó.
Dos días después, el chiquilín murió en su casa de la colonia Buenos Aires.
La fiscalía atribuyó la muerte a complicaciones cardíacas por consumo de estupefacientes.
Caso cerrado.
En enero de 2020, Rosa eliminó al flaco.
El flaco trabajaba como escolta de un empresario ligado al cártel del noreste.
Rosa lo había visto tres veces en casa de los Chapa.
El empresario organizó una reunión de negocios el 18 de enero.
Rosa fue contratada para servir café y bocadillos.
Los hombres se encerraron en el estudio.
Rosa tocó la puerta.
¿Les ofrezco algo? El empresario pidió café.
El flaco pidió un whisky.
Rosa preparó ambos en la cocina.
El café limpio.
El whisky envenenado.
5 g de fosfato de zinc.
Rosa sirvió las bebidas.
El flaco bebió mientras revisaba su celular.
Rosa recogió todo media hora después.
El flaco murió esa madrugada en un motel de la carretera nacional.
La policía reportó intoxicación alcohólica severa.
Nadie investigó más.
Entre febrero y diciembre de 2020, Rosa eliminó a siete sicarios más.
Todos vinculados al cártel del noreste.
Todos clientes o invitados de las casas donde Rosa trabajaba.
Rosa había perfeccionado el método.
Compraba raticida en tlapalerías diferentes cada vez, nunca en la misma colonia.
Pagaba en efectivo, no dejaba registro, guardaba el raticida en paquetes de harina o azúcar.
Nadie revisaba la bolsa de mandado de una empleada doméstica.
Rosa anotaba cada muerte en su cuaderno.
Nombre, fecha, método, lugar.
A finales de 2020 tenía 11 nombres tachados, quedaban dos y esos dos eran los más importantes, el contador y el coyote.
Los hombres que manejaban el dinero y la trata del CDN.
Los hombres que según Rosa había escuchado, eran responsables directos de la red donde Valeria fue capturada.
En febrero de 2021, Rosa escuchó que el contador organizaría una fiesta grande en abril.
Cumpleaños, mansión en carretera nacional, alta cúpula del CDN.
Rosa supo que esa era su oportunidad, pero necesitaba entrar.
No trabajaba en esa casa, no conocía a los dueños.
Necesitaba una recomendación.
Durante dos meses, Rosa trabajó extra.
Se ofreció para todas las fiestas, fue puntual, eficiente, amable.
Las señoras empezaron a recomendarla.
Rosita es muy buena, muy confiable.
A finales de marzo, la señora Treviño le dijo, “Rosita, una amiga mía necesita ayuda para una fiesta grande en abril.
¿Te interesa? Pagan bien.
” Rosa asintió.
“Sí, señora, claro que sí.
” La señora Treviño le pasó el contacto.
Rosa llamó, habló con la coordinadora del evento.
“Necesitamos cinco empleadas para servir bebidas y comida.
La fiesta es el 21 de abril, desde las 8 de la noche hasta que termine.
Pagamos 500 pesos por empleada.
Rosa aceptó, dio su nombre.
Rosa García.
Coordinadora apuntó.
Perfecto, Rosa.
El 21 a las 7 de la noche en carretera nacional.
Te mando la ubicación por mensaje.
Rosa colgó, abrió su cuaderno, escribió.
21 de abril, fiesta del contador, carretera nacional, oportunidad final.
Sabía que era riesgoso, sabía que podía ser descubierta, pero también sabía que no tendría otra oportunidad así.
Todos juntos en un solo lugar.
Rosa decidió que no iba a envenenar a uno, iba a envenenar a todos los que pudiera.
Si la atrapaban, que la atraparan.
Pero antes iba a terminar lo que empezó.
El 21 de abril de 2021 amaneció nublado.
Rosa despertó a las 5 de la mañana.
No había dormido bien.
Pesadillas con Valeria, pesadillas con policías.
Se levantó.
preparó café, se sentó en la mesa del comedor, frente a ella, su bolsa de mandado.
Dentro dos paquetes de raticida clarat, 50 g en total, suficiente para matar a 20 personas.
Rosa había decidido no usar vasos individuales.
Era demasiado lento, demasiado visible.
En lugar de eso, iba a contaminar botellas completas, dos botellas de tequila.
Don Julio Real había comprado con sus ahorros de 3 meses.
En total, las botellas venían selladas.
Rosa las abrió en su cocina, vacíó parte del contenido, añadió el raticida, revolvió con una cuchara larga.
El polvo se disolvió.
Volvió a tapar las botellas, las limpió con alcohol para eliminar huellas, las guardó en una bolsa térmica de mandado.
