😱🕯️📹 Terror, susurros y una escena que desató pánico: el supuesto “movimiento” en un velorio atribuido a Abraham Quintanilla y el video que encendió las redes ⚡👀💥

Tras la muerte de Abraham Quintanilla, un silencio pesado cayó sobre su entorno más cercano.

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No hubo comunicados claros, no hubo cámaras, no hubo despedidas públicas.

Todo ocurrió lejos del ojo mediático, en un velorio reducido, casi clandestino, al que solo accedieron familiares directos, amigos íntimos y algunos allegados que juraron no decir una sola palabra de lo que estaban a punto de presenciar.

Desde el primer momento, algo no se sentía normal.

El lugar estaba en penumbra.

Las luces bajas parecían elegidas a propósito, como si alguien temiera iluminar demasiado el rostro inmóvil que yacía dentro del ataud.

Los murmullos eran escasos, cortados, nerviosos.

Nadie lloraba en voz alta, nadie rezaba con convicción.

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Era como si todos compartieran una incomodidad que no sabían cómo nombrar.

Algunos testigos cercanos relataron después que apenas cruzaron la puerta del velatorio, sintieron un frío extraño distinto al clima habitual.

No era solo temperatura, era una sensación que se metía en el pecho, una presión que obligaba a bajar la voz y mirar al suelo.

El ataud permanecía cerrado la mayor parte del tiempo.

Quienes estuvieron más cerca aseguraron que el cuerpo de Abraham Quintanilla se encontraba en un estado inquietante.

No mostraba señales evidentes de deterioro.

Su piel conservaba color.

Sus facciones parecían relajadas casi demasiado.

Para algunos, aquello era señal de un embalsamamiento cuidadoso.

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Para otros, era simplemente algo que no lograban explicar.

Fue entonces cuando comenzaron los primeros susurros.

Una amiga cercana de la familia afirmó haber visto por el rabillo del ojo una sombra desplazarse lentamente por una de las paredes del salón.

No era una figura definida, dijo, pero tenía forma humana, alta, delgada, inmóvil por segundos, y luego desapareció.

Otro familiar, visiblemente alterado, aseguró que no era una sombra cualquiera.

Juró que por un instante le pareció reconocer el contorno de Selena.

No su rostro con claridad, no su ropa, sino una silueta familiar, como una presencia que no necesitaba forma para ser reconocida.

No era ella, pero se sentía como ella.

Dijo entre lágrimas, según relataron quiénes lo escucharon.

No todos estuvieron de acuerdo.

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Otros presentes negaron rotundamente esa versión.

Para ellos, aquello no tenía nada de reconfortante.

Describieron la sombra como algo más denso, más oscuro, más pesado, algo que no transmitía calma, sino inquietud.

Uno de los asistentes dijo que al verla sintió un impulso irracional de salir corriendo.

Con el paso de las horas, la tensión aumentó.

Durante la madrugada, cuando el velorio quedó reducido a un grupo aún más pequeño, comenzaron a ocurrir cosas que nadie se atrevió a comentar en voz alta.

Una prima cercana notó que al acercarse a la taud, los ojos de Abraham Quintanilla parecían reflejar la luz de una forma extraña.

No era un reflejo normal, dijo después.

Era un brillo tenue que aparecía y desaparecía.

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Varias personas afirmaron lo mismo.

Al mirarlo fijamente, juraron ver como ese brillo surgía en sus ojos cerrados, como si algo detrás de los párpados reaccionara a la presencia de quienes lo observaban.

Y luego, de pronto, el brillo se apagaba por completo.

Algunos retrocedieron, otros se persignaron.

Nadie dijo nada.

Un sobrino temblando tomó su teléfono celular y grabó unos segundos.

En el vídeo, según quienes lo vieron después, se distinguía una sombra oscura alrededor de la tud.

No estaba fija, parecía rodearlo lentamente como si lo vigilara.

El vídeo nunca se difundió públicamente, pero quienes lo presenciaron aseguran que no era un error de luz ni un reflejo.

Eso no estaba ahí antes dijo uno de ellos.

La explicación más repetida fue emocional.

