Eccatepec, Estado de México.
Junio de 2019.

Una abuelita de 68 años es detenida frente a su puesto de tortillas mientras paramédicos de Cruz Roja intentan reanimar a un hombre que convulsiona en pleno pavimento.
El cargo, envenenar a 13 sicarios del cártel Jalisco Nueva Generación.
Su arma tortillas hechas a mano con una receta que aprendió de su abuela curandera.
Tres meses antes, una bala perdida le arrebató a su nieta de 12 años durante una persecución entre criminales.
La fiscalía archivó el caso sin detenidos.
Guadalupe Morales decidió entonces que si el Estado no haría justicia, ella sí lo haría.
Esta es la historia de la [ __ ] que convirtió su oficio en sentencia de muerte.
Guadalupe Morales Vázquez llevaba 42 años amasando tortillas en el mismo puesto de lámina oxidada ubicado en avenida central esquina con Morelos en la colonia San Cristóbal de Ecatepec.
A sus años, sus manos arrugadas conocían el punto exacto de la masa, la temperatura ideal del comal, el momento justo para voltear cada tortilla antes de que se quemara.
Desde las 4 de la mañana hasta las 7 de la noche, 6 días a la semana, Lupita alimentaba a generaciones completas de trabajadores, estudiantes y familias humildes que poblaban uno de los municipios más peligrosos del Estado de México.
Nacida en Actopán, Hidalgo, en 1951.
Lupita migró a Ecatepec en 1977 junto a su esposo Rigoberto, buscando mejores oportunidades en la zona conurbada de la Ciudad de México.
Instalaron el puesto con un crédito de 1500 pesos que tardaron 3 años en pagar.
Rigoberto trabajaba como albañil en obras de la autopista México Pachuca mientras Lupita levantaba el negocio desde cero.
Tuvieron tres hijos.
Carlos y Rosa emigraron a Estados Unidos en busca del sueño americano, mientras Patricia se quedó trabajando como cajera en una bodega aurrerá cercana.
En 2008, Rigoberto falleció por complicaciones de diabetes.
Lupita quedó viuda, pero nunca dejó de trabajar.
El puesto era su vida, su identidad, su razón de levantarse cada madrugada.
Los vecinos la conocían como la abuela de todos, porque durante décadas regaló tortillas calientes a niños sin recursos.
Mantuvo una libreta de cuentas fiadas con deudas de 20 años que jamás cobró y fue testigo silencioso de cómo Ecatepec se transformaba de un pueblo obrero en un territorio marcado por la violencia del crimen organizado.
Pero lo que nadie sabía era que Lupita guardaba un secreto heredado de su infancia.
Su abuela materna, una curandera zapoteca que vivió entre 180 y 1980, le enseñó los secretos de la herbolaria tradicional mexicana.
Remedios para el empacho, tés para el mal de ojo, pomadas para dolores musculares y también en páginas escritas con tinta café y marcadas con una cruz negra, las recetas de plantas que quitaban la vida.
El que siembra vientos cosecha tempestades”, decía una frase que su abuela escribió a mano en una fotografía desgastada que Lupita cargaba en su cartera desde hacía décadas.
Lupita vivía en una casa de interés social de dos recámaras junto a su hija Patricia y su nieta Dulce María, una niña de 12 años que estudiaba en la secundaria técnica número 89, ubicada a seis cuadras del puesto.
Dulce era la luz de los ojos de Lupita.
Cada mañana a las 7 en punto, la niña pasaba por el puesto rumbo a la escuela con su uniforme impecable y su mochila del club América.
“Buenos días, Abué.
¿Me apartas gorditas de frijol para la tarde?”, decía con una sonrisa que iluminaba la calle todavía oscura.
Lupita le daba un beso en la frente y 20 pesos para su lunch.
“Para que comas bien, mi reina”, respondía siempre.
Por las tardes, después de clases, Dulce regresaba y se sentaba en la banquita de madera del puesto a hacer tarea mientras ayudaba a contar tortillas y atender a clientes.
Los sábados aprendía a preparar tortillas de colores usando remolacha para las rosas, espinaca para las verdes y jamaica para las moradas, que vendían en día de muertos y fiestas patronales.
