Tenía 28 años al morir y esperaba el nacimiento de su hija. El trágico final de un gran cantante

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Bienvenidos.

Escuchar a Nino Bravo es, para millones de seguidores de la música en español, un placer agridulce.

Es un ejercicio de asombro y, simultáneamente, de melancolía.

Al deleitarse con la potencia cristalina de sus bellísimas canciones, es inevitable no sentir una profunda tristeza al recordar las trágicas circunstancias de su muerte; su tan insultantemente corta edad y todo el futuro que tenía por delante.

El 16 de abril de 1973, el mundo de la música en español no solo perdía a una de sus figuras más importantes, sino que asistía al nacimiento de una leyenda imperecedera.

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El cantante español Nino Bravo, cuyo nombre real era Luis Manuel Ferri Llopis, falleció de forma inesperada cuando estaba en el mejor momento de su carrera y en la flor de su vida.

Tenía solamente 28 años.

La tragedia de Nino Bravo es una de esas terribles historias donde todo lo que pudo salir mal, trágicamente, salió mal.

Su figura, hoy magnificada por el tiempo, era la de un gigante con dos caras: la del hombre y la del artista.

Y ambas eran extraordinarias.

Nino Bravo no solo fue conocido por su increíble e inigualable potencia vocal, un don de la naturaleza que rara vez se ha vuelto a escuchar.

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Fue conocido, además, por ser una persona humilde, profundamente trabajadora e incluso, paradójicamente, algo tímido e introvertido.

Su círculo íntimo lo describía como un hombre sencillo de Valencia, apegado a su tierra y a su familia, que casi por accidente se había convertido en el ídolo de masas más grande del país.

Quizás por todo esto es que su historia duele tanto.

Su ascenso fue meteórico, un relámpago que iluminó la España de principios de los 70, y su final fue igual de abrupto: un trueno que cesó en mitad de la tormenta.

Para entender la magnitud de la pérdida, hay que situarse en aquel lunes de abril de 1973.

Nino Bravo no era solo un cantante de éxito; era el epicentro de un fenómeno.

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Canciones como “Te quiero, te quiero”, “Un beso y una flor”, “Noelia” o “Libre” se habían convertido en himnos instantáneos.

Su vozarrón, capaz de llenar estadios sin el esfuerzo aparente que hoy requiere la tecnología, era la banda sonora de un país.

Pero Luis Manuel no se conformaba.

Más allá del intérprete, empezaba a nacer el productor.

Acababa de fundar su propia empresa, “Brani”, un acrónimo formado utilizando las primeras sílabas de su nombre artístico.

Su primer gran proyecto era la producción y representación de un dúo prometedor: “Humo”, formado por Fernando Romero y Miguel Ciaurriz.

Precisamente, el motivo de aquel último viaje era consolidar ese sueño.

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El fatídico 16 de abril, Nino Bravo, acompañado por su amigo y guitarrista José Juesas Francés, y los dos miembros de “Humo”, salieron de Valencia hacia Madrid.

La jornada comenzaba temprano, cerca de las 8 de la mañana.

El objetivo era doble.

Principalmente, acudir al estudio de grabación en la capital para trabajar en el primer álbum del dúo Humo, que sería lanzado próximamente.

Además, Nino también tenía algunos compromisos menores, reuniones rutinarias con su casa disquera, Polydor-Fonogram.

Era un viaje de trabajo, uno más en una agenda que se había vuelto frenética.

Aquí es donde el destino empieza a tejer su red.

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El plan inicial, el más lógico y habitual para una estrella de su calibre, era realizar el viaje de 350 kilómetros en avión.

Sin embargo, en el último momento, se cambió el plan.

Decidieron hacerlo por carretera, en el flamante BMW 2800 blanco de Nino Bravo, un coche potente y nuevo que el cantante había adquirido recientemente.

Las decisiones de aquella mañana se apilarían para crear la tragedia.

