Noticia: confesiones estremecedoras del
sexto capturado por el atentado a Miguel

Uribe Turbay. Me ofrecieron 10 m000ones,
pero no sabía que era un senador. La
investigación por el atentado contra
Miguel Uribe Turbay ha dado un giro
determinante. Las más recientes

confesiones del sexto capturado Cristian
Camilo González Ardila, no solo
confirman lo que muchos ciudadanos
sospechaban, sino que exponen con
crudeza la mecánica de una organización

criminal que operó con precisión
quirúrgica. El conductor que nunca
imaginó en qué estaba metido, en la
mente de Cristian Camilo González
Ardila, lo que comenzó como una vuelta

más en el mundo del crimen callejero,
terminó siendo una de las jugadas más
oscuras en la política nacional
reciente. Él no apretó el gatillo, no
planificó el crimen, no conocía en

detalle el trasfondo de lo que se
tramaba, pero sí se convirtió en una
ficha clave dentro del tablero. Y lo más
alarmante no es su rol, sino la
naturalidad con la que lo asumió.
González no era un improvisado. Se movía

con soltura entre barrios del sur de
Bogotá, acostumbrado a manejar la moto
en misiones que, aunque clandestinas,
nunca rozaban las esferas del poder.
Pero esa mañana, cuando recibió la

