La noche era tan profunda que parecía tragarse la carretera.
No había luna, no había estrellas, apenas un par de luces lejanas que se perdían entre las sombras.
En medio de ese silencio inquietante avanzaba un Cadillac color rojo, impecable, brillando bajo la oscuridad.
Dentro iba Sergio Vega, el Shaka, y a su lado su asistente de confianza, Sergio Montiel.
No escuchaban música, no hablaban demasiado, solo se oía el motor estable y la sensación difícil de explicar de que algo no estaba del todo bien.
Mientras tanto, a cientos de kilómetros, Ana Luisa Gómez, su manager, cenaba en Monterrey junto a un grupo de amigos.
Era una noche normal, tranquila, sin nada fuera de lo común, hasta que su teléfono vibró.
En la pantalla apareció el nombre de Sergio.
Ella atendió relajada.
Conocía a Sergio.
Sabía sus bromas.
Sabía que a veces exageraba pequeñas cosas solo para hacerla reír.
Pero aquella vez no había risa en su voz.
“Ana, Ana, ¿me escuchas?”
“Sí, Sergio, dime.”
“Me siguen. Me vienen siguiendo.”
“¿Quién te sigue?”
“No sé, una camioneta.
Si freno, frenan.
Si acelero, aceleran.
No me dejan avanzar.”
En ese segundo, Ana se levantó de la mesa.
Su instinto le dijo que lo que venía escuchando era real.
Del otro lado del teléfono se oían sonidos extraños.
El motor acelerando más fuerte, los nervios en la respiración de Sergio.
Un ruido seco como si algo hubiera golpeado la parte trasera del auto.
Ana pidió ayuda a quienes estaban con ella.
Todos empezaron a llamar a contactos: policías, personas conocidas, cualquiera que pudiera hacer algo.
Pero entonces ocurrió lo que nadie esperaba.
Primero un estallido, después otro y luego una serie de sonidos rápidos, fuertes, secos, claramente impactos.
Ana abrió los ojos con horror.
Escuchó cristales rompiéndose, el motor forzado, un grito entrecortado y finalmente un golpe brusco.
Después, silencio absoluto.
Aquel instante fue el inicio del fin.
“Ana, no estés jugando.”
Y él dijo, “Ana, me están persiguiendo, ayúdame.”
Ana recordó cómo se sentía su voz, desesperada.
“Me vienen persiguiendo.
Me están tirando.”
Se oía desesperado, asustado.
Pero para entender por qué Sergio terminó esa noche en una carretera oscura, perseguido y sin protección, hay que volver atrás.
El Shaka no apareció de un día para otro.
Fue una historia de esfuerzo, pobreza, talento, dolor, triunfo, caídas y resurrecciones.
Nació en 1969 en Ciudad Obregón, Sonora, literalmente al aire libre bajo un árbol asistido por una partera.
Era el octavo de 13 hermanos.
Desde niño mostró una obsesión natural por crear ritmos y música usando cualquier objeto a mano.
A los 19 años emigró a Estados Unidos buscando oportunidades.
En Phoenix, junto a sus hermanos, formó Los Hermanos Vega, tocando en bares, fiestas y donde pudieran.
Tuvieron que empezar desde cero, pero su carisma ya destacaba.
En 1994 regresaron a México como los reyes del norte, logrando fama regional.
Con el tiempo, todos veían lo inevitable.
Sergio tenía el brillo de solista y el tiempo así lo terminó demostrando.
A inicios de los 2000, mientras su carrera crecía, su vida personal se deterioraba.
El desgaste, la presión y los excesos lo llevaron a fallar una prueba antidoping en Estados Unidos.
Ese error lo dejó fuera del país y lo hizo perder años de trabajo y planes.
Fue su punto más bajo.
“Me hicieron un antidoping y me salió droga en la sangre y yo era una persona inelegible para estar en Estados Unidos legalmente.”
Pero Sergio se recuperó, dejó los excesos y se enfocó nuevamente en su carrera.
En 2006 regresó con más fuerza, llegando a ganar incluso premios Billboard.
Además, se alejó de los narcocorridos debido al ambiente riesgoso que rodeaba al género y se enfocó más en temas románticos.
Aquello fue un acierto, ya que volvió a encabezar listas y se consolidó como una voz muy querida.
Su vida sentimental siempre fue intensa y complicada.
Se estima que tuvo nada más y nada menos que 18 hijos, a quienes él mismo decía que amaba profundamente.
Fue un hombre que jamás expuso sus relaciones.
La familia era su refugio privado.
El único hijo conocido públicamente fue Sergio Vega Junior, que siguió el rumbo de su padre en el mundo de la música.
Mientras tanto, el mundo del regional mexicano se volvía cada vez más peligroso.
Ataques, amenazas y tensiones crecientes.
Sergio se mantenía reservado, pero las personas cercanas notaban que ya no vivía con la misma tranquilidad.
Ese ambiente turbio rodeaba a todos y tarde o temprano lo terminó alcanzando.
