🔥🛢️⚠️ El camión que repartía gas… y también miedo: el “repartidor justiciero” de Puebla y la historia que corre en susurros sobre Miguel Ángel Torres 😱💥🕯️

En las calles de Puebla, un camión cisterna rojo y blanco se convirtió en el arma más letal contra el narcomenudeo.

Miguel Ángel Torres, repartidor de gas de 38 años, transformó su herramienta de trabajo en instrumento de venganza tras el asesinato de su hermano menor.

11 sicarios cayeron bajo las 4 toneladas de su vehículo, cada escena marcada por un cilindro azul volcado como firma mortal.

Pero esta historia no comenzó con rabia, comenzó con una promesa rota por el sistema y un comandante que vendió la justicia por 50,000 pesos mensuales.

Miguel Ángel Torres Morales despertaba cada madrugada a las 5 en punto.

38 años viviendo en Puebla le habían curtido la piel y marcado ojeras permanentes bajo los ojos.

Su rutina comenzaba siempre igual.

Café negro instantáneo.

Uniforme azul con el logo desgastado de El Cilindro azul.

Botas de trabajo con suelas gastadas por 12 años subiendo escaleras.

La gasera en Boulevard.

Hermano Cerdán olía a metal oxidado y gas LP antes del amanecer.

Miguel inspeccionaba cada cilindro antes de cargarlos en la plataforma trasera del camión cisterna.

30 cilindros azules, algunos con abolladuras, otros recién pintados.

verificaba las válvulas con manos callosas, apretaba las cadenas de seguridad, acariciaba el volante como si fuera algo sagrado.

Ese camión representaba 12 años de madrugadas, de entregas bajo sol inclemente, de ahorros para algún día comprarlo y volverse independiente.

Las colonias poblanas lo conocían bien.

En La Margarita, doña Lupita siempre le guardaba tacos de canasta.

En El Carmen, don Ernesto, expicía municipal jubilado de 67 años, platicaba sobre partidos de Santos Laguna mientras Miguel descargaba los cilindros.

En bosques de San Sebastián, las señoras lo saludaban por su nombre.

Miguel tenía una memoria fotográfica para rostros y preferencias.

¿Quién pagaba en efectivo? ¿Quién pedía factura? ¿Quién necesitaba el cilindro hasta arriba de las escaleras? 40 a 60 entregas diarias.

Siempre puntual, jamás una queja.

Conocía cada calle, cada callejón, cada horario de patrullaje policial sin siquiera pensarlo.

Era parte del paisaje urbano, invisible como los vendedores ambulantes o los postes de luz.

En el taller mecánico Refacciones Morales del Boulevard Norte trabajaba Javier, su hermano menor.

29 años, manos permanentemente manchadas de grasa, sonrisa fácil.

y habilidad natural para diagnosticar motores con solo escucharlos.

Miguel pasaba por el taller cada miércoles después de terminar su ruta.

Se sentaban en sillas de plástico afuera, bebían refrescos tibios, hablaban de fútbol y del futuro.

Javier le había prometido ayudarlo con el mantenimiento del camión cuando finalmente pudiera comprarlo.

En dos años, carnal, ese camión va a ser tuyo.

Ya verás.

Te voy a dejar la suspensión como nueva”, decía mientras limpiaba una llave española con un trapo sucio.

Miguel respondía siempre igual.

“Nada más no te metas en broncas, Javi.

Ya sabes cómo está la cosa por aquí.

” La madre de ambos, Ofelia Torres, de 64 años, vivía en una casa pequeña en San Martín, Texelucán.

Viuda desde hacía 8 años, cabello canoso recogido en chongo, rosario siempre en las manos.

Los domingos cocinaba mole para sus hijos, rezaba el rosario en voz alta, se quejaba de sus rodillas adoloridas.

Miguel le daba dinero cada quincena.

Javier le arreglaba la estufa cuando fallaba.

Eran una familia simple, trabajadora, invisible en las estadísticas.

Puebla tenía miles de familias así, mecánicos, repartidores, comerciantes, madres viudas, gente que se levantaba antes del amanecer, que pagaba sus cuentas, que soñaba con pequeñas mejoras.

Miguel no pedía mucho, solo quería su propio camión, seguir repartiendo gas, envejecer con dignidad.

No sabía que en tres semanas su vida se partiría en dos, que ese camión cisterna que acariciaba cada mañana se convertiría en algo completamente distinto.

No sabía que el cilindro azul, ese objeto cotidiano, industrial, anodino, se volvería símbolo de algo que Puebla no olvidaría en años.

