Han pasado ya treinta años desde la muerte de Selena Quintanilla, y aun así su ausencia sigue siendo un eco imposible de silenciar.

El tiempo no ha logrado cerrar la herida que dejó su asesinato, ni para sus fans ni para quienes la amaron de verdad.
Entre todos ellos, hay una persona que ha vivido estas tres décadas con una carga silenciosa y permanente.
Ese hombre es Cris Pérez, el esposo de Selena, el amor de su vida y el testigo más cercano de su historia más íntima.
Durante años, Cris eligió el silencio como refugio.
Hoy, con el peso del tiempo y la madurez del duelo, ha decidido admitir lo que muchos siempre sospecharon.
Selena no fue solo una estrella.
Fue un fenómeno cultural que cambió para siempre la música tejana y abrió el camino para generaciones de artistas latinos.

En los años noventa, su presencia en el escenario era magnética, poderosa y luminosa.
Cada canción parecía una celebración de la vida.
Cada sonrisa transmitía cercanía, humildad y una alegría contagiosa.
Pero detrás de esa imagen perfecta, existía una joven que amaba profundamente y que también sufría.
Cris Pérez llegó a la vida de Selena casi por accidente.
Era un guitarrista joven, talentoso y de carácter reservado.
Se integró a la banda sin imaginar que terminaría enamorándose de la voz que estaba destinada a hacer historia.
Desde el primer encuentro, algo cambió entre ellos.
No fue inmediato ni calculado.
Fue una conexión silenciosa que fue creciendo con cada ensayo y cada gira.

Selena era extrovertida, risueña y llena de energía.
Cris era introspectivo, calmado y discreto.
Justamente en ese contraste nació un amor profundo y auténtico.
Ambos se entendían sin necesidad de palabras.
Compartían sueños sencillos en medio de una vida que se volvía cada vez más compleja.
Pero ese amor tenía un enemigo poderoso.
Abraham Quintanilla, el padre de Selena, veía a Cris como una amenaza.
No solo para la carrera de su hija, sino para el control absoluto que ejercía sobre su vida.
Para él, una relación sentimental podía desviar a Selena de su destino artístico.
Cris no encajaba en el plan.
Su imagen, su independencia y su cercanía emocional con Selena despertaron desconfianza.

La respuesta fue tajante.
Cris fue despedido de la banda.
Separado de Selena por decisión familiar.
Convertido en una figura incómoda, casi prohibida.
La intención era clara: romper la relación.
Pero lo que no entendieron fue que el vínculo entre ellos ya era irrompible.
La distancia solo fortaleció el amor.
Selena y Cris continuaron viéndose en secreto.
Las llamadas, los encuentros furtivos y las promesas se volvieron parte de su rutina.
Ambos sabían que estaban desafiando a una familia y a un imperio musical.
Aun así, eligieron amarse.

En abril de 1992 tomaron una decisión que cambiaría sus vidas para siempre.
Se fugaron y se casaron en secreto.
Para ellos, fue un acto de libertad.
Un intento de vivir su amor sin miedo ni restricciones.
Creyeron que, con el matrimonio, la familia terminaría aceptándolo.
Y en parte así fue.
Con el tiempo, Cris fue reintegrado a la banda.
La relación se normalizó de puertas hacia afuera.
Sin embargo, el control nunca desapareció del todo.
Selena seguía viviendo bajo una presión constante.
Su agenda, su imagen y sus decisiones estaban vigiladas.
Cris lo veía todo desde dentro.

Veía el cansancio de Selena.
Veía su necesidad de una vida más simple.
En sus confesiones más recientes, Cris ha admitido algo que muchos intuían.
Selena quería frenar un poco.
Soñaba con disfrutar su matrimonio.
Deseaba formar una familia lejos del ruido.
Hablaban de hijos.
Hablaban de un futuro que no estuviera marcado solo por escenarios y giras.
Cris ha confesado que, tras la muerte de Selena, su vida se detuvo.
Nada volvió a tener sentido.
La culpa se convirtió en una sombra constante.
Durante años se preguntó si pudo haber hecho algo más.
Si pudo haberla protegido.

Si pudo haber cambiado el destino.
El 31 de marzo de 1995 quedó grabado como una fecha imposible de borrar.
Selena fue asesinada a los 23 años.
Su vida fue arrancada de forma brutal e inesperada.
El mundo perdió a una estrella.
Cris perdió a su esposa.
Y perdió también el futuro que habían imaginado juntos.
Durante mucho tiempo, Cris evitó hablar del tema.
Cada recuerdo era una herida abierta.
Cada canción de Selena era un golpe al corazón.
Se aisló.
Cayó en una profunda depresión.

La música, que antes los unía, se convirtió en un recordatorio constante del dolor.
Con el paso de los años, Cris intentó reconstruir su vida.
Se volvió a casar.
Tuvo hijos.
Pero jamás negó que Selena fue y sigue siendo el gran amor de su vida.
En sus palabras más recientes, lo ha dicho sin rodeos.
Ese amor nunca murió.
Cris ha admitido que todavía sueña con ella.
Que hay días en los que siente su presencia.
Que a veces se pregunta cómo habría sido su vida si Selena siguiera aquí.
No desde la nostalgia idealizada, sino desde una tristeza real y humana.
Treinta años después, el vacío sigue intacto.
El dolor solo ha aprendido a convivir con él.
También ha hablado del peso de la memoria pública.
Selena pertenece al mundo.
Su imagen, su música y su historia se convirtieron en patrimonio cultural.
Pero para Cris, antes que un ícono, fue una mujer real.
Una esposa.
Una compañera.
Ha confesado que le duele cómo a veces se romantiza la tragedia.
Cómo se habla de Selena como un mito, olvidando su humanidad.
Ella reía, se cansaba, se frustraba.
Tenía miedos y dudas.
Y también tenía planes inconclusos.
Planes que murieron con ella.
A lo largo de estas tres décadas, Cris ha aprendido a hablar desde la aceptación.
No desde el olvido.
Aceptar no significa dejar de amar.
Significa seguir viviendo con la ausencia.
Significa honrar la memoria sin quedar atrapado en el pasado.
Eso es lo que, según él, ha intentado hacer.
Selena sigue viva en su música.
En cada fan que canta sus canciones.
En cada nueva generación que la descubre.
Pero también vive en el recuerdo íntimo de quien compartió su vida lejos de los reflectores.
Cris ha dejado claro que nadie conoció a Selena como él.
Y nadie la ha llorado tanto tiempo como él.
Treinta años después, su historia sigue conmoviendo.
No solo por la tragedia.
Sino por el amor real que existió detrás del mito.
Un amor que desafió prohibiciones, control y miedo.
Un amor que no pudo ser destruido ni siquiera por la muerte.
Porque hay ausencias que no se superan, solo se aprenden a llevar.