Parecían botellas nuevas, nadie sospecharía.
A las 6 de la tarde, Rosa tomó dos camiones rumbo a San Pedro.
Bajó en carretera nacional.
Caminó 10 minutos hasta la dirección que le habían dado.
Era una mansión enorme, tres pisos, fachada de cantera, jardín con pasto podado, cochera para ocho autos.
Rosa tocó el timbre del acceso de servicio.
Le abrió un hombre de seguridad.
Nombre: Rosa García.
Vengo de parte de la agencia.
El hombre revisó una lista.
Okay, pasa.
Rosa entró por la puerta trasera.
La llevaron a la cocina.
Ahí estaban las otras cuatro empleadas, todas mujeres, todas de entre 40 y 60 años.
La coordinadora, una mujer de 30 con tablet en mano, les dio instrucciones.
La fiesta empieza a las 8.
Van a llegar como 60 invitados.
Ustedes se encargan de servir botanas, bebidas y mantener todo limpio.
La barra está en la terraza, las bebidas premium están en la cava.
Yo les voy diciendo qué sacar.
¿Alguna pregunta? Nadie preguntó.
La coordinadora asintió.
Perfecto.
A las 7:30 empezamos a sacar botanas.
Rosa trabajó en silencio.
Preparó charolas con quesos, jamón, aceitunas.
Otra empleada sacó copas de cristal.
Otra llenó hieleras.
Rosa esperó el momento.
A las 7:40, la coordinadora le pidió que llevara botellas a la barra de la terraza.
Saca dos don Julio Real, dos Buchanans y un Macalan.
Están en la cava.
Rosa asintió.
Fue a la cava.
Era un cuarto refrigerado con estantes llenos de botellas.
Rosa buscó las que le pidieron.
Tomó dos bucans, un McAlan, y en lugar de sacarlos, don Julio de la caba, sacó las dos botellas envenenadas de su bolsa térmica.
Las colocó en la charola junto con las otras.
Salió de la caba, nadie notó nada.
Llevó la charola a la terraza, acomodó las botellas en la barra junto a las hieleras y vasos.
La coordinadora revisó.
Perfecto.
Gracias, Rosa.
Rosa volvió a la cocina.
El corazón le latía rápido, pero las manos no le temblaban.
A las 8 de la noche empezaron a llegar los invitados.
Camionetas Ram, Toyota Tacoma, BMW, MercedesBenz, hombres de entre 30 y 50 años, camisas de vestir, botas, cadenas de oro, relojes caros.
Algunos traían mujeres jóvenes del brazo.
Rosa los observaba desde la cocina.
reconoció a varios, los había visto en otras fiestas, en otras casas, eran parte de la misma red, la misma organización.
A las 9 de la noche, la terraza estaba llena.
Música norteña, risas, humo de cigarro.
Rosa y las otras empleadas servían botanas, recogían platos, rellenaban hielos.
A las 10 de la noche, un hombre de 50 años, traje gris, anillo de oro grueso, subió a un pequeño templete.
Tomó el micrófono.
Buenas noches a todos.
Gracias por venir a celebrar con nosotros.
Salud por el contador.
Todos levantaron sus vasos.
Salud.
Rosa observó desde la entrada de la cocina.
El contador estaba al frente.
Un hombre delgado de 40 años, camisa blanca, lentes de diseñador.
Sostenía un vaso de tequila.
Rosa no sabía si era del don Julio envenenado, pero no importaba.
Alguien lo bebería.
Varios lo beberían.
Entre las 11 de la noche y las 2 de la mañana, Rosa contó que al menos ocho hombres bebieron directamente de las botellas de don Julio Real.
Algunos en vasos, otros directo del pico.
Nadie notó nada raro.
El tequila sabía normal, olía normal.
A las 2 de la mañana, la coordinadora les dijo a las empleadas que podían empezar a recoger.
Recójanlo de afuera, déjenlo de adentro para mañana.
Rosa y las otras recogieron vasos, botellas, platos.
Rosa buscó las botellas de don Julio.
Estaban vacías.
Las recogió con guantes, las metió en una bolsa de basura, ató la bolsa, la dejó junto a las otras.
A las 3 de la mañana, la coordinadora les pagó 500 pesos a cada una.
Gracias, chicas.
Buen trabajo.
Rosa guardó el dinero, salió por la puerta de servicio, caminó hasta la carretera nacional, esperó el primer camión de la madrugada, subió.
Se sentó junto a la ventana.
Monterrey dormía.
Rosa cerró los ojos y esperó las noticias.