La última conversación entre los hermanos Torres ocurrió el 18 de marzo de 2024.

Miguel llegó al taller pasadas las 6 de la tarde, terminando su ruta con el camión vacío y las cadenas sueltas, repiqueteando en la plataforma.

Javier estaba terminando de cambiar la transmisión de una camioneta Nissan, los brazos negros de aceite hasta los codos.

Se limpiaron las manos con gasolina y trapo.

Se sentaron afuera como siempre.

Javier fumaba un cigarro barato.

Miguel tomaba agua de una botella de plástico reutilizada.

Hablaron del camión.

de los planes, de lo cerca que estaba Miguel de juntar el enganche.

Ya casi, carnal, otros se meses y ese [ __ ] camión va a tener tu nombre en los papeles”, dijo Javier aplastando la colilla contra el suelo.

Miguel sonríó cansado.

Esa sonrisa discreta que conocían solo quienes lo trataban de cerca.

“Nada más no te metas en problemas, Javi, en serio, están cobrando piso a todos los talleres por aquí.

” Javier se puso serio, miró hacia la calle donde las sombras comenzaban a alargarse.

Ya vinieron dos veces.

Les dije que no tengo para darles, que apenas me alcanza para comer.

Se enojaron, pero se fueron.

Miguel sintió algo frío en el estómago.

¿Cuánto quieren? 8000 a la semana.

¿De dónde voy a sacar eso? Silencio.

El tráfico de la avenida sonaba lejano.

Javi, si vuelven, págales aunque sea la mitad.

No te pongas terco.

Javier negó con la cabeza.

No voy a alimentar a esos parásitos, carnal.

Prefiero cerrar el taller.

5 días después, el 23 de marzo a las 8:30 de la noche, Javier salió del taller hacia su moto, una onda 150 negra estacionada frente a la tienda de abarrotes de la esquina.

Tres sicarios en una itálica 150 modificada, sin placas, con tatuajes visibles en brazos y cuello.

El líder tenía un grillo negro tatuado en el lado izquierdo del cuello, imposible de no ver.

Le cerraron el paso.

Javier intentó rodearlos.

El del tatuaje lo jaló del hombro.

Ya tienes los 8000, mecánico.

Javier respiró profundo.

No tengo ese dinero.

Háganle como quieran.

El sicario sonríó sin humor.

Como queramos, dijiste.

Sacó una pistola 9 mm.

Dos comerciantes vieron todo desde sus puestos, pero ninguno se movió.

Siete disparos en 5 segundos, cuatro impactos en torso y cabeza.

Javier cayó junto a su moto, sangre expandiéndose lenta bajo las llantas.

Los sicarios arrancaron rápido, desaparecieron hacia el mercado.

5 de mayo, tardaron 20 minutos en llamar a emergencias.

La policía llegó dos horas después, cuando ya había curiosos fotografiando con celulares, cuando la sangre ya estaba oscura y pegajosa.

La carpeta de investigación FGE Pu E2 10240387 quedó asignada al comandante Rubén Salazar de la Policía Ministerial.

48 años, 23 en la corporación, bigote canoso y lentes oscuros permanentes.

Visitó la escena tres días después, tomó fotos con un celular viejo, entrevistó a los comerciantes que dijeron no haber visto nada.

Archivó el caso 15 días después con la etiqueta, sin líneas de investigación claras.

No hubo análisis balístico, no hubo revisión de cámaras de seguridad de la zona, no hubo seguimiento a testigos.

El expediente quedó en un archivero metálico de la Fiscalía General del Estado, entre otros cientos de carpetas con la misma historia.

Miguel fue a preguntar cada tres días.

Le decían que esperara, que tuviera paciencia, que estos casos tomaban tiempo.

El comandante Salazar nunca lo recibió personalmente.

Si estás siguiendo esta historia y quieres saber qué viene después, suscríbete y activa la campanita.

Cuéntame en los comentarios desde qué ciudad o estado nos estás viendo.

El funeral se realizó en el panteón Jardines del Tiempo, 4 días después del asesinato.

Cielo gris, amenaza de lluvia que nunca llegó.

Miguel llegó temprano, vestido con camisa blanca arrugada y pantalón negro que no usaba desde el funeral de su padre.

El ataúd era de madera barata con manijas plateadas falsas.

Ofelia lloraba sentada en una silla de plástico prestada, rosario enrollado en los dedos temblorosos, repitiendo entre soyosos: “Dios los va a castigar, hijo.

Dios los va a castigar.

” Miguel no respondió.

se quedó parado frente al cajón cerrado, manos apretadas a los costados, mandíbula tensa.

