Yo fui empleada en la casa de Mario Pineida.

Nadie me obligó a hablar.
Nadie me pagó por hacerlo.
Hablo porque lo que vi ahí dentro no se me borra porque desde el día en que supe que lo habían matado, todo empezó a tener sentido.
Y porque el silencio también es una forma de culpa.
Cuando entré a trabajar, Mario Pineida era distinto al hombre que terminó siendo.
Sonreía, saludaba con respeto, me preguntaba si había comido, si estaba cansada.
Era educado, tranquilo, de esos hombres que no levantan la voz.
Un futbolista conocido, sí, pero dentro de esa casa él no mandaba, nunca mandó.

La que mandaba era ella.
Desde el primer día sentí algo raro.
No fue un grito, no fue una amenaza directa, fue el ambiente, esa sensación de estar caminando sobre vidrio.
Ella vigilaba todo, cada movimiento de Mario, cada palabra, cada gesto.
Si él hablaba por teléfono, ella escuchaba.
Si se reía, ella preguntaba de qué.
Si llegaba 5 minutos tarde, el interrogatorio empezaba de inmediato.
Yo limpiaba, barría, ordenaba, pero mis oídos no podían cerrarse.
Las paredes eran delgadas y los gritos atravesaban todo.

Ella le reclamaba por cosas pequeñas absurdas, que por qué había mirado a alguien en la calle, que por qué le había dado like a una foto, que por qué alguien lo saludó con tanta confianza.
celos constantes, enfermizos, que no descansaban ni de día ni de noche.
Mario intentaba calmarla, siempre le hablaba abajo, le pedía que no gritara, que yo estaba ahí, que los vecinos podían escuchar.
Eso la enfurecía más.
Le decía que no le importaba a nadie, que él era suyo, que nadie tenía derecho a opinar sobre su vida.
Yo escuché como lo llamaba mentiroso, manipulador, poco hombre.
Yo escuché cómo lo hacía sentirse menos.
Había días en que ella no quería que fuera a entrenar.

Se paraba frente a la puerta cruzada de brazos y le decía que no saliera, que si salía no regresara, que el fútbol era una excusa para verla la cara a otras mujeres.
Mario se quedaba quieto con la mochila en la mano, sin saber qué hacer.
un futbolista profesional paralizado por miedo.
Cuando finalmente salía, ella lo bombardeaba con llamadas.
Yo veía el teléfono vibrar una y otra vez.
Si no contestaba de inmediato, al volver era el infierno.
Gritos, reproches, humillaciones.
Ella le decía que él no era nadie sin ella, que su carrera no valía nada, que ella lo había hecho todo por él y que él era un desagradecido.

Dentro de esa casa, Mario Pineida no era libre.
Conmigo, ella también era cruel.
Me gritaba que me apurara, que todo lo hacía mal, que no servía para nada.
Me decía inútil, torpe, ignorante.
Me amenazaba con despedirme por cualquier cosa.
Si el café no estaba a la temperatura exacta, era un problema.
Si una camisa tenía una arruga mínima, era un escándalo.
Yo aprendí a bajar la cabeza y callar porque sabía que responder solo empeoraba todo.
Pero lo peor no era cómo me trataba a mí, lo peor era cómo lo trataba a él cuando nadie estaba mirando.

Había noches en que yo escuchaba objetos moverse, puertas cerrarse con fuerza, pasos nerviosos.
Ella le hablaba feo con desprecio.
Le decía que estaba cansada de él, que la tenía harta, que era una carga.
Mario casi no respondía, a veces solo decía, “Ya tranquila, por favor, mañana entreno temprano.
” Palabras débiles frente a una mujer que parecía disfrutar tener el control.
Con el tiempo, Mario empezó a cambiar.
Ya no comía igual.
Dormía poco, se quedaba sentado mirando al vacío.
Perdió peso, perdió brillo.
Yo lo veía pasar por la casa como un fantasma.
Un día lo vi con los ojos rojos como si hubiera llorado.
No me dijo nada, pero yo entendí todo.
Ella no quería que tuviera contacto con nadie.
Amigos, familiares, compañeros de equipo.
Todos eran una amenaza.
Todo era motivo de celos.
Ella quería saber dónde estaba cada segundo, quería que estuviera encerrado con ella y cuando lo estaba lo destruía con palabras.
Había frases que se me quedaron grabadas, frases que no se dicen en una relación sana, frases que no se dicen si amas a alguien.
Ella hablaba de quitarse problemas, de hacer que todo se calme de una vez.
A veces lo decía en tono de broma, riéndose, pero yo sentía un nudo en el estómago cada vez que la escuchaba.
Yo no afirmo nada.
Yo no acuso como verdad.
Yo solo cuento lo que vi, lo que oí, lo que viví dentro de esa casa.
Mario Pineida vivía con miedo.
Miedo a enojarla, miedo a contradecirla, miedo a perderla, aunque ella ya lo estaba perdiendo todo.
Él era un hombre controlado, vigilado, reducido, un futbolista que no podía decidir ni a qué hora salir de su propia casa.
Y mientras afuera la gente lo veía como un ídolo, adentro, adentro era otra historia.
Después de un tiempo entendí que esa casa no era un hogar.
Era un lugar donde el miedo se había instalado y ya no se quería ir.
Yo lo sentía apenas cruzaba la puerta.
El aire era pesado, tenso, como si en cualquier momento algo fuera a estallar.
Y casi siempre estallaba.
Mario Pineida ya no era el mismo hombre que conocí al inicio.
Caminaba despacio con los hombros caídos como si cargara un peso invisible.
A veces me miraba y parecía que quería decir algo, pero se detenía.
Bajaba la mirada.
El silencio se volvió su forma de sobrevivir.
Ella estaba pendiente de cada uno de sus movimientos.
Si él se levantaba temprano para entrenar, ella se molestaba.
Si regresaba cansado, ella lo acusaba de fingir.
Le decía que el fútbol era solo una excusa, que no era tan importante como ella que debía elegir.
Yo escuché muchas veces esa palabra, elegir, como si Amar fuera una amenaza.
Hubo días en que ella directamente no lo dejaba salir, cerraba la puerta con llave y guardaba las llaves en su bolso.
Yo lo vi.
Mario se quedaba parado sin saber qué hacer.
le decía que tenía entrenamiento, compromisos, que no podía faltar.
Ella se reía, una risa fría.
Le decía que si salía se olvidara de volver.
Cuando finalmente lograba irse, el teléfono no dejaba de sonar.
Llamadas una tras otra, mensajes largos, agresivos, reclamos, amenazas.
Yo veía como Mario leía los mensajes y se le descomponía la cara.
Sus manos temblaban.
Eso no es amor, eso es control.
Dentro de la casa, ella cambiaba de humor de un segundo a otro.
Podía estar tranquila y de pronto explotar.
Gritaba, insultaba, humillaba.
Le decía que no servía como hombre, que su carrera estaba acabada, que nadie lo respetaba.
Yo me escondía en la cocina fingiendo que no escuchaba, pero cada palabra se me clavaba en el pecho.
Conmigo no era distinta.
Me trataba como si yo fuera menos que nada.
Me gritaba que me apurara, que era lenta, que era una inútil.
Me decía que me podía votar cuando quisiera que nadie me iba a defender.
A veces me hablaba con desprecio, como si yo fuera culpable de todo lo que le pasaba.
Yo aguantaba porque necesitaba el trabajo, pero cada día era más difícil.