Rosa llegó a su departamento a las 5 de la mañana, se quitó los zapatos, se sentó en el sillón, no prendió la luz, solo se quedó ahí en la oscuridad esperando.
A las 6 de la mañana empezaron los mensajes.
Primero uno de la señora Treviño.
Rosita, ¿viste las noticias? Hubo una tragedia anoche en una fiesta en San Pedro.
Rosa no respondió, prendió la televisión.
Canal 28, Noticias locales.
Una reportera parada frente a una mansión acordonada con cinta amarilla, patrullas, ambulancias.
Autoridades investigan la muerte de al menos siete personas durante una fiesta privada en carretera nacional.
Los hechos ocurrieron la madrugada de este jueves.
Paramédicos reportan que varias víctimas presentaban síntomas de envenenamiento.
La Fiscalía General ha tomado el caso.
Rosa subió el volumen.
La reportera continuó.
Fuentes cercanas a la investigación señalan que las víctimas consumieron alcohol durante el evento.
Se desconoce si las bebidas estaban adulteradas o si hubo otra causa.
Tres personas más fueron trasladadas al hospital universitario en estado grave.
Rosa apagó la televisión.
Se quedó sentada en el sillón.
Siete muertos, tres hospitalizados, 10 en total.
Rosa había planeado matar a cinco, tal vez seis, pero 10 era más de lo esperado.
Por un momento sintió algo parecido al miedo.
Luego pensó en Valeria y el miedo se fue.
A las 7 de la mañana sonó su celular.
Era la coordinadora de la fiesta.
Rosa, ¿ya te enteraste? Sí, acabo de ver las noticias.
La policía va a investigar.
Van a entrevistar a todo el staff.
Necesito que vengas hoy a las 10 a la casa.
Van a estar ahí los de la fiscalía.
Rosa sintió que el piso se movía.
¿Tengo que ir? Sí, es obligatorio.
Si no vas, se va a ver sospechoso.
Rosa tragó saliva.
Okay, ahí estaré.
Colgó.
Se quedó mirando el celular.
Sabía que esto iba a pasar.
Sabía que eventualmente la investigarían, pero pensó que tendría más tiempo.
Pensó que podría desaparecer antes.
Ahora era demasiado tarde.
A las 10 de la mañana, Rosa llegó a la mansión de carretera nacional.
Había tres patrullas estacionadas, una camioneta de la Agencia de Investigación Criminal, cinta amarilla rodeando la propiedad.
Rosa se identificó con un oficial en la entrada.
Vengo porque trabajé anoche en la fiesta.
El oficial revisó una lista.
Rosa García, ¿verdad? Sí.
Pase, espere en la cocina con las demás.
Rosa entró.
En la cocina estaban las otras cuatro empleadas, todas nerviosas.
Una lloraba.
No puedo creer que pasara esto.
Yo serví esas bebidas.
Otra la consolaba.
Tú no hiciste nada malo.
Fue un accidente.
Rosa se sentó en una silla, no dijo nada.
A las 11 de la mañana empezaron las entrevistas.
Una gente de la AIC llamaba a cada empleada por nombre.
Las llevaba a una sala, las entrevistaban 30 minutos, luego salían.
Rosa fue la última.
A las 2 de la tarde el agente la llamó.
Rosa García.
Rosa se levantó, siguió a la gente a una sala pequeña.
Había una mesa, tres sillas, dos agentes de la AC, un hombre tre y tantos años, uniforme azul oscuro, una mujer, 40 años, misma vestimenta.
El hombre le indicó que se sentara.
Rosa se sentó.
El agente sacó una libreta.
Señora García, ¿usted trabajó anoche en esta fiesta? Sí.
¿A qué hora llegó? A las 7 de la noche.
¿Y a qué hora se fue? Como a las 3 de la mañana.
¿Qué hizo durante la fiesta? Serví botanas, recogí platos, ayudé en la barra.
El agente anotó.
¿Usted preparó bebidas? No, solo llevé botellas a la barra.
Los invitados se servían solos.
¿Qué botellas llevó? Rosa respiró hondo.
Buchans, Macayan, don Julio real.
El agente levantó la vista.
Don Julio Real.
Sí.
¿De dónde sacó esas botellas? De la caba.
La coordinadora me dijo que las sacara.
¿Usted abrió las botellas? No, ya estaban selladas.
El agente anotó más.
¿Usted notó algo raro en las botellas? ¿Algo diferente? Rosa negó.
No se veían normales.
La entrevista duró 40 minutos.
Preguntas sobre la fiesta, sobre los invitados, sobre las bebidas.
Rosa respondió todo con calma, sin titubiar, sin sudar.
Finalmente el agente cerró su libreta.