En casi la totalidad de los viajes de trabajo de Nino, el conductor oficial había sido su cuñado, Manu Martínez, quien se desempeñaba como su road manager y hombre de confianza.

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Pero aquel día, Manu tenía otras obligaciones ineludibles en Valencia.

Por esa razón, fue Nino Bravo quien se puso al volante la mayor parte del camino.

Tras la muerte de Nino, su cuñado Manu sufrió durante muchos años del devastador “síndrome del superviviente”.

Sufría profundamente al pensar que Nino ocupó el lugar que, por rutina y trabajo, le correspondía a él.

Un asiento que, quizás, habría cambiado la historia.

El viaje transcurrió con normalidad durante las primeras horas.

Tras conducir aproximadamente dos horas, el grupo hizo la parada reglamentaria.

Descansaron y desayunaron en la localidad conquense de Motilla del Palancar.

El ambiente, según recordarían los supervivientes, era relajado, lleno de planes y proyectos.

Cerca de las diez de la mañana, reanudaron el camino.

Faltando diez minutos para las doce del mediodía, en la localidad de Villarrubio, sucedió la tragedia.

El escenario fue el kilómetro 95 de la antigua carretera N-3, la arteria que unía Valencia y Madrid.

En ese tramo específico, la carretera discurría con un peligroso cambio de rasante que dificultaba gravemente la visibilidad, seguido de una curva traicionera hacia la izquierda, justo en la cima de la loma.

Nino conducía el BMW.

Al coronar el cambio de rasante y encontrarse con la curva, algo sucedió.

Las investigaciones y testimonios posteriores nunca aclararon del todo si fue un exceso de velocidad, una distracción momentánea o simplemente las malas condiciones de una vía que no estaba preparada para la potencia de aquel vehículo.

Justo en la curva, Nino dio un volantazo brusco hacia la izquierda y, en un intento desesperado por corregir la trayectoria, otro inmediato hacia la derecha.

Perdió el control del auto.

El BMW blanco salió de la carretera, cogió una cuneta y el automóvil se volcó, dando varias y aparatosas vueltas de campana sobre el terreno irregular.

Cuando el coche al fin se detuvo, convertido en un amasijo de hierros, reinó el caos.

Los ocupantes, llenos de golpes y cortes por los vidrios rotos, salieron como pudieron del vehículo destrozado.

Rápidamente, ayudaron a sacar a Nino, que había llevado la peor parte.

El cantante, según los testigos, se quejaba y pedía ayuda, aunque no estaba del todo consciente como para poder mantener una conversación coherente.

Estaba malherido, pero vivo.

La tragedia se convirtió en una carrera contra el tiempo, una carrera que se perdería por falta de medios.

Casi de inmediato, varios vehículos particulares que pasaban por la carretera se detuvieron para auxiliar.

Nino Bravo y los demás heridos fueron trasladados en estos coches al pueblo más cercano, Tarancón, situado a 13 kilómetros del lugar del accidente.

Allí, ingresaron en un pequeño hospital de monjas, el Hospital de la Merced.

Las intenciones eran buenas, pero los medios, trágicamente insuficientes.

El pequeño centro rural no disponía del equipo adecuado, ni de la sangre, ni de los cirujanos necesarios para salvarle la vida a un politraumatizado de esa gravedad.

Las heridas internas de Nino eran mortales si no se trataban de inmediato.

Madrid, el único lugar con capacidad para salvarlo, estaba demasiado lejos: aún 80 kilómetros de distancia.

Se tomó la decisión desesperada de trasladarlo.

Utilizando la única ambulancia disponible en el pueblo, partieron con urgencia hacia la capital.

Pero la batalla ya estaba perdida.

Cuando faltaba poco para llegar al hospital en Madrid, o quizás justo en el momento de ingresar, Nino Bravo perdió su batalla.

Cuando ingresó oficialmente en el Centro Médico Sanitario Francisco Franco (actual Hospital Gregorio Marañón), ya había fallecido.

De los cuatro ocupantes del vehículo, solamente Nino perdió la vida.