videollamada de Chipi mostrándole al
sicario que debía sacar, no preguntó
mucho, solo pidió que le giraran la
mitad de la plata. Su prioridad no era
quién era la víctima, sino cuánto valía.
Ese detalle frío pero revelador deja
entrever la crudeza con la que muchas
personas, como González, terminan
involucradas en crímenes de alto impacto
sin medir consecuencias. No preguntan,
no analizan, solo ejecutan siempre y
cuando haya dinero. Cristian Camilo,
según su propia confesión, creyó que se
trataba de un ajuste de cuentas entre
bandas. Jamás se le cruzó por la mente
que su función sería facilitar la huida
del sicario que dispararía contra un
senador de la República. Pero ya era
tarde. El crimen se ejecutó, la
confusión reinó y él quedó atrapado
entre el ruido de los disparos y el
clamor de una comunidad que gritabaistas
mataron a Uribe. Ahí entendió que
aquello no era cualquier cosa. Sus
palabras ante la fiscalía no son las de
un hombre inocente, pero sí las de
alguien que se sintió usado, manipulado
y al final traicionado, porque no solo
no le giraron el dinero prometido, sino
que lo lanzaron al abismo sin
advertencia. Él que solo iba a manejar
una moto, terminó expuesto ante los
medios, señalado como parte de una
célula criminal que se atrevió a
desafiar al Estado. Ese sentimiento de
haber sido engañado, más que una excusa,
es una radiografía de cómo opera el
crimen urbano hoy. Reclutan a los de
abajo con promesas rápidas, sin
información clara y los utilizan como
piezas desechables. González no midió el
peso de sus acciones. No pensó que cada
giro de su moto lo acercabas a un
escándalo nacional, ni imaginó que su
testimonio se convertiría en una prueba
clave que revelaría el funcionamiento
interno de una organización criminal.
simplemente obedeció y como muchos
descubrió demasiado tarde que su
silencio tenía precio. Pero su
complicidad, consecuencias, así es como
un motociclista terminó convertido en
testigo, cómplice y protagonista
accidental de un intento de magnicidio.
No porque lo buscara, sino porque, en
sus palabras, le caminé sin saber. Y en
esa confesión quizás está la señal de
alarma más preocupante. Hay muchos más,
como él, listos para montarse en la
próxima moto sin preguntar a quién van a
dejar atrás. La versión que conmocionó a
los fiscales. Si bien Cristian Camilo
González Ardila llegó a la fiscalía sin
esposas, lo que soltó en su
interrogatorio dejó a más de un fiscal
helado, no solo por lo que dijo, sino
por cómo lo dijo. Su tono despreocupado,
su forma de relatar los hechos, como si
hablara de un paseo y su indiferencia
frente a la magnitud del atentado,
dejaron claro que se trataba de alguien
inmerso en un submundo donde el crimen
ya no escandaliza. solo se negocia. Lo
más inquietante fue la estructura de su
relato. González no solo entregó
nombres, reveló jerarquías, dio tiempos,
rutas, cifras y objetivos. Lo suyo no
fue una declaración improvisada ni
producto del miedo. Fue un retrato
organizado de una cadena criminal que
operaba como una empresa desde los que
daban la orden hasta los que ejecutaban
y esperaban pagos que nunca llegaban.
Para los fiscales fue como mirar dentro
del corazón del crimen urbano moderno,
móviles económicos, conexiones políticas
y desprecio total por la vida humana.
González detalló que Chipi y El Viejo
eran los que movían los hilos. Ellos
diseñaron el ataque, eligieron el parque
como escenario y presionaron para que
todo ocurriera ese mismo sábado sin
margen de error. Era un crimen con reloj
y eso es lo que más estremeció a los
investigadores. El nivel de urgencia con
el que se ejecutó todo. ¿Por qué ese
día? ¿Qué había detrás de esa fecha
límite? ¿Qué pasaba si no lo hacían ese
sábado? Ese punto encendió todas las
alarmas. Además, cuando González relató
cómo lo contactaron, cómo lo llamaron
por videollamada y le mostraron al
sicario que debía recoger, los fiscales
entendieron que esto no era una
operación improvisada, era un plan
fríamente calculado, respaldado por
alguien con poder, con recursos y, lo
más preocupante, con influencia sobre
jóvenes dispuestos a matar sin saber ni
por quién ni por qué. Las cifras que se
movieron también sorprendieron. 10,0000
por manejar una moto, 20 si sabía que se
trataba de un senador, como si la vida
tuviera tarifas según el rango del
objetivo. Una lógica criminal que
degrada toda noción de moral y que
expone un mercado oscuro donde los
encargos mortales se cotizan como si
fueran contratos de obra. Pero lo más
duro de digerir para los fiscales no fue
solo el contenido de la confesión, sino
su trasfondo ideológico. Cuando González
sitó a la multitud gritando,
“Ezquierdistas mataron a Uribe.” No solo
repitió una frase callejera, repitió lo
que podría ser el motivo del atentado,
silenciar, intimidar, vengar. Esa
versión dejó de ser solo un testimonio y
se convirtió en una señal de alerta. El
crimen ya no solo responde a códigos
delictivos, sino que empieza a absorber
discursos políticos radicales. Y eso en
un país como Colombia, donde la
violencia ha sido históricamente usada
como herramienta de poder, representa un
retroceso brutal. En resumen, la versión
de González no fue una confesión más,
fue un mapa detallado, una fotografía
sin filtro de cómo se planeó el
atentado, pero también fue un grito de
advertencia para la justicia. Esto no
fue un hecho aislado, fue parte de algo
más grande y si no se actúa con
decisión, el próximo sicario ya podría
estar viendo otra videollamada. Hay
desde cualquier calle del país
videollamadas y amenazas veladas. En el
corazón del testimonio de Cristian
Camilo González Ardila hay una escena
que lo cambia todo, una videollamada. No
fue de una conversación común ni un
simple intercambio de instrucciones. Fue
una pieza audiovisual que dejó al
descubierto el método con el que esta
estructura criminal captaba, amenazaba y