Okay, señora García, eso es todo por ahora.
Si necesitamos algo más, la contactamos.
Rosa asintió.
¿Me puedo ir? Sí, pero no salga de la ciudad.
La investigación sigue abierta.
Rosa se levantó, salió de la sala, caminó hacia la salida, pasó junto a la terraza donde había sido la fiesta, ahora estaba acordonada.
Había marcadores de evidencia en el piso, agentes forenses tomando fotos.
Rosa no volteó, siguió caminando, salió de la mansión, caminó hasta la parada de camión.
Esperó 30 minutos, subió, se sentó y por primera vez en 2 años Rosa pensó que tal vez no lograría salirse con la suya.
Durante los siguientes 4 días, Rosa vivió en un estado de alerta permanente.
Cada vez que sonaba su celular, pensaba que era la policía.
Cada vez que tocaban su puerta se preparaba para ver uniformes, pero nada pasó.
El viernes 22, las noticias reportaron que la fiscalía estaba analizando las botellas de alcohol encontradas en la fiesta.
El sábado 23 identificaron a las víctimas, entre los muertos Héctor Villarreal, alias el contador, operador financiero del cártel del noreste.
También murió Jorge Maldonado, alias el Coyote, coordinador de redes de trata.
Rosa leyó los nombres en el periódico.
Sintió algo parecido a la satisfacción.
Los dos hombres que buscaba estaban muertos.
Su trabajo estaba terminado, pero ella todavía estaba libre y eso no iba a durar.
El domingo 24, Rosa fue a misa.
Hacía meses que no iba.
Entró a la iglesia de San Judas Tadeo.
Se sentó en la última banca.
El Padre hablaba del perdón, del amor al prójimo, de la misericordia divina.
Rosa escuchó sin escuchar.
Cuando terminó la misa, se quedó sentada.
La iglesia se vació.
Rosa miró el altar.
Pensó en Valeria.
Pensó en los 13 hombres muertos.
Pensó en lo que venía.
Finalmente se levantó.
Salió a la calle.
El sol le pegaba en la cara.
Monterrey seguía a su ritmo, gente caminando, niños jugando, vendedores ambulantes, todo normal, como si nada hubiera pasado.
El lunes 25, Rosa volvió al trabajo.
Limpió casa de los Hernández.
La señora le preguntó por la tragedia de San Pedro.
Rosita, ¿tú estabas ahí? Sí, señora.
Qué horror.
¿Viste algo raro? No, señora.
Todo parecía normal.
La señora negó con la cabeza.
Dicen que fue un lote de tequila adulterado, que alguien lo vendió así.
Una tragedia.
Rosa asintió.
Sí, señora, una tragedia.
Terminó de limpiar, cobró sus 300 pesos, se fue.
Esa tarde limpió casa de los Garza.
Mismo ritual, mismas preguntas, mismas respuestas.
Rosa mantuvo la rutina.
Si mostraba nerviosismo, sospecharían.
Si cambiaba su comportamiento, sospecharían.
Así que siguió siendo la rosa de siempre, invisible, confiable, silenciosa.
El martes 27, Rosa recibió llamada de la coordinadora de eventos.
Rosa, la policía quiere hacerte unas preguntas más.
¿Puedes ir mañana a la fiscalía? Rosa sintió que el estómago se le contraía.
¿Por qué? Ya di mi declaración.
Lo sé, pero están entrevistando a todo el staff otra vez.
Es rutina.
Rosa apretó el celular.
Okay.
¿A qué hora? A las 10 de la mañana.
Te mando la dirección.
Rosa colgó.
Se sentó en el sillón, miró por la ventana.
Sabía que esto era el principio del fin.
La policía no llamaba dos veces por rutina.
¿Habían encontrado algo o alguien había dicho algo? Rosa durmió mal esa noche.
Soñó con Valeria, soñó con agentes esposándola, soñó con celdas grises y barrotes de metal.
El miércoles 28 de abril, Rosa llegó a la Fiscalía General de Nuevo León a las 10 en punto.
La recibió el mismo agente de la AIC que la había entrevistado.
Señora García, gracias por venir.
Pase.
La llevó a una sala de interrogatorios.
Esta vez había más gente, tres agentes, una grabadora sobre la mesa.
El agente principal le pidió que se sentara.
Rosa se sentó.
Señora García, vamos a grabar esta entrevista.
¿Está de acuerdo? Rosa asintió.
Sí.
El agente encendió la grabadora.
Declaración de Rosa Elena García Morales.
28 de abril, 105 de la mañana.
Luego la miró.
Señora, vamos a hacerle algunas preguntas sobre la noche del 21 de abril.
