🚨🩸📱 “El sexto hombre abre la boca y el país se congela: videollamadas con el sicario, órdenes fantasma, pagos que nunca llegaron y la mano invisible tras el atentado a Miguel Uribe Turbay — “No era un favor, era un reloj de muerte” — así opera la red que mezcla ideología, miedo y tecnología” 😱🎯🕷️

Noticia: confesiones estremecedoras del

sexto capturado por el atentado a Miguel

Uribe Turbay. Me ofrecieron 10 m000ones,

pero no sabía que era un senador. La

investigación por el atentado contra

Miguel Uribe Turbay ha dado un giro

determinante. Las más recientes

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confesiones del sexto capturado Cristian

Camilo González Ardila, no solo

confirman lo que muchos ciudadanos

sospechaban, sino que exponen con

crudeza la mecánica de una organización

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criminal que operó con precisión

quirúrgica. El conductor que nunca

imaginó en qué estaba metido, en la

mente de Cristian Camilo González

Ardila, lo que comenzó como una vuelta

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más en el mundo del crimen callejero,

terminó siendo una de las jugadas más

oscuras en la política nacional

reciente. Él no apretó el gatillo, no

planificó el crimen, no conocía en

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detalle el trasfondo de lo que se

tramaba, pero sí se convirtió en una

ficha clave dentro del tablero. Y lo más

alarmante no es su rol, sino la

naturalidad con la que lo asumió.

González no era un improvisado. Se movía

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con soltura entre barrios del sur de

Bogotá, acostumbrado a manejar la moto

en misiones que, aunque clandestinas,

nunca rozaban las esferas del poder.

Pero esa mañana, cuando recibió la

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videollamada de Chipi mostrándole al

sicario que debía sacar, no preguntó

mucho, solo pidió que le giraran la

mitad de la plata. Su prioridad no era

quién era la víctima, sino cuánto valía.

Ese detalle frío pero revelador deja

entrever la crudeza con la que muchas

personas, como González, terminan

involucradas en crímenes de alto impacto

sin medir consecuencias. No preguntan,

no analizan, solo ejecutan siempre y

cuando haya dinero. Cristian Camilo,

según su propia confesión, creyó que se

trataba de un ajuste de cuentas entre

bandas. Jamás se le cruzó por la mente

que su función sería facilitar la huida

del sicario que dispararía contra un

senador de la República. Pero ya era

tarde. El crimen se ejecutó, la

confusión reinó y él quedó atrapado

entre el ruido de los disparos y el

clamor de una comunidad que gritabaistas

mataron a Uribe. Ahí entendió que

aquello no era cualquier cosa. Sus

palabras ante la fiscalía no son las de

un hombre inocente, pero sí las de

alguien que se sintió usado, manipulado

y al final traicionado, porque no solo

no le giraron el dinero prometido, sino

que lo lanzaron al abismo sin

advertencia. Él que solo iba a manejar

una moto, terminó expuesto ante los

medios, señalado como parte de una

célula criminal que se atrevió a

desafiar al Estado. Ese sentimiento de

haber sido engañado, más que una excusa,

es una radiografía de cómo opera el

crimen urbano hoy. Reclutan a los de

abajo con promesas rápidas, sin

información clara y los utilizan como

piezas desechables. González no midió el

peso de sus acciones. No pensó que cada

giro de su moto lo acercabas a un

escándalo nacional, ni imaginó que su

testimonio se convertiría en una prueba

clave que revelaría el funcionamiento

interno de una organización criminal.

simplemente obedeció y como muchos

descubrió demasiado tarde que su

silencio tenía precio. Pero su

complicidad, consecuencias, así es como

un motociclista terminó convertido en

testigo, cómplice y protagonista

accidental de un intento de magnicidio.

No porque lo buscara, sino porque, en

sus palabras, le caminé sin saber. Y en

esa confesión quizás está la señal de

alarma más preocupante. Hay muchos más,

como él, listos para montarse en la

próxima moto sin preguntar a quién van a

dejar atrás. La versión que conmocionó a

los fiscales. Si bien Cristian Camilo

González Ardila llegó a la fiscalía sin

esposas, lo que soltó en su

interrogatorio dejó a más de un fiscal

helado, no solo por lo que dijo, sino

por cómo lo dijo. Su tono despreocupado,

su forma de relatar los hechos, como si

hablara de un paseo y su indiferencia

frente a la magnitud del atentado,

dejaron claro que se trataba de alguien

inmerso en un submundo donde el crimen

ya no escandaliza. solo se negocia. Lo

más inquietante fue la estructura de su

relato. González no solo entregó

nombres, reveló jerarquías, dio tiempos,

rutas, cifras y objetivos. Lo suyo no

fue una declaración improvisada ni

producto del miedo. Fue un retrato

organizado de una cadena criminal que

operaba como una empresa desde los que

daban la orden hasta los que ejecutaban

y esperaban pagos que nunca llegaban.