Muchos quisieron creer que se trataba de Selena acompañando a su padre en ese último tránsito.

Una presencia protectora, un adiós, una despedida que la vida no les permitió tener en su momento.

Pero no todos pudieron aferrarse a esa idea.

Otros más perturbados comenzaron a pensar que aquello no tenía nada de amor ni de consuelo, que si algo se manifestaba allí no era benigno, que había una energía distinta, algo que no encajaba con un velorio común.

Los días siguientes al velatorio, el silencio se mantuvo.

Nadie habló con la prensa, nadie hizo publicaciones.

Sin embargo, la información empezó a filtrarse poco a poco, como siempre ocurre con los secretos demasiado grandes para permanecer enterrados.

Fue entonces cuando surgió el testimonio que heló la sangre de todos.

Un amigo íntimo de la familia presente durante una de las últimas vigilias afirmó que Abraham Quintanilla abrió y cerró los ojos.

No de forma brusca, no como un espasmo evidente.

Fue un movimiento lento, casi imperceptible, pero suficiente para que quienes lo vieron quedaran paralizados.

Lo miré fijamente y sentí que me estaba devolviendo la mirada, habría dicho, según fuentes cercanas.

Otros confirmaron haber notado movimientos sutiles en el rostro, en las manos, pequeños gestos que no podían explicar con facilidad.

Para algunos eran reacciones del cuerpo, para otros algo mucho más inquietante.

Nadie gritó.

Nadie llamó a un médico, nadie hizo preguntas.

El miedo fue más fuerte que la curiosidad.

Todos entendieron que aquello no debía hacerse público, que no debía convertirse en un espectáculo.

Se impuso un pacto tácito de silencio.

Un acuerdo no hablado entre quienes estuvieron allí.

Esto no pasó.

Pero entonces ocurrió lo que muchos aún temen contar.

En pleno velorio, ante varios testigos, Abraham Quintanilla se movió.

No fue un simple espasmo, no fue un temblor aislado, fue un movimiento que obligó a retroceder a más de uno, que provocó gritos ahogados, que dejó a varias personas llorando de pánico, algo que hasta hoy algunos se niegan a describir con detalle.

Eso sucedió días atrás.

Durante todo ese tiempo, nadie habló, nadie denunció, nadie explicó.

Sin embargo, con el paso de los días, las versiones comenzaron a salir a la luz, primero en susurros, luego en confidencias, finalmente como una filtración inevitable.

Amigos, familiares y allegados empezaron a contar el terrible suceso que marcó para siempre aquel velorio en secreto.

Y lo peor es que eso solo fue el comienzo, el movimiento que congeló a todos los presentes.

El aire en el salón del velorio se volvió espeso, casi irrespirable.

Eran cerca de las 3 de la madrugada cuando ocurrió aquello que nadie hasta hoy ha podido explicar con certeza.

El cuerpo de Abraham Quintanilla, inmóvil durante horas, pareció moverse por sí solo.

No fue un temblor de la madera, no fue un viento repentino, no fue producto del cansancio o la imaginación, fue un movimiento real, visible, innegable.

Una de las asistentes, una tía lejana, soltó un grito tan agudo que hizo que todos se giraran al instante.

Se movió, alcanzó a decir antes de taparse la boca con ambas manos.

Algunos la callaron de inmediato pensando que deliraba, pero no era la única que lo había visto.

El cuerpo de Abraham, vestido con un traje oscuro impecable, movió lentamente su mano derecha, como si intentara alcanzar algo.

El sonido del roce del tejido del traje contra la tela del atau de lo a todos los presentes.

Nadie respiraba, nadie se movía.

Fue un instante eterno.

Luego el silencio.

El sacerdote que había sido invitado a ofrecer una última oración se quedó petrificado.

Intentó acercarse, pero sus piernas no respondían.

“Pudo ser una reacción postmortem”, murmuró intentando calmar a los demás, pero su voz temblaba tanto que nadie le creyó.

Una vecina que estaba en la última fila aseguró que vio como el rostro de Abraham cambió levemente de expresión.

juró que su mandíbula se tensó que sus labios se apretaron por un segundo.