Queremos que sea muy precisa.
Durante una hora, los agentes le hicieron preguntas, las mismas de antes y nuevas.
¿Usted conocía a alguno de los invitados? ¿No había trabajado antes en esa casa? No.
¿Había trabajado antes con esa coordinadora? No.
¿Alguien le pidió que hiciera algo fuera de lo común? No.
Las preguntas seguían.
Rosa respondía con calma, pero notó algo.
Los agentes se miraban entre sí.
como si supieran algo que ella no sabía.
Finalmente, el agente principal sacó una foto, la puso sobre la mesa.
Reconoce a esta persona Rosa miró la foto.
Era una de las empleadas jóvenes, la que había trabajado con ella esa noche.
Sí, trabajó conmigo en la fiesta.
El agente asintió.
Ella dice que la vio haciendo algo extraño en la cocina.
Dice que la vio sacando botellas de una bolsa térmica.
Rosa sintió que la sangre se le congelaba, pero mantuvo la cara neutral.
No sé de qué habla.
El agente se inclinó.
Señora García, esa empleada dice que usted no sacó las botellas de la caba.
Dice que las sacó de su bolsa personal.
Rosa negó con la cabeza.
Eso no es cierto.
El agente la miró fijo.
¿Estás segura? Rosa sostuvo la mirada.
Estoy segura.
El agente apagó la grabadora.
Okay, señora García, eso es todo por ahora.
Rosa se levantó, salió de la fiscalía, caminó hasta la parada de camión, las piernas le temblaban.
Sabía que era cuestión de tiempo.
La empleada la había visto y eso era suficiente para que la investigaran más.
Rosa llegó a su departamento, se sentó en la mesa del comedor, abrió su cuaderno, miró los 13 nombres tachados.
Valeria García estaba vengada, pero Rosa sabía que iba a pagar el precio.
El jueves 29 de abril, Rosa no fue a trabajar.
Llamó a la señora Hernández.
No me siento bien, señora.
Creo que tengo gripa.
La señora le deseó que se recuperara.
Rosa pasó el día en su departamento, no prendió la televisión, no escuchó radio, solo se quedó sentada en el sillón mirando la pared.
Sabía que vendrían.
Era cuestión de horas o tal vez días, pero vendrían.
A las 6 de la tarde preparó café, se sirvió una taza, la tomó despacio, pensó en Valeria, en los domingos de tacos de barbacoa, en las pláticas nocturnas sobre el futuro, en todo lo que el CDN les había robado y supo que no se arrepentía.
Si pudiera regresar el tiempo, haría exactamente lo mismo.
El viernes 30 de abril, Rosa limpió su departamento, lavó ropa, ordenó su cuarto, guardó el cuaderno con los 13 nombres en una caja de zapatos junto con fotos de Valeria.
Dejó la caja sobre la mesa del comedor.
Si la arrestaban, quería que la encontraran.
Quería que supieran por qué lo hizo.
A las 4 de la tarde sonó su celular.
Era un número desconocido.
Rosa contestó, “Señora Rosa García, sí.
Habla el agente Morales de la AIC.
Necesito que venga mañana a la fiscalía.
Tenemos que hacerle unas preguntas adicionales.
” Rosa cerró los ojos.
¿A qué hora? A las 9 de la mañana.
Ahí estaré.
Colgó.
Se quedó con el celular en la mano.
Mañana sería el día.
Esa noche Rosa no durmió.
Se quedó despierta en su cama mirando el techo.
Pensó en cómo sería la cárcel.
Pensó en si la tratarían mal.
Pensó en cuántos años le darían, 30, 40, tal vez cadena perpetua.
No importaba.
Valeria tenía justicia y eso era suficiente.
A las 5 de la mañana se levantó, se bañó, se vistió con ropa limpia, pantalón negro, blusa blanca, los mismos que usaba para trabajar.
Se peinó, se miró al espejo.
Tenía 49 años, pero parecía de 60.
Las arrugas, las ojeras, el cabello gris, el trabajo y el dolor la habían envejecido, pero sus ojos seguían siendo los mismos, firmes, decididos, sin arrepentimiento.
A las 8 de la mañana, Rosa tomó dos camiones rumbo a la fiscalía.
Llegó a las 8:40, se sentó en la sala de espera.
A las 9 en punto, un agente la llamó.
Señora García, pase.
Rosa se levantó.
siguió a la gente, pero esta vez no la llevaron a una sala de interrogatorios, la llevaron a un pasillo.
Al final del pasillo había cinco agentes más, todos de la AC.
El agente Morales se acercó.
Rosa Elena García Morales queda detenida por sospecha de homicidio múltiple.
