Carlos Lehder, uno de los nombres más temidos y enigmáticos del narcotráfico colombiano, ha vuelto a hablar después de casi cuatro décadas de silencio.
A sus 75 años y tras permanecer más de 30 años en prisiones estadounidenses, el cofundador del Cartel de Medellín ha regresado a Colombia convertido en el último sobreviviente de la generación que puso al país en los titulares del mundo.
Su testimonio no es una historia repetida de series o películas: es la versión cruda de un hombre que estuvo al lado de Pablo Escobar, que vio el nacimiento del imperio, su expansión, las traiciones y la caída.
Y hoy, mirando hacia atrás, confiesa que su nombre aparece en demasiadas historias como para irse de este mundo sin contar lo que vivió.
Cuando Lehder conoció a Escobar a finales de los años 70, Medellín no era aún la capital mundial del narcotráfico.
Pablo era un contrabandista reconocido, pero lejos del poder que más tarde concentraría.
Fue Lehder quien aportó una visión revolucionaria para la época: transformar el negocio artesanal del tráfico de cocaína en una red aérea internacional con capacidad de mover toneladas de droga hacia Estados Unidos.
Mientras Escobar consolidaba su organización en Colombia a golpes de violencia, Lehder compró una isla en las Bahamas, Cayo Norman, convirtiéndola en el corazón logístico del imperio.
Con su habilidad como piloto y su audacia para burlar radares, creó las rutas por las que viajarían millones de dólares en droga.
El negocio dejó de ser clandestino para convertirse en una operación empresarial, una maquinaria que no tardó en despertar la atención de las autoridades estadounidenses.
Para Lehder, el verdadero enemigo no era la policía colombiana.
Era la extradición.
La palabra que, según él, convertía a cualquier narco en un hombre muerto antes de pisar siquiera una cárcel.
Fue en este contexto cuando Escobar reunió a los capos en la Hacienda Nápoles y creó el grupo “Los Extraditables”, una organización cuyo único propósito era impedir que cualquier colombiano fuera enviado a juicio a Estados Unidos.
El lema apareció en panfletos, comunicados y amenazas dirigidas al gobierno, a jueces y periodistas.
Y aunque comenzó como una estrategia defensiva, pronto se transformó en el brazo propagandístico del terror que vendría después.
El secuestro de Marta Nieves Ochoa por parte del M-19 en 1981 fue el punto de quiebre que desató la guerra.
Escobar y los hermanos Ochoa decidieron responder con violencia extrema.
Así nació MAS: “Muerte a Secuestradores”.
Jóvenes reclutados, exmilitares, policías corruptos y sicarios especializados formaron un ejército privado que, bajo la bandera de la protección familiar, terminó siendo una máquina de ajuste de cuentas.
MAS marcó el inicio de la militarización del narcotráfico colombiano, un fenómeno que derivó en asesinatos selectivos, desapariciones y un control urbano sin precedentes.
La violencia, que antes era un recurso esporádico, se convirtió en un instrumento cotidiano de poder.
A medida que el negocio se volvía más sofisticado, también aumentaban las tensiones internas.
Escobar, paranoico y temeroso de la traición, comenzó a desconfiar incluso de sus socios.
Lehder recuerda con claridad el día en que estuvo cerca de ser asesinado.
Fue invitado a una reunión en la Hacienda Nápoles.
Todo parecía normal hasta que notó un número inusual de hombres armados y un silencio forzado que él jamás había sentido antes.
Ráfagas de disparos estallaron de repente y Lehder logró huir de milagro.
Ese fue el fin de su relación con Escobar.
A partir de ese momento, entendió que nadie estaba a salvo y que el hombre que alguna vez había sido su socio ahora lo consideraba una amenaza.
Mientras Escobar se convertía en el narcotraficante más poderoso del mundo, Lehder se convirtió en objetivo de la DEA, la CIA y la inteligencia colombiana.
Su isla en las Bahamas era demasiado visible, demasiado estratégica, demasiado peligrosa.
Fue capturado en 1987 en una operación relámpago y extraditado de inmediato a Estados Unidos.
La sentencia fue ejemplar: cadena perpetua y 135 años adicionales.
Fue encerrado en una celda hermética.
Sin luz, sin visitas, sin contacto humano.
Allí vivió durante años, deteriorándose lentamente hasta convertirse, según él mismo confesó, en “un hombre que se estaba muriendo en vida”.
Pero la historia daría un giro inesperado.
En 1989, la captura de Manuel Antonio Noriega durante la invasión estadounidense a Panamá abrió una oportunidad para Lehder.
La fiscalía necesitaba testigos capaces de relacionar al dictador con el narcotráfico.
Lehder aceptó testificar a cambio de beneficios judiciales.
Su declaración fue devastadora para Noriega.
Lo vinculó directamente con el cartel y describió la complicidad política que permitió el tráfico masivo de cocaína hacia Estados Unidos.
Su pena fue reducida, pero el precio que pagó fue vivir como objetivo de todos: del gobierno, del cartel y de antiguos rivales.
Mientras Lehder luchaba por sobrevivir en celdas aisladas, Escobar desataba una de las guerras más violentas de la historia de Colombia.
El asesinato de Luis Carlos Galán, la explosión del vuelo 203 de Avianca, los coches bomba en Bogotá y Medellín, las ejecuciones de jueces, policías, periodistas y civiles fueron parte del legado sangriento que Escobar dejó atrás.
El Cartel de Medellín ya no era una empresa criminal: era un grupo insurgente que desafiaba al Estado con un nivel de violencia que superaba el de los conflictos bélicos.
La caída de Escobar en 1993 marcó el final del imperio.
Su cuerpo quedó tendido sobre un tejado mientras agentes del Bloque de Búsqueda celebraban.
Lehder, desde su prisión en Estados Unidos, recibió la noticia en silencio.
Él, uno de los fundadores del cartel, había sobrevivido a todos.
No por suerte, sino porque la historia lo había empujado a un exilio obligado donde la violencia no podía alcanzarlo.
Hoy, en 2025, Carlos Lehder camina nuevamente por Medellín convertido en un hombre casi octogenario, más filósofo que criminal, más testigo que protagonista.
Habla del pasado con una mezcla de culpa, distancia y nostalgia.
Sabe que su nombre está ligado a algunos de los capítulos más violentos del continente, pero también afirma que su voz es la única que sigue viva para contar cómo surgió, cómo se expandió y cómo cayó el cartel más temido de América.
Las huellas del imperio se reducen ahora a ruinas: un avión hundido frente a Cayo Norman, propiedades confiscadas, viejas fotos en blanco y negro y un puñado de hombres que, como Lehder, se convirtieron en leyendas oscuras.
Escobar ya no está, pero su sombra sigue viva.
Lehder tampoco es protagonista, es solo un eco de lo que fue.
Un eco que, por primera vez en décadas, ha decidido hablar sin filtros.
Y su relato, crudo y brutal, promete reescribir para siempre la historia del Cartel de Medellín.