El nombre de Álvaro Uribe Vélez ha quedado en el centro de una tormenta política y judicial que podría cambiar la historia del país.

¿Cómo es posible que tras el brutal asesinato de Miguel Uribe surjan revelaciones tan explosivas que incluso el presidente Gustavo Petro se atreve a insinuar lo impensable? ¿Acaso el expresidente Uribe tuvo algo que ver en este magnicidio? Hoy destapamos las declaraciones, los choques de versiones y la guerra política que estremece a la nación.
Prepárate porque lo que escucharás a continuación podría sacudir los cimientos del poder en Colombia.
El 17 de agosto de 2025, en medio de un clima político convulsionado y de profundo dolor por la pérdida del senador Miguel Uribe Turbay, el expresidente Álvaro Uribe Vélez lanzó una de las declaraciones más polémicas y contundentes de los últimos tiempos.
Durante un conversatorio virtual, Uribe aseguró que el asesinato de Miguel Uribe no había sido un hecho aislado, ni mucho menos fruto del azar.
Según sus palabras, al menos 40 mensajes provenientes de altos funcionarios del gobierno habrían instigado de manera directa o indirecta el fatal atentado.

Aunque Uribe no señaló nombres puntuales en ese momento, su denuncia apuntaba a que esos mensajes podían interpretarse como invitaciones implícitas para que se cometieran actos delictivos contra Miguel Uribe.
La acusación encendió un debate inmediato en la esfera política y mediática.
¿Acaso estaba el gobierno involucrado en el crimen o se trataba de una lectura forzada para capitalizar políticamente el asesinato? Las preguntas comenzaron a multiplicarse.
El expresidente, fiel a su estilo directo y polémico, habló con firmeza, dejando claro que para él existía una conexión peligrosa entre el discurso oficial y la violencia que acabó con la vida de Miguel Uribe.
La sola idea de que funcionarios del Estado pudieran haber tenido un rol, aunque fuera simbólico en ese acto criminal, generó indignación en sus seguidores y, al mismo tiempo un rechazo frontal por parte de quienes respaldan al actual gobierno.
Pero Álvaro Uribe no se limitó a lanzar acusaciones.
Días después decidió visitar personalmente el lugar donde ocurrió el atentado, el parque El Golfito.

Aquel espacio público que hasta entonces había sido un punto de encuentro familiar en Bogotá se había convertido en un símbolo de luto y en un recordatorio de la fragilidad de la democracia colombiana.
En su visita, Uribe rindió homenaje a Miguel Uribe Turbay con un gesto solemne, cargado de simbolismo político y humano.
Rodeado de simpatizantes, pronunció un mensaje que intentó ir más allá de la tragedia.
Les pidió a los presentes y al país entero que no vieran en ese lugar un escenario de venganza ni de falsa paz.
Por el contrario, lo definió como un símbolo de la seguridad democrática, el concepto que marcó sus gobiernos y que para él sigue siendo la ruta para garantizar la vida y la libertad de los colombianos.
Ese llamado fue interpretado de distintas maneras.
Para algunos era un recordatorio legítimo de la necesidad de restablecer el orden y la autoridad en Colombia.

Para otros, no era más que un intento de politizar la tragedia y de mantener vigente su legado político bajo el manto del dolor ajeno.
En cualquier caso, lo cierto es que las palabras de Uribe, tanto en el conversatorio como en el homenaje, no pasaron inadvertidas.
Su acusación contra el gobierno elevó la atención política a niveles máximos y su mensaje en el golfito se convirtió en un eco de lo que sería el debate nacional en los días posteriores.
¿Fue el asesinato de Miguel Uribe un hecho político instigado desde las más altas esferas o simplemente un crimen atroz manipulado por la narrativa de los poderosos? Las palabras de Álvaro Uribe pronunciadas en aquel conversatorio del 17 de agosto de 2025 no tardaron en recibir respuesta y quien las enfrentó de manera frontal fue nada menos que el presidente de la República, Gustavo Petro.
El jefe de Estado, visiblemente molesto por las acusaciones, no dudó en responder con un tono categórico que buscaba poner freno a la creciente polarización que desataba el asesinato de Miguel Uribe Turbay.