Le pusieron las esposas.
Rosa no resistió, no gritó, no lloró, solo bajó la cabeza.
Los agentes la llevaron a una camioneta blindada, la subieron, arrancaron.
Rosa miró por la ventana.
Monterrey pasaba rápido.
Calles, edificios, gente caminando.
Vida normal, como si nada hubiera pasado.
La camioneta llegó a las instalaciones de la AEC en avenida Constitución.
Bajaron a Rosa, la metieron a una sala, le quitaron las esposas, le pidieron que se sentara.
Durante 3 horas, Rosa habló, les contó todo.
Desde el secuestro de Valeria hasta la fiesta del 21 de abril, les dio nombres, fechas, métodos, lugares.
Los agentes grabaron cada palabra, no interrumpieron, solo dejaron que Rosa vaciara todo lo que llevaba dentro.
Cuando terminó, Rosa se recargó en la silla.
Ya no hay más.
Eso es todo.
El agente Morales apagó la grabadora.
Señora García acaba de confesar 13 homicidios premeditados.
Rosa asintió.
Lo sé.
Entiende que va a pasar el resto de su vida en prisión.
Lo entiendo.
El agente la miró con algo parecido a la tristeza.
¿Por qué lo hizo? Rosa levantó la vista.
Porque nadie más lo iba a hacer.
Porque mi hija no tuvo justicia.
Porque esas niñas que siguen desapareciendo no tienen justicia.
Yo solo hice lo que el Estado mexicano se niega a hacer.
Los agentes procesaron a Rosa, tomaron sus huellas, fotografías, ficha completa.
A las 3 de la tarde la trasladaron al cerezo de Apodaca.
Rosa viajó en una van blindada, esposada, custodiada por cuatro agentes.
Llegaron al penal a las 4 de la tarde.
La bajaron, la hicieron formar, le dieron uniforme verde, le asignaron Zelda.
Antes de entrar le tomaron la foto oficial.
Rosa sostuvo la placa negra con su nombre y fecha de detención.
Miró directo a la cámara.
No sonrió, no lloró, solo miró.
La foto salió perfecta.
Rosa Elena García Morales.
Zero quartour 2021 ABR 2021.
La mujer invisible que el sistema finalmente vio.
El sábado primero de mayo de 2021, la Fiscalía General de Nuevo León convocó conferencia de prensa.
Las cámaras de 11 medios locales y tres nacionales llenaron el auditorio.
A las 11 de la mañana, el fiscal general subió al podio.
Detrás de él una pantalla con fotos de las 13 víctimas.
Buenos días.
El día de hoy informamos a la ciudadanía que hemos detenido a la responsable de 13 homicidios cometidos entre 2019 y 2021.
Los crímenes están vinculados al envenenamiento sistemático de miembros del cártel del noreste durante eventos sociales en San Pedro Garza García y zonas aledañas.
El fiscal hizo pausa.
La detenida es Rosa Elena García Morales, de 49 años, empleada doméstica.
La señora García confesó los hechos y proporcionó detalles que coinciden con las investigaciones forenses.
Mostró evidencias, botellas de tequila, paquetes de raticida, fotos del cuaderno con nombres tachados.
Esta persona actuó con premeditación.
planeó cada homicidio.
Utilizó su posición de empleada doméstica para acceder a las víctimas.
La detención se realizó sin incidentes el 30 de abril.
Los medios nacionales replicaron la noticia en minutos.
Empleada doméstica envenenó a 13 sicarios del CDN.
Justiciera de Monterrey confiesa asesinatos múltiples.
Madre vengadora mata a narcos con raticida tras feminicidio de su hija.
Las redes sociales explotaron.
Twitter, Facebook, Instagram.
Miles de comentarios.
Algunos la llamaban heroína.
Rosa hizo lo que el gobierno no hace.
Las madres de México están con Rosa.
Otros la llamaban asesina.
Nadie tiene derecho a matar.
Rosa es una criminal.
La opinión pública se dividió en dos bandos irreconciliables.
Ese fin de semana hubo marchas en Monterrey.
Mujeres con pancartas moradas.
Justicia para Rosa.
Ni una más.
Rosa es asesina.
Contra manifestantes gritaban.
La policía tuvo que separar grupos.
El caso Rosa García se volvió nacional.
Políticos opinaron en talk shows.
Activistas dieron entrevistas.
Abogadas feministas ofrecieron defensa gratuita.
Todo México hablaba de la empleada doméstica que envenenó narcos en el cerezo de Apodaca.
Rosa no veía nada de eso.
No tenía acceso a televisión, no tenía internet, solo sabía lo que le contaban las otras internas.