alineaba a sus colaboradores. Y fue
también la primera vez que González vio
cara a cara al joven que se encargaría
de jalar el gatillo. Según su relato,
Chipió desde una camioneta a un muchacho
sentado a su lado. No había nombres, no
hubo explicaciones, solo una orden
envuelta en informalidad callejera. A él
es al que usted va a sacar mañana. Y ese
usted va a sacar no era una solicitud,
era una instrucción velada camuflada
como una tarea más. Pero el mensaje era
claro. Esa persona, ese joven, era el
sicario designado para ejecutar la
vuelta más arriesgada de su carrera. La
videollamada no fue solo una
presentación, fue una forma de presión.
González lo supo de inmediato. Por eso,
antes de comprometerse, intentó
establecer un límite. Primero, mándeme
la mitad de la plata a una cuenta para
yo caminarle, pero del otro lado,
silencio. Chipi colgó la llamada sin
responder, como quien deja claro que ya
no hay espacio para negociar, solo para
obedecer. Ese detalle, esa falta de
respuesta fue en sí misma una amenaza,
no verbal, pero sí estructural, una
forma de decir, “Ya estás metido, no
necesitas saber más.” Ahí es donde los
fiscales vieron lo más grave. La
operación criminal no solo usaba a
jóvenes como sicarios, sino que
establecía vínculos asimétricos,
verticales y peligrosamente efectivos
con quienes les brindaban apoyo.
González no tuvo margen de maniobra. Le
mostraron al asesino, le dieron una
orden y lo dejaron colgando entre la
presión del silencio y la promesa de un
dinero que nunca llegó. Esa videollamada
revela mucho más que una conversación es
la prueba de que este atentado fue
articulado, organizado y deliberadamente
silencioso. Chipi, como emisario directo
de quienes daban las órdenes más arriba,
actuó como puente entre los cerebros y
los brazos ejecutores. Y ese joven, el
sicario que terminó disparando contra el
senador, fue presentado casi como
mercancía, como una herramienta más
despojada de identidad o historia. Lo
más crudo de esta parte del testimonio
es que deja en evidencia cómo se
reclutan y movilizan estos jóvenes sin
emoción, sin contexto y con una
normalización absoluta de la violencia.
La imagen de un sicario sentado en una
camioneta esperando instrucciones
muestra la descomposición de un entorno
donde matar se convierte en una
transacción y esa transacción tiene
precio. 10 millones de pesos por manejar
una moto, 20 si el objetivo es un
senador. Pero el dinero como siempre no
llegó, porque en estos círculos
criminales la vida de los colaboradores
como la del propio González vale poco o
nada. Solo sirven mientras cumplen su
función. Después quedan expuestos,
traicionados o, en el mejor de los
casos, capturados. La videollamada fue
más que un punto de contacto, fue un
símbolo de cómo opera una organización
criminal que mezcla la frialdad
tecnológica con la vieja lógica del
terror, que muestra al sicario como si
fuera parte de un catálogo y que
convierte a sus cómplices en piezas
descartables. Todo eso quedó encapsulado
en ese momento, en esa pantalla, en esa
orden no dicha, pero obligatoria. Y al
final, como lo confirmó la propia
confesión, no hubo negociación, no hubo
dinero y tampoco hubo escapatoria,
porque cuando el crimen es vertical y el
silencio pesa más que la plata, todos,
incluso los que solo iban a sacar,
terminan pagando las consecuencias,
ignorancia o estrategia. González
insiste en que no sabía que se trataba
de un senador. Yo pedí 10 millones, pero
si hubiera sabido que era un senador,
habría pedido 20. Esta afirmación, más
allá de su frialdad, revela como el
crimen en Colombia ya opera con tarifas
y jerarquías. Su confesión desnuda una
dura realidad. Hay quienes están
dispuestos a participar en hechos
gravísimos mientras el dinero les llegue
a tiempo. Pero en este caso ni siquiera
alcanzó a recibir un adelanto. Según su
versión, esa fue la razón por la que se
desentendió del plan, aunque igualmente
terminó implicado. alias el Costeño. El
cerebro de la operación José Arteaga
Hernández, alias el costeño, señalado
como autor intelectual del atentado, ya
había sido capturado días atrás, pero
con esta nueva confesión se refuerza la
hipótesis de que él fue quien orquestó
desde la distancia cada paso del crimen.
Kippi, uno de sus más cercanos, obedecía
órdenes de alto nivel, lo que demuestra
que no se trató de un ataque espontáneo,
sino de un acto premeditado, calculado y
políticamente cargado. La gente no está
equivocada. El país exige justicia. Las
voces que gritaron malparidos
izquierdistas mataron a Uribe no
nacieron del fanatismo, sino de una
percepción compartida por millones de
ciudadanos que sienten que ciertos
sectores extremistas están dispuestos a
todo, incluso a quitar la vida de un
líder político para callar ideas
contrarias. La confesión de Cristian
González le da la razón a la calle, a
los ciudadanos que no se dejaron engañar
por teorías absurdas. Hoy el relato del
motociclista prueba que hay una
estructura criminal con móviles
ideológicos y tácticas de guerra urbana.
Negociación a la vista. Como en muchos
casos en Colombia, González espera
obtener beneficios judiciales. Buscará
negociar con la fiscalía bajo un
principio de oportunidad o un
preacuerdo, pero eso no borra su rol
dentro del atentado ni la gravedad de
sus palabras. Los ciudadanos exigen que
no haya impunidad, que la justicia actúe
sin contemplaciones y que por una vez el
peso de la ley caiga sin titubeos sobre
quienes atentan contra la democracia. El
testimonio de González no solo revela
detalles técnicos de un crimen contra un
senador, sino que evidencia un país que
está astedo de la violencia disfrazada
de ideología. La ciudadanía no se
equivoca cuando exige respuestas y este
caso, lejos de cerrarse, apenas comienza
a mostrar la dimensión de una red que
mezcla crimen, política y cobardía.
Yeah.