La noche del 29 de agosto de 2025, Culiacán, Sinaloa, vivió uno de los episodios más trágicos de su historia reciente.

Un grupo armado abrió fuego contra el área de urgencias del Hospital Civil, ubicado en la avenida Álvaro Obregón.
El ataque duró apenas minutos, pero dejó un saldo devastador: cuatro personas muertas y cuatro heridas, entre ellas una menor de edad.
José Armando, un mecánico de 34 años y padre de dos niñas, falleció al recibir tres impactos en el pecho mientras llevaba suero a un amigo.
Víctor Antonio, estudiante de enfermería de 22 años, cayó junto a la máquina de café con el estetoscopio aún en la mano.
José Ramón, de 38 años, cubrió con su cuerpo a su madre durante una cita oncológica y no sobrevivió.
Rubén, un chófer de 61 años, murió en su vehículo sin poder bajar.

Entre los heridos, Amairani, una niña de 3 años, recibió una bala en el abdomen mientras jugaba con su muñeca acompañando a su tía enfermera.
Geldi Milena, de 47 años y madre de tres hijos, luchó por su vida tras ser alcanzada por un proyectil en el pecho.
La fachada del hospital quedó perforada por decenas de impactos, vehículos destrozados y el aire cargado de pólvora y desesperación.
Este no fue un incidente aislado.
En menos de 24 horas, se registraron ataques en otros dos nosocomios de la ciudad: una clínica privada y el Hospital General.
En total, cinco muertos y varios heridos más, en una escalada que rompió el pacto implícito de no tocar zonas neutrales como los hospitales.

El contexto de esta violencia es la guerra interna del Cártel de Sinaloa.
Desde septiembre de 2024, tras la captura de Ismael ‘El Mayo’ Zambada y la entrega de Joaquín Guzmán López en Estados Unidos, las facciones de Los Chapitos y Los Mayos se disputan el control del territorio.
Esta pugna ha dejado más de 1.
900 homicidios dolosos en Sinaloa, cerca de 2.
000 desapariciones y miles de robos de vehículos.
Los hospitales, antes refugios seguros, se convirtieron en objetivos para rematar a heridos de enfrentamientos previos.
En Tepuche, un choque dejó lesionados que fueron trasladados al Hospital Civil, posiblemente atrayendo a los agresores.

Autoridades federales desplegaron operativos inmediatos, cerrando avenidas y activando filtros de revisión.
La Secretaría de Seguridad Pública de Sinaloa pidió precaución a la población, encendiendo luces interiores de vehículos durante los controles.
Sin embargo, no hubo detenidos iniciales, y agosto cerró como el mes más violento desde 2017, con 107 homicidios dolosos.
La Fiscalía General del Estado investiga, pero la impunidad prevalece en muchos casos similares.
Este rompimiento de las ‘zonas neutrales’ marca un escalofriamiento en las reglas no escritas del narco, donde escuelas, hospitales y familias quedaban al margen.
La respuesta federal llegó con fuerza, pero cuestionada por su tardanza.

Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, recibió el reporte a las 21:14 horas y expresó su frustración: ‘Ni los hospitales estamos pudiendo proteger’.
Desde entonces, coordinó un megaoperativo con 800 elementos desplegados en Sinaloa.
Se activó protocolo nivel dos: protección a testigos, evacuación de unidades médicas bajo amenaza y revisión de rutas de ambulancias.
Harfuch viajó a Culiacán para reunirse con el gobernador Rubén Rocha Moya y revisar medidas en nosocomios.
Se reforzaron vigilancias 24 horas, con presencia de Ejército, Guardia Nacional y policía estatal.