En un mensaje público, Petro fue contundente.
Deje de sembrar odio, Dr.
Uribe.
Con esa frase, el mandatario pretendía marcar un límite claro a lo que consideraba una estrategia peligrosa de su contradictor político.
Para Petro, las declaraciones de Uribe no eran simples críticas, sino intentos deliberados de agitar a la opinión pública y profundizar las rupturas en la convivencia nacional.
El presidente subrayó que Colombia estaba viviendo un momento delicado, de luto y de incertidumbre, y que lo último que necesitaba era una narrativa que enfrentara aún más a los ciudadanos.
Insistió en que culpar al gobierno de instigar un asesinato era no solo irresponsable, sino también un acto que podía tener consecuencias graves en la estabilidad política y social del país.
Petro no se quedó únicamente en la defensa del ejecutivo, fue más allá y abordó de frente las hipótesis que rondaban sobre el asesinato de Miguel Uribe.

aseguró categóricamente que ni al representante Cristian Triana, quien también había sido víctima de un atentado, ni al senador Miguel Uribe Turbay les habían disparado por razones políticas.
“Diga la verdad consigo mismo y con Colombia”, replicó Petro en un tono que mezclaba indignación y llamado a la sensatez.
Con esa afirmación, el presidente buscaba desmontar la idea de que el magnicidio tenía motivaciones políticas o que había sido orquestado desde las altas esferas del poder.
En su lectura se trataba de un crimen grave, sí, pero no de un ataque diseñado con fines políticos.
Esa posición, sin embargo, abrió una grieta aún más profunda en la opinión pública.
Para los seguidores de Petro, sus palabras fueron un acto de responsabilidad y madurez política.
Consideraron que lo que estaba haciendo era proteger la institucionalidad y evitar que el dolor nacional se convirtiera en un campo de batalla partidista.
“El país necesita unidad, no acusaciones sin pruebas”, repetían las voces cercanas al presidente.
Pero para los simpatizantes de Uribe y gran parte de la oposición, esa declaración de Petro era una negación peligrosa de la realidad.
interpretaron sus palabras como un intento de desviar la atención y minimizar la dimensión política del asesinato.
Muchos consideraron que el presidente estaba cerrando los ojos frente a la posibilidad de que el crimen tuviera un trasfondo más complejo de lo que él quería admitir.
El enfrentamiento discursivo entre Uribe y Petro no solo mostró las diferencias ideológicas entre ambos líderes, sino también la manera en que cada uno buscaba apropiarse del relato sobre la tragedia.
Uribe apelaba al recuerdo de la seguridad democrática y a la denuncia de un estado supuestamente permisivo con el crimen.
Petro, en cambio, insistía en que había que dejar atrás el odio y apostar por la convivencia, negando de manera rotunda que existiera un móvil político detrás del atentado.
En medio de este cruce de declaraciones, el pueblo colombiano quedaba atrapado entre dos narrativas opuestas.
De un lado, la indignación de quienes veían en el asesinato un acto político que debía ser investigado como tal.
Del otro, la voz oficial del presidente, que llamaba a la calma, a la unidad y a rechazar cualquier intento de utilizar la tragedia como arma política.
Lo cierto es que el mensaje de Petro no apagó las tensiones, por el contrario, encendió aún más el debate nacional.
Sus palabras, lejos de cerrar la discusión, abrieron una nueva batalla en la arena política colombiana.
Una batalla que no solo enfrentaba a dos líderes históricos, sino que también reflejaba la profunda división que atraviesa al país.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay no solo dejó un vacío doloroso en el panorama político colombiano, sino que también se convirtió en el epicentro de una investigación de alto nivel.
La magnitud del crimen obligó a las instituciones del Estado a pronunciarse y actuar con rapidez.
La Fiscalía General de la Nación no dudó en catalogar el caso como un magnicidio, subrayando que no se trataba de un simple acto delictivo, sino de un ataque directo contra la democracia y contra la vida de un líder con proyección nacional.
Desde el primer momento, la atención se centró en identificar a los autores materiales del atentado, pero también a los posibles responsables intelectuales.