Dentro estaban las manos de Javier, esas manos de mecánicos siempre manchadas de grasa, ahora limpias y quietas e inútiles.

Recordó la última vez que esas manos habían apretado una llave española, habían palmoteado su hombro, habían encendido un cigarro.

Ahora solo eran carne fría esperando pudrirse bajo tierra poblana.

Durante el entierro, mientras los sepultureros bajaban el ataúd cuerdas desgastadas, Miguel notó algo en la esquina del cementerio.

Un cilindro azul de gas de los pequeños de 10 kg.

El sepulturero lo usaba para calentar café en una parrilla improvisada.

El cilindro estaba volcado, apoyado horizontal contra una pared de piedra.

Miguel lo miró fijamente.

Algo hizo click en su mente, una conexión que no podía explicar con palabras, pero que sentía visceral.

Matemática.

Su camión cargado pesaba 4 toneladas.

Los sicarios en moto pesaban quizás 200 kg con todo y vehículo.

Física simple, ventaja abrumadora, una herramienta de trabajo convertida en otra cosa.

El cilindro azul observándolo como un testigo mudo.

Volvió a trabajar una semana después porque no podía pagar el alquiler sin ingresos y porque Ofelia necesitaba dinero para medicinas.

Pero algo había cambiado permanentemente.

El uniforme azul se sentía como disfraz.

Ahora las entregas eran mecánicas, automáticas.

Cargaba cilindros, los entregaba, cobraba, regresaba.

Pero mientras hacía todo eso, escuchaba conversaciones.

En la Margarita, doña Lupita le dijo en voz baja, “Los de la moto siguen cobrando piso.

Ya quebraron la tienda de Don Chuy porque no pudo pagar.

Son tres.

Uno tiene un tatuaje raro en el cuello, como un insecto.

Miguel sintió algo caliente subir por la garganta.

Un grillo.

Preguntó.

Doña Lupita.

Asintió.

Sí, creo que sí.

Un grillo negro.

Siempre anda por el tianguis los martes y viernes en la mañana.

Miguel anotó mentalmente.

Martes y viernes, 6:30 de la mañana, tianguis de la Margarita.

En El Carmen, un cliente comentó casi sin pensar, “Los narcos operan desde el mercado 5 de mayo.

Todos saben quiénes son, pero nadie dice nada.

La policía no hace nada porque también cobran.

” Miguel preguntó con voz neutral, “¿La policía cobra?” El cliente lo miró como si fuera obvio.

Claro.

¿Cómo crees que siguen operando tan tranquilos? El comandante de la ministerial arquiva todos los casos.

Lo sabe todo el barrio.

Miguel anotó mentalmente.

Comandante ministerial, casos archivados, mercado 5 de mayo.

En bosques de San Sebastián escuchó sobre motos robadas, sobre talleres clandestinos, sobre horarios de patrullaje.

Todo lo guardaba en la memoria fotográfica que había desarrollado en 12 años repartiendo gas, rostros, placas, horarios, patrones.

Una libreta mental que se iba llenando día tras día.

Comenzó a llevar una libreta física escondida bajo el asiento del camión.

Papel barato, bolígrafo azul.

Anotaba todo.

Itálica negra sin placas.

Calcomania de calavera.

Martes 6:45 tianguis.

Yamaha Azul.

Reporte de robo.

Opera en El Carmen.

Cobro a tienditas.

Comandante R.

Salazar.

Ministerial.

15 carpetas archivadas 2023-2024.

También tomó fotografías discretas con un celular prepago viejo que compró en efectivo en un tianguis.

Fotos borrosas de sicarios desde lejos, de motos estacionadas, de encuentros en esquinas.

Nunca las enviaba, solo las guardaba.

creó un archivo digital invisible en una memoria USB que escondía en un compartimento hueco del tablero.

Todo metódico, todo calculado, todo frío.

La tristeza se había convertido en otra cosa.

Ya no lloraba por las noches.

Ya no visitaba la tumba de Javier los domingos.

En su lugar conducía el camión cisterna por las colonias poblanas, estudiando calles, memorizando rutas de escape, calculando ángulos de impacto.

La transformación era silenciosa, pero absoluta.

La decisión llegó dos semanas después del funeral.

En la madrugada del 11 de abril, Miguel no pudo dormir.

Se quedó sentado en la cocina de su departamento pequeño en una colonia sin nombre, mirando la libreta abierta sobre la mesa.

 

Related Posts

Our Privacy policy

https://noticiasdecelebridades.com - © 2025 News