Las heridas de José Juesas y los miembros de “Humo” fueron, en comparación, bastante superficiales.

El análisis forense reveló graves traumatismos en el cráneo, el tórax y el abdomen.

La prensa de la época especuló con que el cantante no llevaba puesto el cinturón de seguridad.

Aunque es posible, es importante notar que en 1973 su uso aún no era obligatorio en España y la costumbre de usarlo era prácticamente inexistente.

La infamia de aquel tramo de carretera quedó marcada para siempre.

La curva en la que el auto se salió de la carretera ya había sido testigo silencioso de varios accidentes mortales.

Años después, el trazado de la N-3 fue rediseñado para disminuir su peligrosidad, convirtiéndose eventualmente en la autovía A-3.

Aunque actualmente aún puede verse parte del pavimento original de aquella “carretera de la muerte”, en el sitio exacto del accidente se colocó un pequeño monumento y una cruz.

Hoy, se ha convertido en un lugar de peregrinaje para los seguidores del cantante, que llegan de todas partes del mundo a dejar flores en el kilómetro 95.

La ironía más cruel de esta historia es que no era el primer aviso.

El destino, o el azar, le había dado a Nino Bravo una advertencia que no fue escuchada.

Tan solo unos pocos meses atrás, en noviembre de 1972, cuando viajaba con sus músicos en su anterior coche, un Mercedes, y realizaba la ruta Valencia-Barcelona, sufrieron un aparatoso accidente.

En aquella ocasión, aunque el auto quedó totalmente destrozado, todos los ocupantes lograron salir con vida, prácticamente ilesos.

Fue un terrible presagio de lo que le deparaba el destino.

La noticia de su muerte cayó como una bomba en España.

El país se paralizó.

Las radios no dejaron de emitir sus canciones, mezcladas con las voces rotas de los locutores que intentaban narrar lo increíble.

Al funeral de Nino Bravo asistieron miles de personas.

Valencia se volcó para darle el último adiós a su hijo más querido.

La imagen que quedó grabada en la retina de todo el país fue la de su viuda, Amparo Martínez Gil.

Amparo estaba embarazada en ese momento, esperando a la segunda hija del matrimonio.

Visiblemente afectada, destrozada por el dolor, como no podía ser de otra manera, lideró el cortejo fúnebre.

Sus familiares temían que el embarazo se pudiera malograr debido al estrés y al trauma de la situación.

De hecho, luego del funeral, Amparo tuvo que ser trasladada por una crisis nerviosa a un centro médico.

Afortunadamente, la situación no pasó a más.

Algunos meses después de la tragedia, nació Eva, la segunda hija de Nino Bravo.

Su primogénita, María Amparo, había nacido cerca de un año atrás.

La viuda de Nino Bravo, Amparo Martínez Gil, demostró una entereza admirable.

Nunca volvió a casarse.

Decidió dedicar su vida a sus hijas y a preservar la memoria de su marido.

Aunque no le gusta aparecer en televisión y mantiene un perfil bajo, agradece siempre el inmenso y gran cariño que el público, décadas después, mantiene intacto por Nino.

Hoy, sus hijas, Eva y Amparo, quienes no pudieron conocer o apenas recordar a su padre, aparecen constantemente en los homenajes y gestionan, junto a su madre, los derechos y demás temas relacionados con la obra de Luis Manuel Ferri Llopis.

Como cantante, Nino Bravo sigue más vivo que nunca.

Su poderosa voz, aquel trueno perfectamente afinado, continúa vigente a casi 50 años de su fallecimiento.

Es un fenómeno único: las nuevas generaciones lo descubren y caen rendidas ante una calidad vocal que trasciende modas y épocas.

El 16 de abril de 1973, un coche volcó en Villarrubio y un hombre de 28 años murió.

Pero en ese mismo instante, la leyenda de Nino Bravo se volvió inmortal.

Su voz se liberó de las ataduras del tiempo, y como en su canción más profética, comenzó a volar “libre, como el sol cuando amanece”.

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