El Cadillac color rojo avanzaba a un ritmo constante, pero algo en el ambiente se había vuelto distinto.
Sergio ya no estaba relajado.
Miraba los espejos con más frecuencia.
Respiraba un poco más rápido.
Movía los dedos contra el volante como intentando liberar tensión.
No era paranoia, era experiencia.
Durante los últimos meses había recibido señales que prefería no comentar en público.
El ambiente en el regional mexicano estaba cambiando.
Desde la caída de varios líderes criminales, diferentes grupos se disputaban territorio y control.
Los bailes, que antes eran solo lugares para cantar y convivir con el público, comenzaban a convertirse en escenarios donde se mezclaban intereses, presencias incómodas y silencios tensos.
Lo que pasaba en las calles empezaba a reflejarse en los escenarios y aunque Sergio no cantaba corridos alusivos, eso no lo dejaba completamente fuera del riesgo.
Los rumores decían que en los meses previos al ataque, Sergio había recibido indirectas.
“Mejor no vengas a tal presentación.
Ese baile está caliente.”
Nunca amenazas directas, nunca mensajes claros.
Pero quienes viven en ese ambiente saben distinguir una advertencia disfrazada.
Además, circulaba otra versión que Sergio había sido confundido con otra persona.
Un hombre buscado por un grupo criminal viajaba en un vehículo muy similar al Cadillac rojo del Shaka.
El color, el modelo, incluso la ruta coincidían con la del sospechoso.
Para algunos, la teoría de la confusión fue la explicación más probable.
Otra teoría decía lo contrario, que el ataque no fue casual, que ciertos grupos no aprobaban a artistas que seguían trabajando en zonas donde había tensiones internas.
No porque el artista estuviera involucrado, sino porque su presencia podía interpretarse como una preferencia o alianza.
Y un tercer rumor afirmaba algo más personal, que días antes Sergio había rechazado una presentación privada.
No porque no quisiera, sino porque su agenda estaba llena.
Pero en ese ambiente, un “no puedo” a veces no se interpreta como debería.
Como si esto no fuera suficiente, las declaraciones de Edgar Valdés Villarreal, alias La Barbie, sumaron aún más intriga al caso.
“¿De algún cantante que usted sepa que mató algún rival porque no tocó para ellos?”
Pero presta atención a esto porque en breve hablaremos bien de quiénes pudieron haber sido los atacantes y cuál fue el motivo.
Aquella noche, cuando la camioneta blanca apareció detrás de su Cadillac, todo lo que había ignorado, minimizado o guardado silencio, de pronto cobró sentido.
Primero fue una sensación, luego una sospecha y después una certeza.
No estaban ahí por casualidad.
La camioneta se mantenía a la misma distancia, copiando cada movimiento como si estuviera anclada a su parachoques.
Sergio intentó cambiar de carril, ellos también.
Aceleró y ellos aceleraron.
Frenó un poco y ellos frenaron.
“Montiel, esto no es normal”, dijo en voz baja.
El asistente asintió sin mirar.
También lo sentía.
Sergio conocía la carretera.
Sabía que el siguiente punto seguro era el peaje, donde siempre había policías.
Si lograba llegar hasta ahí, tal vez tendría una oportunidad.
Por eso decidió llamar primero a la policía, pero nadie contestó.
Entonces llamó a Ana Luisa.
Lo que pasó después quedó marcado para siempre en aquella llamada.
Mientras hablaba con ella, mientras pedía ayuda, mientras intentaba explicar lo que ocurría, la camioneta blanca dio su primer movimiento agresivo, un golpe en la parte trasera del Cadillac, lo suficientemente fuerte para desestabilizar, lo suficientemente claro para confirmar que no era un simple juego de carretera.
Sergio aceleró desesperado.
Quería llegar al peaje.
Quería llegar a un sitio iluminado.
Pero antes de lograrlo, un camión atravesado bloqueó el paso.
Demasiado perfecto, demasiado oportuno, demasiado coordinado para ser casualidad.
El Cadillac frenó de golpe.
La camioneta blanca los alcanzó por el costado y entonces comenzó el ataque.
Los primeros impactos atravesaron la carrocería como golpes de hierro.
El sonido retumbó dentro del vehículo, rebotando contra los cristales que empezaron a astillarse.
Montiel gritó llevándose la mano al cuello mientras Sergio intentaba controlar el volante.
El auto se fue de lado, chocó contra un poste, rompió una cerca y terminó adentrándose entre arbustos.
El polvo levantado lo cubrió todo.
El motor se apagó.
El silencio se hizo pesado.
Sergio, herido y consciente, sabía que los atacantes volverían hacia el vehículo para asegurarse de que nadie quedara vivo.
Entonces tomó la decisión que cambiaría el destino de su acompañante.
“Corre, vete, vete ya, no mires atrás.”
Montiel no quería dejarlo, pero Sergio lo ordenó con la poca fuerza que le quedaba.
Finalmente obedeció y se internó entre los matorrales.
Aquella decisión le salvó la vida.
Los atacantes se acercaron al Cadillac, completaron su objetivo y desaparecieron entre la oscuridad.