Eres famosa, Rosa.
Todo el país habla de ti.
Dicen que eres heroína, dicen que eres asesina.
Rosa no respondía.
Pasaba los días en rutina carcelaria, despertaba a las 6, desayunaba en el comedor colectivo, trabajaba en la cocina del penal de 7 a tres.
Regresaba a su celda, cenaba, dormía, no hablaba con nadie, no hacía amigas, no recibía visitas, no tenía familia.
Valeria había sido su única familia y Valeria estaba muerta.
Rosa estaba sola, como siempre lo estuvo.
En junio de 2021, el abogado de oficio asignado la visitó en el locutorio.
Un hombre de 35 años, traje gris, portafolio desgastado.
Señora García, soy el licenciado Ramírez.
Me asignaron su caso.
Rosa asintió.
El abogado sacó documentos.
Señora, usted confesó 13 homicidios premeditados.
La fiscalía tiene evidencias sólidas, confesión grabada, cuaderno con nombres, testimonios, análisis forenses.
Lo más probable es que reciba una sentencia de 40 años o más.
Rosa lo miró sin emoción.
Está bien.
El abogado frunció el seño.
Está bien, señora.
40 años significa que va a morir en prisión.
Usted tiene 49 años.
Saldría a los 89.
Si es que sale, Rosa se encogió de hombros.
Lo sé.
El abogado dejó los papeles sobre la mesa.
Podemos construir una defensa, alegar estado de emoción violenta.
Argumentar que actuó bajo trauma psicológico tras el feminicidio de su hija.
Presionar que el Estado falló en su deber de protección.
Tal vez reduzcamos la sentencia a 20 años.
Rosa negó con la cabeza.
No quiero reducir nada.
Hice lo que hice, acepto las consecuencias.
El abogado suspiró.
Señora, mi trabajo es defenderla.
Rosa lo miró fijo.
Entonces, defiéndame diciendo la verdad, que maté a 13 hombres que violaron y mataron a mi hija y que lo volvería a hacer.
El juicio comenzó el 14 de noviembre de 2022.
Tribunal Superior de Justicia de Nuevo León.
Sala A.
Tres jueces.
fiscal, defensa, prensa acreditada, activistas, familiares de las víctimas del CDN, familiares de víctimas de feminicidios.
Rosa entró esposada, escoltada por cuatro policías estatales.
Vestía uniforme verde del cerezo, cabello gris recogido en coleta, rostro sin expresión.
Se sentó en el banquillo.
El juez principal leyó los cargos.
Rosa Elena García Morales se le acusa de 13 homicidios calificados cometidos con premeditación, alevosía y ventaja entre mayo de 2019 y abril de 2021.
Rosa escuchó sin reaccionar.
El fiscal presentó evidencias durante una semana.
Confesión grabada, cuaderno con 13 nombres tachados, testimonios de cinco empleadas domésticas, análisis toxicológicos de las víctimas, compras de raticida rastreadas en tres tlapalerías.
Todo apuntaba a Rosa.
La defensa alegó estado de emoción violenta.
Alegó falla del Estado.
Presentó la carpeta archivada del feminicidio de Valeria como prueba de impunidad sistémica.
llamaron a testigos, vecinas que confirmaron el sufrimiento de Rosa, la maestra de Valeria, madres de otras víctimas de feminicidio.
El fiscal refutó, “El dolor no justifica 13 asesinatos premeditados.
Rosa García planificó cada muerte durante 2 años.
Eso no es emoción violenta, es venganza fría.
El juicio duró 3 semanas.
21 días de testimonios, peritajes, alegatos.
El 30 de noviembre de 2022, el tribunal dictó sentencia.
La sala estaba llena.
Rosa entró esposada.
Se sentó.
El juez principal leyó.
Tras analizar las pruebas presentadas, este tribunal declara a Rosa Elena García Morales, culpable de 13 homicidios calificados.
La conducta de la acusada demuestra premeditación, frialdad y uso sistemático de medios letales.
Si bien reconocemos el dolor causado por la muerte de su hija y la falla del sistema judicial en investigar ese feminicidio, ningún dolor justifica tomar 13 vidas humanas.
Se condena a Rosa Elena García Morales a 40 años de prisión sin posibilidad de beneficios de preliberación.
golpeó el mazo.
Rosa no reaccionó, no lloró, no gritó, solo bajó la cabeza.
Los guardias la levantaron, la escoltaron fuera de la sala.
Afuera manifestantes gritaban, “¡Justicia para Rosa, las madres no son criminales.
” Rosa no volteó, subió a la van blindada, regresó al cerezo de Apodaca y ahí se quedó para siempre.
