En Ecuador, las investigaciones de la policía por el asesinato del futbolista Mario Pineida y su pareja de nacionalidad peruana continúan.
Se logró detener a uno de los dos involucrados en el doble crimen.
Las fotos publicadas apuntan a que el detenido fue quien disparó contra Gisela Fernández, ciudadana de nacionalidad peruana de 39 años.
Tras la detención de los sicarios, la policía finalmente pudo acceder al celular y lo que encontraron ahí dejó a más de uno en completo silencio.
No fue inmediato, no fue sencillo.
Los detenidos se negaron desde el primer momento a entregar la clave.
Dijeron que no recordaban el patrón, que el teléfono no era de ellos, que no había nada importante ahí dentro.
Pero los agentes sabían algo muy claro.

Cuando alguien protege tanto un celular, es porque ahí está lo que no quiere que nadie vea.
La policía forense hizo su trabajo paso a paso, con paciencia, sin apuro, como quien sabe que cada segundo puede revelar algo que cambie por completo una investigación.
Y cuando finalmente la pantalla se encendió, cuando los archivos comenzaron a abrirse, el ambiente cambió.
No había fotos casuales, no había conversaciones inocentes, no había nada que pareciera normal, había mensajes borrados parcialmente, audios reenviados, números guardados sin nombre y una conversación que se repetía en más de un dispositivo.
La misma forma de escribir, las mismas palabras, el mismo tono.
Ahí fue cuando los investigadores se miraron entre sí y entendieron que no estaban frente a un encargo cualquiera.
Lo que apareció en ese celular no hablaba solo de dinero, hablaba de algo más profundo, algo personal.

Los mensajes no decían mata, no decían disparo, no decían hoy, pero decían lo suficiente como para que cualquiera entendiera de qué se trataba.
Coordinación, ubicaciones, confirmaciones.
Y siempre una figura que aparecía indirectamente mencionada una y otra vez como si todos supieran quién era, menos la policía.
ella.
Eso fue lo que comenzó a repetirse cuando los sicarios, presionados por la evidencia empezaron a hablar.
No querían hacerlo.
Se resistían.
Evitaban responder directamente, pero el celular había hablado por ellos.
Según lo que relataron, su contacto directo no fue la persona que realmente quería la muerte de Mario Pineida.

Hubo una intermediaria, una mujer que apareció en su vida de manera discreta, segura, con dinero y con prisa.
No era un rostro conocido para ellos, pero tampoco era alguien improvisada.
Sabía cómo moverse, sabía cómo hablarles, sabía cuánto ofrecer.
Esa mujer les dijo que no hicieran preguntas, que no necesitaban saber nombres, que el encargo venía de ella, así sin más, como si ese pronombre fuera suficiente para entenderlo todo.
Y lo fue, porque cuando escucharon el nombre de Mario Pineida, entendieron que detrás había algo más que un ajuste de cuentas.
No era una deuda común, no era un problema entre bandas, era algo personal, algo cargado de emociones, algo que no se decía, pero se sentía en cada mensaje.
En el celular, la policía encontró conversaciones donde se hablaba de movimientos previos, de seguimientos, de confirmar rutinas.
Nada improvisado, todo calculado.

Y en medio de eso, referencias constantes a una segunda mujer.
Alguien que estaba con Mario Pineida.
alguien que, según los mensajes también debía morir durante las primeras horas, incluso los sicarios pensaron que se trataba de su esposa, pero luego quedó claro que no, no era ella, era otra mujer, y eso hizo que la pregunta se volviera aún más inquietante.
Si no era la esposa, ¿por qué tanto interés en que muriera también? ¿Por qué no bastaba con uno solo? La respuesta parecía estar escondida entre líneas, entre audios cortados, entre mensajes eliminados, entre silencios que decían más que las palabras.
Y luego apareció algo que terminó de cambiar el rumbo de todo.
Una referencia a la madre de Mario Pineida.
No era el objetivo principal, pero estaba en la lista.
Si aparecía, también debía morir.
Así lo indicaban los mensajes.