¿Quién ordenó el ataque? ¿Con qué propósito? ¿Se trataba de un crimen común disfrazado de violencia política? ¿O realmente había una trama más compleja detrás? Estas preguntas comenzaron a guiar las primeras líneas de investigación.
Uno de los nombres que rápidamente salió a la luz fue el de Elder José Arteaga Hernández, conocido como El costeño.
Este individuo, con un amplio historial criminal, se convirtió en uno de los principales sospechosos de haber participado en la planificación del atentado.
Su nombre estaba asociado no solo a estructuras delincuenciales locales, sino también anexos con grupos armados ilegales que operan en diferentes regiones del país.
La fiscalía reveló que el costeño podría haber coordinado la logística del ataque, aunque aún se buscaba establecer quién había dado la orden final.
Junto a él aparecieron otras hipótesis que involucraban a disidencias de las FARC y a bandas criminales urbanas que han venido ganando poder en los últimos años.
Estos grupos con intereses en territorios estratégicos y en actividades ilícitas han demostrado capacidad para ejecutar ataques de alto impacto.
La posibilidad de que una de estas estructuras hubiera sido contratada para acabar con la vida de Miguel Uribe encendió todas las alarmas.
La complejidad del caso aumentaba porque no se trataba únicamente de determinar responsabilidades individuales, sino de entender la motivación detrás del crimen.
Fue un ajuste de cuentas político, una retaliación de bandas ilegales contra un senador que se oponía a sus intereses o un ataque destinado a enviar un mensaje de poder en medio del tenso clima electoral que vive Colombia.
Mientras la fiscalía avanzaba en sus indagaciones, el país entero reaccionaba con indignación.
El asesinato de un senador ocurrido en un acto público revivió los temores más profundos de los colombianos, la sombra de la violencia política que ha marcado a fuego la historia nacional.
De inmediato se hicieron comparaciones con los magnicidios de décadas pasadas cuando líderes como Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo fueron asesinados en circunstancias igualmente trágicas.
La sensación de inseguridad se multiplicó.
Si un senador de la República con esquemas de protección y visibilidad pública podía ser víctima de un atentado de tal magnitud, que podían esperar los demás candidatos que aspiran a cargos de elección popular en las elecciones de 2026.
Ese fue el gran interrogante que se instaló en el debate nacional.
Los llamados a reforzar la seguridad no se hicieron esperar.
Desde distintos sectores políticos y sociales, se exigió al gobierno que garantizara la protección de todos los candidatos sin importar su filiación partidista.
La idea era clara.
Ningún aspirante podía sentirse desprotegido en medio de un proceso democrático que ya cargaba con la pesada herencia de la violencia.
Política.
La comunidad internacional también levantó la voz.
Diversas organizaciones de derechos humanos y países aliados de Colombia condenaron el asesinato y expresaron su preocupación por el futuro del país.
La Unión Europea, al igual que Estados Unidos, enviaron comunicados en los que pedían investigaciones rápidas y efectivas, además de medidas concretas para blindar los próximos comicios.
En paralelo, las reacciones sociales se hicieron sentir en las calles.
En varias ciudades del país se organizaron marchas y vigilias en honor a Miguel Uribe Turbay.
Los asistentes no solo buscaban rendirle homenaje, sino también exigir justicia y rechazar la violencia que una vez más arrebataba a un líder en plena etapa de ascenso político.
Los carteles decían frases como no más sangre en la democracia y Colombia merece vivir sin miedo.
El impacto del asesinato también reconfiguró el tablero político.
Algunos partidos aprovecharon la tragedia para reforzar sus discursos sobre seguridad, mientras que otros insistieron en la necesidad de construir paz con garantías reales para todos.
La muerte de Miguel Uribe, más allá del dolor humano, se convirtió en un símbolo de los desafíos que enfrenta Colombia en su tránsito hacia unas elecciones que podrían definir el rumbo del país.
El caso, además, despertó debates profundos sobre la eficacia del sistema de protección a los líderes políticos.
Se cuestionó si el esquema de seguridad de Uribe Turbayado, si existían fallas en la inteligencia del Estado o sí.
Simplemente las organizaciones criminales habían demostrado una capacidad superior para burlar cualquier medida de prevención.