En 2024, Rosa García Morales cumple 3 años de prisión.
Tiene 52 años.
Su cabello es completamente gris.
Las manos siguen curtidas con callos permanentes de tres décadas limpiando casas ajenas.
Trabaja en la cocina del cerezo de Apodaca.
Prepara comida para 800 internas.
Pela papapas, lava ollas, limpia pisos.
hace exactamente lo mismo que hacía afuera, pero ahora con uniforme verde y barrotes en las ventanas.
Las otras internas la respetan, no por miedo, sino porque saben su historia.
En el penal, Rosa es la mujer que mató narcos.
Eso le da cierto estatus.
Pero Rosa no busca respeto, solo busca pasar los días hasta que el cuerpo aguante.
Cada semana Rosa recibe entre 200 y 300 cartas.
Llegan de todo México, madres de víctimas de feminicidio, mujeres que perdieron hijas, hermanas, primas, cartas escritas a mano.
Rosa, entiendo tu dolor.
Rosa, yo también perdí a mi hija y la fiscalía no hace nada.
Rosa, eres mi heroína.
Rosa, lee algunas, no responde ninguna.
No porque no quiera, sino porque no sabe qué decir.
No se siente heroína.
Se siente madre y las madres hacen lo que tienen que hacer cuando el mundo les falla.
Desde la detención de Rosa, la Fiscalía General de Nuevo León reabrió 47 casos de feminicidios que estaban archivados: presión pública, medios, activistas.
El caso Rosa García obligó al Estado a moverse, no porque quisieran, sino porque no tuvieron opción.
De esos 47 casos, dos se lograron identificar responsables.
Tres llegaron a sentencia.
Es poco, pero es más de lo que había antes.
Rosa no sabe eso.
Nadie se lo dice y aunque lo supiera, no cambiaría nada.
Valeria sigue muerta y Rosa sigue en prisión.
El cártel del noreste sufrió desarticulación parcial tras las muertes de abril de 2021.
La Marina y la Guardia Nacional aprovecharon el vacío de poder, capturaron operadores, incautaron propiedades, cerraron rutas de trata.
Durante 6 meses, Monterrey vio reducción en levantones de mujeres jóvenes.
Luego, otra célula ocupó el territorio y todo volvió a empezar.
El crimen organizado no desaparece, solo cambia de rostro.
Rosa no tiene proyectos, no tiene planes, no espera salir de prisión, sabe que morirá ahí.
A veces en las noches, cuando la celda está oscura y el ruido del penal se apaga, Rosa piensa en Valeria, en su risa, en sus planes de ser enfermera, en los domingos de tacos de barbacoa y llora en silencio.
Luego se seca las lágrimas porque llorar no sirve.
Valeria no va a regresar.
Los 13 hombres tampoco.
Lo hecho, hecho está.
La única declaración pública de Rosa fue leída por su abogado durante el juicio.
No volvió a hablar con prensa, no dio entrevistas, no escribió cartas abiertas, solo esa declaración que decía, “No me arrepiento.
Mi hija no tuvo justicia.
Esas niñas que siguen desapareciendo no tienen justicia.
Yo solo hice lo que el Estado mexicano se niega a hacer.
Si eso me hace una asesina ante la ley, que así sea.
Pero ante Valeria, ante mi nieto, que nunca nació, soy solo una madre que cumplió su promesa.
Esas palabras se volvieron lema de colectivos feministas.
Se pintaron en mantas, se gritaron en marchas.
Rosa nunca supo que se convirtió en símbolo y probablemente no le importaría.
Hoy en 2024 el cerezo de Apodaca tiene registrada a Rosa Elena García Morales como interna 0422021.
Delito homicidio calificado múltiple.
Sentencia 40 años.
Comportamiento ejemplar sin sanciones.
Sin faltas.
Rosa despierta cada día a las 6 de la mañana.
Desayuna avena, trabaja en la cocina, come frijoles y tortillas.
Regresa a su celda.
L el mismo libro de cocina que le regalaron el año pasado.
Cena sopa, duerme y repite, así serán los próximos 37 años o hasta que el cuerpo diga basta.
Desde que Rosa fue encarcelada, más de 3200 mujeres han sido asesinadas en México.
68% de esos casos siguen sin resolución.
Las fiscalías siguen archivando carpetas.
Las madres siguen buscando a sus hijas y el sistema sigue fallando.
Rosa García está en prisión, pero el problema que la llevó ahí sigue intacto y miles de mujeres en México saben que si buscan justicia no la encontrarán en el estado.
La encontrarán donde puedan o no la encontrarán.
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