Para los fiscales fue como mirar dentro

del corazón del crimen urbano moderno,

móviles económicos, conexiones políticas

y desprecio total por la vida humana.

González detalló que Chipi y El Viejo

eran los que movían los hilos. Ellos

diseñaron el ataque, eligieron el parque

como escenario y presionaron para que

todo ocurriera ese mismo sábado sin

margen de error. Era un crimen con reloj

y eso es lo que más estremeció a los

investigadores. El nivel de urgencia con

el que se ejecutó todo. ¿Por qué ese

día? ¿Qué había detrás de esa fecha

límite? ¿Qué pasaba si no lo hacían ese

sábado? Ese punto encendió todas las

alarmas. Además, cuando González relató

cómo lo contactaron, cómo lo llamaron

por videollamada y le mostraron al

sicario que debía recoger, los fiscales

entendieron que esto no era una

operación improvisada, era un plan

fríamente calculado, respaldado por

alguien con poder, con recursos y, lo

más preocupante, con influencia sobre

jóvenes dispuestos a matar sin saber ni

por quién ni por qué. Las cifras que se

movieron también sorprendieron. 10,0000

por manejar una moto, 20 si sabía que se

trataba de un senador, como si la vida

tuviera tarifas según el rango del

objetivo. Una lógica criminal que

degrada toda noción de moral y que

expone un mercado oscuro donde los

encargos mortales se cotizan como si

fueran contratos de obra. Pero lo más

duro de digerir para los fiscales no fue

solo el contenido de la confesión, sino

su trasfondo ideológico. Cuando González

sitó a la multitud gritando,

“Ezquierdistas mataron a Uribe.” No solo

repitió una frase callejera, repitió lo

que podría ser el motivo del atentado,

silenciar, intimidar, vengar. Esa

versión dejó de ser solo un testimonio y

se convirtió en una señal de alerta. El

crimen ya no solo responde a códigos

delictivos, sino que empieza a absorber

discursos políticos radicales. Y eso en

un país como Colombia, donde la

violencia ha sido históricamente usada

como herramienta de poder, representa un

retroceso brutal. En resumen, la versión

de González no fue una confesión más,

fue un mapa detallado, una fotografía

sin filtro de cómo se planeó el

atentado, pero también fue un grito de

advertencia para la justicia. Esto no

fue un hecho aislado, fue parte de algo

más grande y si no se actúa con

decisión, el próximo sicario ya podría

estar viendo otra videollamada. Hay

desde cualquier calle del país

videollamadas y amenazas veladas. En el

corazón del testimonio de Cristian

Camilo González Ardila hay una escena

que lo cambia todo, una videollamada. No

fue de una conversación común ni un

simple intercambio de instrucciones. Fue

una pieza audiovisual que dejó al

descubierto el método con el que esta

estructura criminal captaba, amenazaba y

alineaba a sus colaboradores. Y fue

también la primera vez que González vio

cara a cara al joven que se encargaría

de jalar el gatillo. Según su relato,

Chipió desde una camioneta a un muchacho

sentado a su lado. No había nombres, no

hubo explicaciones, solo una orden

envuelta en informalidad callejera. A él

es al que usted va a sacar mañana. Y ese

usted va a sacar no era una solicitud,

era una instrucción velada camuflada

como una tarea más. Pero el mensaje era

claro. Esa persona, ese joven, era el

sicario designado para ejecutar la

vuelta más arriesgada de su carrera. La

videollamada no fue solo una

presentación, fue una forma de presión.

González lo supo de inmediato. Por eso,

antes de comprometerse, intentó

establecer un límite. Primero, mándeme

la mitad de la plata a una cuenta para

yo caminarle, pero del otro lado,

silencio. Chipi colgó la llamada sin

responder, como quien deja claro que ya

no hay espacio para negociar, solo para

obedecer. Ese detalle, esa falta de

respuesta fue en sí misma una amenaza,

no verbal, pero sí estructural, una

forma de decir, “Ya estás metido, no

necesitas saber más.” Ahí es donde los

fiscales vieron lo más grave. La

operación criminal no solo usaba a

jóvenes como sicarios, sino que

establecía vínculos asimétricos,

verticales y peligrosamente efectivos

con quienes les brindaban apoyo.