Otros dijeron que fue la luz, que el reflejo de las velas jugó una mala pasada, pero algo en el ambiente les decía que no era solo eso.

Los rumores sobre una presencia en el lugar crecieron con fuerza.

Una sombra alta, más oscura que la noche misma, parecía recorrer los rincones del salón.

Unos decían que era Selena que había vuelto para guiar a su padre en el tránsito hacia la eternidad.

Otros aseguraban que no, que aquello no era humano.

“Yo vi claramente como una silueta se detuvo detrás de la taut”, declaró un amigo de la familia después.

Era como si alguien lo estuviera vigilando, pero cuando intenté enfocar bien, ya no había nada.

El miedo se apoderó de todos.

Varias personas salieron del salón, algunas llorando, otras rezando, otras simplemente sin poder pronunciar palabra.

Dentro solo quedaron los más cercanos, aquellos que se negaban a creer que lo que veían era real.

Una enfermera jubilada, familiar lejana de los Quintanilla, se ofreció a revisar el cuerpo.

Con manos temblorosas se acercó lentamente tocando el borde del ataud.

Es imposible, murmuraba una y otra vez.

Esto no puede estar pasando.

Cuando se inclinó sobre él, notó algo que la dejó sin aliento.

La piel de Abraham no estaba fría, no como debería estarlo después de tantos días.

Tenía una temperatura tibia casi humana.

Retrocedió de inmediato, mirando al resto con ojos desorbitados.

No puede ser.

Su cuerpo no está rígido.

El silencio volvió a invadir el lugar.

Solo se escuchaba el tic tac del reloj colgado en la pared.

Afuera, la lluvia comenzaba a caer fina y constante, como si el cielo también estuviera de luto.

Uno de los hijos de Abraham se acercó.

Entonces, miró el rostro de su padre durante varios segundos.

Algo dentro de él le decía que debía cerrar el ataut de una vez, pero no pudo hacerlo.

En su interior, una voz quizá de culpa, quizá de esperanza, le susurraba que no debía tener miedo.

Pero la calma duró poco.

De repente, el cuerpo hizo un leve sonido, un gemido apenas audible, como el aire escapando de un pecho.

Algunos dieron un salto hacia atrás, otros gritaron.

El sacerdote dejó caer el crucifijo que sostenía entre las manos.

Una vela cayó al suelo y la llama crepitó contra la madera.

El hijo de Abraham retrocedió pálido, sin saber si llorar o rezar.

“Papá”, alcanzó a decir, pero su voz se quebró antes de pronunciar el resto.

El ataud comenzó a vibrar ligeramente.

Las flores que lo rodeaban temblaban.

Algunos testigos aseguraron que el cuerpo de Abraham abrió los ojos, aunque otros lo negaron de inmediato, pero los que lo vieron lo juran hasta hoy.

Sus ojos se abrieron y dentro de ellos brilló un reflejo azulado inexplicable.

“No eran sus ojos”, dijo una mujer al borde del llanto.

No eran los mismos ojos que tenía en vida.

Los asistentes comenzaron a correr.

Varios salieron del salón tropezando con las sillas, derramando café, llorando.

Los más valientes intentaron cerrar el atau, pero la tapa se trabó como si algo desde adentro lo mantuviera bloqueado.

Fue entonces cuando ocurrió el hecho que marcó la madrugada.

Una cámara de seguridad del lugar instalada por precaución días antes captó un movimiento sutil dentro de la tud.

un leve alzamiento, un cambio de posición.

La grabación, según fuentes cercanas, fue eliminada minutos después a pedido expreso de la familia.

Pero algunos trabajadores del lugar, antes de borrarla alcanzaron a verla.

Se movió.

No fue un reflejo ni un error de cámara.

Se movió, dijo uno de ellos negando con la cabeza.

Y nadie quiere hablar de eso.

A la mañana siguiente, todo rastro del suceso había desaparecido.

El salón fue limpiado, las flores fueron cambiadas, el ataud sellado con discreción, pero los que estuvieron allí aseguran que incluso sellado el cuerpo parecía respirar.

Un olor extraño metálico comenzó a impregnar el ambiente.

No era olor a flores marchitas ni a cera derretida.

 

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