Así lo confirmaron después los detenidos.
no como una orden directa, sino como una advertencia que venía desde arriba, desde ella, tres nombres, tres destinos, un solo encargo.
Los sicarios hablaron de su vida sin filtros.
Dijeron que para ellos era un trabajo más, que no pensaron en el impacto, que no midieron las consecuencias, que se rieron incluso al pensar que el encargo había crecido, que alguien comentó que por cantidad salía más barato, que bromearon sin saber que ese caso terminaría siendo uno de los más comentados y analizados.
Cumplieron con lo que pudieron.
Mario Pineida murió, la mujer que estaba con él también, pero el tercer objetivo sobrevivió y eso lo cambió todo.
El segundo pago nunca llegó.
En el celular, la policía encontró mensajes donde se preguntaba por el dinero pendiente, respuestas evasivas, promesas que no se cumplieron y luego nada.
Silencio total.
El contacto desapareció.
La intermediaria dejó de escribir y ella nunca volvió a aparecer directamente.
Cuando los investigadores preguntaron quién era realmente esa mujer, los sicarios evitaron decirlo.
Dijeron que nunca escucharon su nombre en voz alta, que solo sabían que existía, que todos actuaban como si fuera obvio quién era, que no hacía falta mencionarla.
Y ahí surge la pregunta que hoy recorre cada rincón de esta investigación.
¿Quién es ella? La esposa de Mario Pineida, como muchos sospechan en silencio.
Otra mujer de su entorno íntimo, o alguien completamente distinto, alguien que usó esta muerte para enviar un mensaje más grande.
El celular reveló mucho, demasiado, pero no lo dijo todo.
Y mientras la policía sigue analizando cada archivo, cada contacto y cada conversación, una cosa queda clara.
Lo que se encontró ahí dentro no cierra el caso, lo abre porque cuando un celular habla siempre hay alguien más detrás y esa persona todavía no ha sido nombrada.
Una vez abierto el celular, la presión cambió de lado.
Hasta ese momento, los sicarios se habían limitado a repetir lo mismo, que solo cumplían órdenes, que no sabían quién estaba detrás, que el encargo llegó como cualquier otro.
Pero los mensajes encontrados contaban otra historia, una más larga.
más calculada y mucho más incómoda para ellos.
Los investigadores no preguntaron de inmediato por nombres.
Sabían que hacerlo así solo cerraría bocas.
Empezaron por los detalles pequeños.
¿Cómo fue el primer contacto? ¿Dónde ocurrió? ¿Quién habló primero? ¿Quién pagó la primera parte? Y fue ahí cuando comenzaron las contradicciones.
Según lo que relataron después, el primer acercamiento no ocurrió en un lugar improvisado.
No fue una llamada al azar, fue un encuentro cuidadosamente elegido.
Una mujer los buscó a través de un contacto previo.
Alguien que ya se movía en el bajo mundo.
No era la autora intelectual, al menos eso afirmaron, pero sí el puente directo.
Esa mujer nunca dio nombres, nunca explicó motivos, nunca pidió detalles sangrientos, solo fue clara en una cosa.
El objetivo principal era Mario Pineida y no iba a estar solo.
Cuando los policías preguntaron por qué dos personas debían morir, la respuesta fue breve.
Así nos lo pidieron.
No hubo discusión, no hubo negociación.
El mensaje era claro desde el inicio.
Los sicarios explicaron que el dinero llegó rápido, una parte importante suficiente para garantizar que el trabajo se hiciera.
Pero no todo.
El resto quedaría pendiente.
Eso también estaba escrito en los mensajes.
Eso también estaba guardado en el celular.
Y aquí aparece uno de los puntos que más llama la atención de la investigación.
El pago estaba condicionado.
No era solo matar a Mario Pineida y a la mujer que lo acompañaba.
Había un tercer nombre flotando en la conversación, no siempre explícito, pero siempre presente.
La madre, según los detenidos, la orden era clara.
Si aparecía, también debía morir.
Si no estaba con ellos, había que ubicarla después.
No era el objetivo principal, pero formaba parte del encargo.
Eso quedó registrado en audios y mensajes que la policía ahora analiza con extremo cuidado.
¿Por qué incluirla? Esa es una de las preguntas que todavía no tiene respuesta oficial, porque en la mayoría de casos de extorsión o sicariato, el mensaje se envía con una sola muerte.
Aquí no.
Aquí parecían querer borrar todo un círculo.
Cuando los agentes preguntaron directamente quién dio esa orden, los sicarios bajaron la mirada.
Dijeron que la instrucción no vino del intermediario, vino de ella.
Así otra vez, como si no hiciera falta decir más.
Ella quería que todo quedara cerrado, habría dicho uno de ellos según fuentes cercanas al interrogatorio.
Y fue en ese momento cuando los investigadores comenzaron a unir piezas que hasta entonces parecían separadas.
El contexto personal de Mario Pineida, su vida privada, su relación sentimental, las tensiones que se venían arrastrando desde hacía tiempo.
Nada de eso estaba en el expediente policial al inicio, pero ahora comenzaba a tener peso.
Los mensajes del celular no hablaban solo de dinero.
Había frases cargadas de resentimiento, palabras que no suelen aparecer en encargos puramente criminales, referencias a traición, a humillación, a algo que debía terminarse de una vez por todas.
Los sicarios dijeron que ellos no preguntaron, que no les correspondía, pero admitieron que internamente sabían que no era un trabajo común.
Había demasiada insistencia, demasiada urgencia, demasiado interés en que no quedaran testigos emocionales.