González no tuvo margen de maniobra. Le

mostraron al asesino, le dieron una

orden y lo dejaron colgando entre la

presión del silencio y la promesa de un

dinero que nunca llegó. Esa videollamada

revela mucho más que una conversación es

la prueba de que este atentado fue

articulado, organizado y deliberadamente

silencioso. Chipi, como emisario directo

de quienes daban las órdenes más arriba,

actuó como puente entre los cerebros y

los brazos ejecutores. Y ese joven, el

sicario que terminó disparando contra el

senador, fue presentado casi como

mercancía, como una herramienta más

despojada de identidad o historia. Lo

más crudo de esta parte del testimonio

es que deja en evidencia cómo se

reclutan y movilizan estos jóvenes sin

emoción, sin contexto y con una

normalización absoluta de la violencia.

La imagen de un sicario sentado en una

camioneta esperando instrucciones

muestra la descomposición de un entorno

donde matar se convierte en una

transacción y esa transacción tiene

precio. 10 millones de pesos por manejar

una moto, 20 si el objetivo es un

senador. Pero el dinero como siempre no

llegó, porque en estos círculos

criminales la vida de los colaboradores

como la del propio González vale poco o

nada. Solo sirven mientras cumplen su

función. Después quedan expuestos,

traicionados o, en el mejor de los

casos, capturados. La videollamada fue

más que un punto de contacto, fue un

símbolo de cómo opera una organización

criminal que mezcla la frialdad

tecnológica con la vieja lógica del

terror, que muestra al sicario como si

fuera parte de un catálogo y que

convierte a sus cómplices en piezas

descartables. Todo eso quedó encapsulado

en ese momento, en esa pantalla, en esa

orden no dicha, pero obligatoria. Y al

final, como lo confirmó la propia

confesión, no hubo negociación, no hubo

dinero y tampoco hubo escapatoria,

porque cuando el crimen es vertical y el

silencio pesa más que la plata, todos,

incluso los que solo iban a sacar,

terminan pagando las consecuencias,

ignorancia o estrategia. González

insiste en que no sabía que se trataba

de un senador. Yo pedí 10 millones, pero

si hubiera sabido que era un senador,

habría pedido 20. Esta afirmación, más

allá de su frialdad, revela como el

crimen en Colombia ya opera con tarifas

y jerarquías. Su confesión desnuda una

dura realidad. Hay quienes están

dispuestos a participar en hechos

gravísimos mientras el dinero les llegue

a tiempo. Pero en este caso ni siquiera

alcanzó a recibir un adelanto. Según su

versión, esa fue la razón por la que se

desentendió del plan, aunque igualmente

terminó implicado. alias el Costeño. El

cerebro de la operación José Arteaga

Hernández, alias el costeño, señalado

como autor intelectual del atentado, ya

había sido capturado días atrás, pero

con esta nueva confesión se refuerza la

hipótesis de que él fue quien orquestó

desde la distancia cada paso del crimen.

Kippi, uno de sus más cercanos, obedecía

órdenes de alto nivel, lo que demuestra

que no se trató de un ataque espontáneo,

sino de un acto premeditado, calculado y

políticamente cargado. La gente no está

equivocada. El país exige justicia. Las

voces que gritaron malparidos

izquierdistas mataron a Uribe no

nacieron del fanatismo, sino de una

percepción compartida por millones de

ciudadanos que sienten que ciertos

sectores extremistas están dispuestos a

todo, incluso a quitar la vida de un

líder político para callar ideas

contrarias. La confesión de Cristian

González le da la razón a la calle, a

los ciudadanos que no se dejaron engañar

por teorías absurdas. Hoy el relato del

motociclista prueba que hay una

estructura criminal con móviles

ideológicos y tácticas de guerra urbana.

Negociación a la vista. Como en muchos

casos en Colombia, González espera

obtener beneficios judiciales. Buscará

negociar con la fiscalía bajo un

principio de oportunidad o un

preacuerdo, pero eso no borra su rol

dentro del atentado ni la gravedad de

sus palabras. Los ciudadanos exigen que

no haya impunidad, que la justicia actúe

sin contemplaciones y que por una vez el

peso de la ley caiga sin titubeos sobre

quienes atentan contra la democracia. El

testimonio de González no solo revela

detalles técnicos de un crimen contra un

senador, sino que evidencia un país que

está astedo de la violencia disfrazada

de ideología. La ciudadanía no se

equivoca cuando exige respuestas y este

caso, lejos de cerrarse, apenas comienza

a mostrar la dimensión de una red que

mezcla crimen, política y cobardía.

Yeah.

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