En septiembre, se evaluaron riesgos y se blindaron hospitales con filtros estrictos para heridos por bala.
A pesar de esto, la prevención falló en agosto, y la reacción post-masacre no evitó daños colaterales.
Médicos pidieron licencias, padres evitaron urgencias y el sistema de salud colapsó temporalmente por miedo.
Harfuch calificó los ataques como ‘terrorismo armado’ y declaración de guerra a la ciudadanía, prometiendo rastreo satelital y agentes encubiertos.
El gobierno de Claudia Sheinbaum priorizó Sinaloa, reduciendo homicidios un 20,5% en los primeros meses, pero eventos como este exponen la fragilidad.
Mientras Sinaloa sangra, en Uruapán, Michoacán, surge un contraste de liderazgo preventivo.
Carlos Manzo Rodríguez, alcalde independiente electo en 2024 con alta votación popular, transformó una ciudad sitiada en un ejemplo de paz relativa.
Llegó sin pactos oscuros, tras ser diputado por Morena, y priorizó romper complicidades con el crimen.
Su estrategia: policía municipal capacitada, coordinación con federales sin ceder autonomía y confrontación directa al CJNG y células locales.
Detuvo a ‘El Rino’, jefe de plaza del Cártel del Noreste, en operativo quirúrgico sin víctimas civiles.
Descubrió campos de entrenamiento de extranjeros venezolanos y colombianos en Capacuaro, exponiéndolos sin titubear.
Con el general Francisco Javier Nieto al frente de seguridad, limpió la corporación y equipó agentes.
Hospitales seguros, calles tranquilas, familias que duermen sin miedo.
Manzo monitoreaba día a día, realista: ‘Es un cuento de nunca acabar, pero no nos rendimos’.
Su filosofía: ‘Querer a Uruapán, querer a Michoacán’, sin acuerdos con delincuentes.
Protege mujeres, niños y trabajadores; instruye a policías defenderse con justicia, respetando derechos.
Uruapán, rica en aguacate, atrae extorsiones, pero Manzo no negocia.
Resultado: detenciones limpias, paz en meseta purépecha.
Trágicamente, Manzo fue asesinado el 1 de noviembre de 2025 durante el Festival de Velas, víctima de la misma violencia que combatió.
Su legado inspira: otro México es posible con líderes valientes.
Las víctimas de Culiacán representan el costo humano de la fallida prevención.
Geldi Milena llevaba plátanos y gelatinas para su sobrino; entró en paro, pero fue reanimada.
Amairani, de 3 años, susurraba ‘No te mueras’ en audio filtrado que se volvió viral, símbolo del horror infantil.
José Armando envió ‘Ya llegué’ antes de morir.
Víctor Antonio posó en Instagram: ‘Última guardia del mes’.
Sus historias rompen el anonimato de las cifras.
Familias destrozadas, niños traumatizados, sociedad que cuestiona dónde esconderse.
En escuelas, parques, hospitales: el miedo permea.
Daño colateral en una guerra que ya no respeta nada.
Médicos rechazan turnos nocturnos, enfermeros susurran sobre traslados secretos.
Rumores de listas negras y pacientes marcados.
El ataque no fue al azar: posiblemente buscaban rematar heridos de Tepuche.
Pero balas perdidas mataron inocentes.
Consecuencias: fe perdida en autoridades, sistema de salud en crisis.
Padres evitan hospitales, niños temen enfermarse.
Culiacán arde mientras Uruapán, antes de la tragedia de Manzo, mostraba que la prevención funciona.
México enfrenta dos caras: reacción tardía versus prevención valiente.
En Sinaloa, 800 elementos después de muertos; en Uruapán, policía local bastaba con liderazgo íntegro.
Harfuch no durmió planeando respuestas históricas, pero ¿por qué no antes?
Manzo entendía: romper lazos de complicidad, no negociar con asesinos.
Culiacán: autoridades ausentes o cómplices implícitas.
Uruapán: alcalde con valor, equipo limpio, resultados visibles.
Diferencia brutal: prevenir lamentar.
Manzo enfrentó CJNG sin pactos, detuvo jefes sin masacres.
En Culiacán, masacres en quirófanos por traiciones internas.
Hospitales infiltrados en Sinaloa, seguros en Michoacán.
Líderes que protegen versus que abandonan.
Manzo, asesinado por su firmeza, demostró que sí se puede.
Su ejemplo trasciende: inspirar a otros alcaldes.
México necesita más como él: independientes, leales al pueblo, con amor por su tierra.
La elección es clara: valor o complicidad.
Culiacán sangra por fallas; Uruapán respiraba paz por aciertos.
La reflexión: líderes que eligen el camino difícil, correcto.
Otro México posible, donde hospitales salvan vidas, no las quitan.
Donde niños crecen sin miedo, familias confían.
Ese México existe en ejemplos como el de Carlos Manzo.
Su legado vive: prevenir antes de reaccionar, amar al pueblo más que a la vida.
La diferencia está en los líderes que elegimos.
(2018 palabras)