Minutos después, la carretera volvió a quedar vacía, como si nada hubiera ocurrido, como si la noche se tragara toda evidencia.
Pero las preguntas recién estaban empezando.
Cuando los primeros informes llegaron a los medios al amanecer del 27 de junio de 2010, nadie sabía qué creer.
Había confusión, versiones que cambiaban minuto a minuto, rumores saliendo de todas partes.
El país despertó con una sola certeza.
Algo grave había sucedido en esa carretera.
Pero, ¿por qué había ocurrido?
Seguía envuelto en un velo imposible de descifrar.
Las autoridades tardaron en dar una versión oficial.
Los medios improvisaban explicaciones, las redes comenzaron a inventar las suyas y la gente simplemente quería entender qué había llevado a Sergio Vega, una figura querida, reconocida y respetada, a terminar en una situación tan oscura y desesperada.
Con el paso de las horas comenzaron a surgir teorías, algunas razonables, otras demasiado fantasiosas.
Pero todas tenían algo en común.
Intentaban encontrar sentido a una noche que parecía no tenerlo.
Una de las primeras líneas investigativas apuntó a que el ataque podría no haber estado dirigido a Sergio, sino al modelo del vehículo que conducía.
El Cadillac rojo no era un auto común.
Era el tipo de vehículo que ciertos grupos utilizaban y también el mismo tipo de vehículo que rivales buscaban en operativos clandestinos.
Según esta teoría, quienes lo siguieron esa noche pudieron haberlo confundido con otro conductor que estuvieran buscando.
Un error trágico, una identificación equivocada en medio de un territorio donde, lamentablemente, las confusiones costaban vidas.
Aunque Sergio había cambiado su repertorio años antes, dejando atrás cualquier tema asociado a corridos de contenido sensible, el ambiente musical seguía siendo peligroso.
En la última década, varios artistas habían enfrentado advertencias, incidentes o presiones provenientes de grupos que exigían espacios, control o presencia en los eventos.
Algunos reportes señalaban que esa semana circulaban mensajes pidiendo alinear conciertos, rutas y horarios.
No había pruebas directas que vincularan a Sergio con una amenaza concreta, pero la coincidencia temporal alimentó la teoría de que el ataque pudo haber sido parte del clima general que rodeaba a la música regional en ese entonces.
Otra versión planteaba que la camioneta que lo siguió podría haber tenido como objetivo a alguien más.
La carretera donde ocurrió el ataque era conocida por disputas y movimientos entre grupos rivales.
Según esta hipótesis, Sergio pudo haber quedado atrapado en un conflicto ajeno en el momento menos oportuno, en la ruta equivocada, con el vehículo equivocado y en la hora más peligrosa.
La teoría más inquietante y también la más difícil de comprobar sugería que el ataque sí habría sido dirigido, provocado por molestar a personas equivocadas sin saberlo, no por su música, no por su fama, sino por decisiones relacionadas con su agenda de eventos.
Quienes convivieron en ese ambiente saben que en aquella época muchas decisiones laborales podían incomodar a más de uno.
Pero nunca se encontraron pruebas sólidas.
La última teoría no habla de culpables, sino de silencios.
Silencios por miedo, silencios por protección.
Silencios porque decir la verdad podía terminar siendo más peligroso que callarla.
Hay quienes aseguran que mucha gente sabía más de lo que dijo, que algunos detalles jamás salieron a la luz, que ciertas autoridades prefirieron cerrar el caso rápidamente para evitar problemas más grandes.
No se trata de conspiración, se trata de supervivencia.
La familia del Shaka quedó esperando una respuesta oficial que jamás llegó completamente.
Las autoridades cerraron el caso bajo términos generales.
Los medios construyeron sus propias versiones.
El público intentó dar sentido a lo ocurrido, pero la verdad absoluta, esa quedó perdida en algún punto entre la persecución, la oscuridad y los rumores.
Lo único que quedó claro, lo único sobre lo que nunca hubo discusión fue esto.
Esa noche, Sergio no estaba en un conflicto, no estaba buscando problemas, no estaba metido en nada extraño.
Iba a trabajar, iba a cantar, iba rumbo a un baile donde cientos lo esperaban y aún así algo o alguien decidió cruzarse en su camino.
México no solo perdió una voz querida, perdió un capítulo completo del regional romántico.
Perdió un artista que había resurgido de sus propias cenizas.
Un hombre que se reinventó cuando muchos ya lo daban por perdido.
Un trabajador incansable que nunca dejó de cantar para la gente que lo quería.
Hoy, más de una década después, su historia sigue siendo analizada.
Su última llamada sigue estremeciendo y su nombre sigue generando la misma pregunta.
¿Por qué él?
¿Por qué esa noche?
¿Por qué en esa carretera?
Quizá alguna vez se conozca la verdad oficial o quizá el caso del Shaka quede para siempre en ese espacio donde viven los misterios que nunca terminan de resolverse.
Pero hay algo que sí quedó claro y que nadie discute.