El sueño de Lupita era ahorrar 80.
000 pesos para inscribir a Dulce en la preparatoria del Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos del Instituto Politécnico Nacional.
“Vas a ser enfermera, mija hija”, la primera profesionista de la familia Morales le decía con orgullo mientras amasaba la masa del día.
Pero Ecatepec no era un lugar para sueños tranquilos.
Con 1,600,000 habitantes, el municipio registraba uno de los índices de criminalidad más altos del país.
Feminicidios, secuestros, extorsiones y enfrentamientos entre células del cártel Jalisco, nueva generación y remanentes de la familia michoacana eran parte del paisaje cotidiano.
La zona norte estaba dividida territorialmente y Avenida Central funcionaba como corredor comercial, donde los sicarios cobraban cuotas semanales a cada negocio.
Las carnicerías pagaban 800 pesos, las tortillerías 500, las tiendas de abarrotes 300.
Lupita pagaba religiosamente cada viernes.
Sicarios jóvenes de entre 15 y 25 años llegaban en motocicletas Italica con placas sobrepuestas.
Tatuajes en brazos y cuellos, miradas frías y pistolas fajadas en la cintura.
Aquí está su cuota, joven decía Lupita entregando los billetes sin protestar.
No quiero problemas, así están las cosas.
Dulce, curiosa como toda niña, un día preguntó, “Awe.
¿Por qué les das dinero a esos muchachos?” Lupita acarició su cabello negro y respondió con tristeza, “Porque así nos dejan trabajar en paz, mi amor.
Algún día esto va a cambiar.
” Pero el cambio que llegó no fue el que Lupita esperaba.
Y cuando llegó fue con el sonido de ráfagas de cuerno de chivo y el grito desgarrador de una abuela sosteniendo el cuerpo sin vida de su nieta en medio de la calle.
12 de marzo de 2019.
6:45 de la tarde.
Dulce María salió de casa de su amiga Fernanda después de terminar un trabajo escolar de ciencias naturales sobre la fotosíntesis.
Caminó tres cuadras por la colonia Jardines de Morelos, rumbo a avenida Central, para tomar la combi que la llevaría de regreso a su casa.
El cielo todavía conservaba algo de luz.
La calle Jacarandas estaba llena de vecinos regresando del trabajo, niños jugando fútbol en banquetas, señoras cerrando puestos de fritangas.
A 800 m del puesto de Lupita, en ese mismo instante, una suburba negra blindada con placas sobrepuestas aceleraba a 90 km porh, persiguiendo a un joven de 19 años apodado, el Tlacuache, integrante de la Unión Tepito, que había invadido territorio del cártel Jalisco Nueva Generación, vendiendo cristal en la colonia Shalostock.
Dos motocicletas Yamaha escoltaban la camioneta.
Los sicarios disparaban ráfagas de AK47 hacia el fugitivo que corría desesperado entre los autos estacionados.
La Suburban rebasó una combi escolar a toda velocidad, casi volcándola contra un poste de luz.
Los niños dentro gritaron aterrorizados.
Las motocicletas dispararon sin control.
El tlacuache intentó esconderse detrás de un puesto de tacos, pero las balas destrozaron las láminas del techo y quebraron los vidrios de tres casas vecinas.
La gente se tiró al suelo.
Madres cubrieron a sus hijos con sus cuerpos.
Don Memo, dueño de una tlapalería, alcanzó a jalar hacia adentro a dos ancianos que caminaban por la banqueta.
Dulce María estaba en la acera equivocada.
Cargaba su mochila del América en la espalda y su cuaderno de ciencias abierto en las manos, repasando las notas que había tomado esa tarde.
Una bala perdida calibre 7.
62 impactó en su espalda a la altura del pulmón izquierdo.
La niña cayó de rodillas sin entender qué había pasado.
Su cuaderno se deslizó por el pavimento mostrando su caligrafía perfecta.
La fotosíntesis es el proceso mediante el cual las plantas.
Una segunda bala rebotada en un poste metálico impactó en su cráneo.
Don Memo marcó al 911 gritando con voz quebrada.
Las sirenas se escucharon a lo lejos, pero Ecatepec es enorme y el tráfico vespertino convierte cada emergencia en una carrera contra el tiempo.
Lupita, que estaba limpiando el comal de su puesto, preparándose para cerrar, escuchó las ambulancias acercarse por avenida Central.
Algo en su pecho se rompió.
Una madre siempre sabe cuando algo malo le pasa a sus hijos.
Una abuela también.
Corrió descalza por el pavimento caliente, empujando gente, esquivando autos, siguiendo el sonido de las sirenas.
Cuando llegó a la calle Jacarandas, encontró un cordón de curiosos, patrullas de la policía municipal con luces encendidas, paramédicos de Cruz Roja desplegando equipo.
Y en medio del círculo, tirada sobre el asfalto, con un charco rojizo expandiéndose debajo de su cuerpo, estaba Dulce María.
Lupita atravesó el cordón humano empujando a un policía que intentó detenerla.
Se arrodilló junto a su nieta y la tomó en brazos.
La mochila del América estaba tirada a 2 m.
El cuaderno de ciencias abierto mostraba dibujos de hojas y cloroplastos hechos con plumones de colores.
Las manos de dulce todavía estaban tibias, pero sus ojos ya no enfocaban.
“Awe.
Me duele”, susurró con voz ahogada.
Lupita la apretó contra su pecho, meciéndola como cuando era bebé.
Ya viene la ambulancia, mi amor.
Aguanta, mi reina, por favor, aguanta.
Dulce cerró los ojos.
Su respiración se detuvo 4 minutos antes de que llegara la segunda ambulancia que traía equipo de reanimación avanzada.
La niña de 12 años, que soñaba con ser enfermera, murió en los brazos de su abuela en medio de una calle de Ecatepec.
Los paramédicos intentaron reanimarla durante 15 minutos con presiones torácicas, ventilación asistida, adrenalina intravenosa.
Nada funcionó.
A las 7:17 de la noche, el médico de la Cruz Roja certificó el fallecimiento.
Lupita no lloró.
Se quedó sentada en el pavimento, sosteniendo el cuerpo sin vida de dulce con la mirada perdida en el cielo que empezaba a oscurecer.
Los sicarios no se habían detenido.
Uno de ellos bajó de su motocicleta, caminó hasta donde el tlacuache se escondía detrás de un contenedor de basura y le disparó tres veces en la cabeza a quemarropa.
Luego huyeron dejando 17 casquillos esparcidos por toda la calle.
17 testigos vieron todo.
Cero declaraciones se presentaron ante el Ministerio Público.
El miedo necatepec no necesita explicación.
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14 de marzo de 2019, dos días después del asesinato de Dulce María, Lupita llegó a las oficinas de la Fiscalía Regional de Ecatepec, ubicadas en Avenida Central.
Un edificio de tres pisos con fachada gris y ventanas protegidas con rejas metálicas.
Esperó 4 horas sentada en una silla de plástico roto junto a otras 20 personas que también buscaban justicia.
Madres de desaparecidos, esposas de ejecutados, hijos de secuestrados, todos con la misma expresión de dolor contenido y esperanza agonizante.
Cuando finalmente la atendieron, el agente del Ministerio Público era un hombre de unos 40 años con ojeras profundas y una torre de expedientes apilados sobre su escritorio que casi tocaba el techo.
La oficina olía a café rancio y papel viejo.
El ventilador giraba haciendo un ruido metálico insoportable.
El agente revisó la carpeta de investigación número emx/fsc/st/ui-1c/d/080034/03-2019.
Mientras Lupita esperaba con las manos entrelazadas sobre su regazo.
“Señora Morales”, dijo el agente sin levantar la vista de los papeles.
Entiendo su dolor, de verdad lo entiendo, pero sin testigos que declaren formalmente, no podemos hacer nada.
Y usted sabe cómo están las cosas aquí en Ecatepec.
La gente tiene miedo.
Los testigos se retractan o desaparecen.
Las cámaras de seguridad siempre están descompuestas o apuntando hacia otro lado cuando pasa algo.
Tenemos 17 personas que estuvieron presentes según el parte policial, pero ninguna quiere declarar.
Lupita apretó los puños.
Mi nieta tenía 12 años.